5/2/07

Primer día

Hacia ya un buen rato que el tren había entrado en la ciudad. Barcelona me parecía inmensa, algo que no se acababa de atravesar nunca. Desde que avisté los primeros edificios había pasado más de media hora. Al principio el tren iba a cielo abierto entre bloques inmensos de pisos, fábricas, calles y carreteras. Después se metió en un túnel y estuvo mucho tiempo sin volver a salir a la superficie. En aquel tiempo paró en una estación muy larga llamada Paseo de Gracia. Allí se bajó mucha gente, pero otros muchos aún seguimos en el tren, todavía no habíamos llegado al final. Cuando volvió a salir a la superficie lo hizo entre fábricas negras y calles mal iluminadas. Pronto se empezaron a ver vías y más vías y al fondo en una curva pude ver la estación iluminada, grande, abierta a la noche con una gran boca como si estuviera dispuesta a comerse el tren.
Cuando puse los pies en tierra y miré la estación, me pareció inmensa. La estructura de hierro que sostenía techos y paredes creaba un espacio tan grande que no me cabía ni en la mirada ni en la cabeza. Lo más espectacular que recordaba en ese material era el puente colgante de Portugalete que había visto hacía algunos años.
Tuvieron que darme un codazo para que dejara de mirar aquel prodigio de ingeniería y arquitectura juntas y me moviera del sitio en el que me había quedado como alelado. La gente pasaba a mi lado con bultos y maletas, parecían tener prisa y se dirigían escopeteados hacía la salida. Entonces me di cuenta por primera vez en mi vida de la cantidad de personas que podían caber en un tren. Parecía una riada. Cuando llegamos, uno de los que venían conmigo, me parece que fue José, al que siempre llamábamos Pepito, recuerdo que dijo:
- ¡Rediez! ¿Pero dónde nos han traído?
- A Barcelona - dijo otro del grupo emocionado.
En total éramos cinco o seis y cada uno veníamos de un pueblo de la España interior. Después de media docena de años querían hacer de nosotros unos sacerdotes modernos y consonancia con los tiempos que corrían. Se trataba de que conociéramos el mundo y sus problemas, a la gente en sus alegrías y miserias, la vida tal como era fuera de los muros del seminario. Y allí estábamos como pardillos, con cara de niños que acaban de salir de entre las faldas de sus madres, esperando que pasara algún taxi para dirigirnos al lugar donde se suponía se iniciaba aquella nueva etapa de nuestras vidas. Por fin nos pusimos de nuevo en marcha y empezó un discurrir por calles y avenidas hasta la casa donde pasaríamos la primera noche. El viaje había durado más de doce horas y tiempo tendría de recordarlo y revivirlo durante la noche, entonces solo se me ocurrió mirar al cielo y, aunque se encontraba despejado, no acerté a ver estrella alguna. Aquello me dejó sorprendido, pero no lo comenté con nadie, no quería pasar por ignorante o meter la pata si decía que en Barcelona no había estrellas en el cielo.
En un bar cenamos o devoramos unas tortillas de patatas. Recuerdo que había en una pared una gran fotografía en blanco y negro de la ciudad. En la fotografía destacaba la estatua de Colón que era lo único que conocía. Barcelona era tan grande que parecía no tener límites, pero ante mi sorpresa, aquella fotografía tan solo mostraba una parte de la ciudad. Me quedé con la boca abierta cuando uno de los frailes que nos acompañaban dijo, supongo que adivinando mi pensamiento:
- Esa foto solo es un trozo de Barcelona, puede que sea veinte veces más grande de lo que ahí se puede ver.
Se rio como un zorro de nuestra ingenuidad y yo pensé, por primera vez en si uno no se podría perder con tantas calles y edificios todos tan parecidos. Tampoco dije nada, pero me quedó la duda y el miedo de que algo así pudiera pasar.
Sería cerca de la media noche cuando llegamos al piso. Grande fue mi sorpresa al ver que unos cuantos compañeros de cursos más altos que el mío ya estaban en la casa. Éramos unos quince en total. Aquello parecía el seminario en pequeño. Los pasillos estaban llenos de bultos y maletas esperando un armario o un rincón donde descansar. Lo mismo que muchos de los allí presentes después de un día tan ajetreado y largo.
Al final, a los más pequeños nos tocó el comedor. Media docena de colchones de espuma tirados por el suelo nos estaban esperando. Cada uno se ubicó como mejor pudo y pronto la gran mayoría roncaba felizmente. Yo intentaba conciliar el sueño, pero no podía: habían sido tantas las emociones vividas en un solo día. Con los ojos como platos, mientras a mi lado sentía los ronquidos de algunos de los compañeros, repasé el viaje en tren desde que había montado en un pueblo de la Rioja a primeras horas de la mañana. El sinfín de pueblos grandes y pequeños por los que había pasado volvía a mi mente y se reproducían en mi retina. Los campos distintos, pero semejantes a los de Castilla, sobre todo cuando habíamos cruzado la provincia de Zaragoza. Más tarde, ya en Cataluña, el paisaje había cambiado de forma radical: todo era más verde, más exuberante. Y el Mediterráneo, el mar Mediterráneo que conocía de haberlo estudiado en los libros de geografía me había dejado anonadado. Yo conocía el Cantábrico, violento y enfadado casi siempre, pero el Mediterráneo parecía más tranquilo, más acogedor. De pronto me vino a la memoria lo que nos habían explicado sobre aquel mar por el que habían llegado pueblos y culturas a la Península Ibérica: Fenicios, griegos, romanos, cartagineses, y me los imaginé después de días y días de navegación, de peripecias y aventuras llegando por aquel mar a las costas. Seguro que no se lo podían ni creer. Claro que en aquel entonces, Barcelona, si existía, debía ser un poblado de cabañas a la orilla del mar. No recuerdo a qué hora caí vencido por el sueño, pero si recuerdo que antes de que esto sucediera, todavía miré por la ventana a ver si veía alguna estrella en el cielo. Tampoco entonces habían salido y pensé que tal vez pudiera ser que en aquel cielo no había estrellas como en el de mi pueblo.
A la mañana siguiente me desperté cuando el sol entraba de lleno por la ventana. Era un sol radiante que producía una luz blanquecina, como si hubiera una ligera niebla. Miré a mi alrededor y vi a mis compañeros que aún seguían durmiendo o al menos lo parecía porque nadie se movía. Fuera se oía ajetreo de gente que hablaban e iban de un lado para otro. Decidí romper el fuego y me dirigí al que estaba más cerca de mí:
- Alfredo, ¿Qué hora es?
Pareció volver de otro mundo cuando empezó a hablar.
- No sé, no tengo reloj. Anda, calla y déjame dormir.
- Pues yo me voy a levantar, ya hay gente moviéndose por la casa y además tengo un hambre que no me aguanto.
- Haz lo que quieras, pero cállate.- Me respondió.
Y sin hacer mucho ruido me fui vistiendo como pude entre tanto colchón y salí del comedor sorteando los cuerpos retorcidos de mis compañeros.
Ya fuera, había gente por todas partes. En un piso tan pequeño era casi un milagro poderse mover. Los más vivos se estaban calentando leche con un calentador eléctrico. Por lo que parecía no había gas en la cocina y tampoco había allí nadie que pusiera algo de orden en aquel desconcierto. Solo recuerdo que sentí una cierta angustia. Allí todo estaba manga por hombro y no me parecía la mejor manera de iniciar una experiencia de aquel tipo. Todos procedíamos de familias humildes, pero estábamos acostumbrados a unas mínimas condiciones de vida.

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