28/2/07

19 Entrega

En el fondo de mi corazón, aquella decisión la viví como un fracaso personal y me sentí triste por ver cómo había acabado. Tal vez yo tenía mi parte de culpa, pero pienso que había estado mal organizado desde del principio y que había faltado dirección, ideas y un proyecto claro. Tampoco se podía enviar a unos infelices a conquistar el mundo cuando aún no habían salido del cascarón. Ahora, con el paso de los años, pienso que el impacto fue tan fuerte y la libertad, tan bonita, que todos sucumbimos como si realmente la hubiéramos conquistado.
Y así fue como a principios de julio, con la sensación de haber acabado una etapa de mi vida, volví a tomar el tren en la misma estación a la que había llegado nueve meses antes y partí de nuevo hacia el Norte a la sombra de mis padres y de mi familia. No podía hacer otra cosa, ya que, aunque María Luisa se quedaba en Barcelona todavía unos días, yo no tenía ni trabajo, ni ganas de buscarlo, para haber seguido a su lado. La idea de que había fracasado me perseguía y por primera vez en muchos años, tuve miedo a no saber salir yo solo adelante. En la huida me llevaba el recuerdo de aquella mujer y un beso de despedida que había quedado inmortalizado en la tira de fotos que nos habíamos hecho juntos en la máquina del fotomatón de la estación.
Desde la ventanilla le dije adiós hasta que la perdí de vista. No sé si llegué a llorar, pero estuve triste y cabizbajo durante todo el viaje.




Durante un tiempo no les comenté nada a mis padres sobre mi futuro. Era algo que guardaba para mí solo y prefería no dar un disgusto a mi madre que siempre había soñado con que sus hijos se hicieran sacerdotes. Era una católica convencida, aunque no entendiera nada, y representaba la mayor ilusión del mundo ver a sus hijos al servicio de Dios.
Así fue como pasé los primeros días zanganeando y pensando lo menos posible en mi futuro. Para ello traté de buscar trabajo y no tardé en dar con un taller de chapistería donde podría poner a prueba mis conocimientos. Sin embargo, una cosa es la teoría y otra, la practica. Y cuando me tuve que enfrentar a la chapa abollada del techo de un seiscientos para hacer una ventosa, me rajé y dije que me iba, que no quería el trabajo. Me había entrado un miedo tremendo a hacer un agujero en la chapa, ya que la prueba se las traía, y con ello hacer el ridículo. Otra vez salía mi falta de seguridad.
En casa me excusé diciendo que no me habían contratado porque ya habían cogido a otro, pero solo era una excusa, una vulgar mentira. Por suerte, pronto me salió otro trabajo y no tenía que demostrar a nadie si sabía soldar o no. Se trataba de montar sistemas de aire acondicionada en una gran fábrica de neumáticos. Allí tan solo tenía que hacer de ayudante y muchacho de los recados de un oficial que era el único empleado que había trabajando. Me resultó sumamente fácil y cómodo y además, me lo pasaba muy bien, pues el oficial era una persona agradable y simpática que se pasaba la mayor parte del tiempo contando chistes. Era un gaditano con gracia y salero y hacía que las horas corrieran divertidas a su lado.
Cuando acabamos con lo del aire acondicionado me destinaron dentro de la misma empresa a la colocación del sistema de calefacción en un grupo de viviendas que se estaban construyendo en plena vorágine expansionista de la ciudad de Vitoria. Mi trabajo en la nueva obra era más bien de mozo de carga en el sentido literal de llevar tubos del agua y radiadores de un habitáculo a otro de aquel esqueleto de paredes y huecos que aún no había tomado la forma definitiva.
Mientras tanto, mi vida se limitaba a la familia, a tomar algún vaso de vino en los bares para mantener la tradición y a ir los sábados y los domingos a ver como bailaba la juventud en el parque de la Florida a los sones de la banda municipal. Pero solo eso, a ver bailar, porque nunca tuve el valor de atreverme a pedir un baile a alguna muchacha por más que me muriera de ganas. Una vez más, el miedo al ridículo me lo impedía, y cuando volvía a mi casa pensando que nunca superaría mi timidez, me acordaba de María Luisa y soñaba con ella pensando que a su lado todos los miedos se me iban y la echaba de menos. Esperaba que el verano se acabara para volverla a ver y con ello recuperar la ilusión.
A mediados del verano llegó una carta dirigida a mis padres que venía de Barcelona. Era del padre superior y estaba ansioso por saber qué decía. Mi madre me pidió que se la leyera. Al hacerlo, no daba crédito a lo que leía. En ella recomendaban a mis padres que no me dejaran volver a Barcelona a la vez que le informaban de mi nueva situación con respecto a la comunidad. Las razones que aducían para hacer tal recomendación iban desde lo peligroso que podía resultar para un joven como yo una ciudad tan grande a mi relación con una muchacha. Después de todo se habían enterado.
Había otras opiniones que junto a las anteriores dejaron a mi madre sumida en un mar de lágrimas, por lo que tuve que explicarle todo lo que había pasado. Ya más tranquila, le dije que mi intención era volver en contra de lo que la carta decía y que ya era hora de disponer de mi vida. Sin duda me había molestado el intento de manipulación a mis padres, o al menos así lo entendí yo en aquel momento, y pienso que fue la razón que me decidió a volver, al precio que fuera y costara lo que costara.
Mi madre solo me dijo unas palabras:
- Haz lo que mejor veas, pero si te quedas ya sabes que yo estaría más tranquila.
- No te preocupes, mamá, que sé cuidar de mí mismo - le dije.
Tanto ella como yo sabíamos que nada me iba a hacer cambiar de idea.
A finales de agosto volví a coger el tren y me presenté en Barcelona. No sabía dónde iba a dormir ni tampoco tenía trabajo. Llevaba cuatro duros del dinero que había ganado trabajando el verano, pero aquel dinero no podía durar eternamente y menos, cuando con él tenía que pagar una pensión y comer cada día.
Me presenté en la comunidad que durante los meses de verano había cambiado de casa y de barrio. Se habían mudado al barrio de San Andrés y vivían en tres pisos recién comprados unidos entre sí. Aquello tenía una pinta excelente, pues cada uno de los nuevos miembros de la comunidad tenía su cuarto salvó algunos que lo compartían entre dos. Sentí una cierta envidia de no poder seguir formando parte del grupo, aunque supongo que era más por la tranquilidad que por otra cosa, pero todo cuenta en esta vida y si uno no tiene donde caerse muerto, todavía es más importante la seguridad de cuatro paredes y un plato de comida caliente. Sin embargo, la decisión por parte de la superioridad estaba tomada y yo allí no tenía cabida por más que lo hubiera deseado, al menos durante el año de prueba al que había sido enviado. Me sentí dolido y triste, abandonado y solo, inútil y miserable, pero la suerte estaba echada y no cabían lamentos. Y así fue como el mismo día de mi vuelta a Barcelona me marché al exilio, a Santa Coloma de Gramanet, a una pensión regentada por una señora mayor y su solterona hija. Allí, en la parte alta de la montaña, lejos de mis amigos y de María Luisa, perdido en mi soledad, inicié mi segundo año en Barcelona. Tenía el consuelo de que desde allí arriba se podía contemplar una vista excelente de mi ansiada Barcelona, pero más de una noche lloré de pena y maldije el día en que había decidido volver, a pesar de haberlo hecho por amor y por orgullo.

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