6/2/07

2ª entrega

Nadie notó como salí de la casa y me dirigí a la calle. Necesitaba sentirme libre. Me metí en el mismo bar en el que habíamos cenado la noche anterior y pedí un café con leche y una pasta. Aún tenía algo de dinero propio y pensé que lo mejor sería hacer algo por mí mismo. Lo devoré como si hiciera una semana que no había comido. Cuando hube acabado me fijé en la gente que a aquellas horas había en el bar. Debía ser la hora del bocadillo porque el que más y el que menos estaba agarrado al trozo de pan como si en ello le fuera la vida. Yo hubiera hecho lo mismo, pero dudé que me llegara para tal dispendio. Me conformé con observar y esperar tiempos mejores.
Cuando volví al piso la algarabía que reinaba era mayor. Me abrió la puerta uno de los veteranos y ni tan siquiera me preguntó de dónde venía. Mis compañeros de curso ya se habían levantado y esperaban acontecimientos sentados alrededor de la mesa del comedor. Ya habían recogido los colchones y yo hice lo propio con el mío que seguía tirado en un rincón.
-¿Dónde has estado?.- Me preguntó Antonio.
- He ido a reconocer el terreno.- Mentí sin ningún escrúpulo.- ¿Habéis desayunado?
- No, todavía no. Me parece que nos llevan a desayunar a la parroquia.
-¿Qué parroquia?
- La de San francisco.
En aquel momento alguien dijo que se prepararan los más jóvenes y no nos hicimos de rogar. Durante casi media hora recorrimos calles y más calles hasta llegar a la parroquia. Se encontraba en otro barrio. Justo al lado había una montaña no muy alta a rebosar de pinos. Las casas allí eran de una sola planta y todas tenían un pequeño jardincito delante. Tenían un aspecto pobre, pero guardaban un cierto aire de casita de pueblo en pequeño. Ya dentro de la casa de la parroquia nos pusieron un desayuno bastante completo. Yo no dije nada y me animé con mi parte. La señora que cuidaba de los curas tenía aspecto de una abuelita dulce y bonachona y parecía sentirse satisfecha viendo como acabábamos con todo lo que había puesto en la mesa.
Cuando hubimos acabado, apareció uno de los frailes, un tal padre Jesús al que yo apenas conocía, tan solo de oídas, pues era pariente de mi compañero Pepe.
Salimos a la calle y hacía una mañana espléndida. El padre Jesús nos llevó por unas calles y callejuelas. Íbamos como lo que éramos, seminaristas, en grupo compacto y casi sin romper la formación detrás del fraile. Cualquier que se hubiera fijado en nosotros nos hubiera detectado, pero pienso que importábamos poco a la gente, como no fuera por el aspecto de pardillos que llevábamos. Recuerdo que al bajar por una de las estrechas callejuelas, el padre Jesús nos hizo mirar el nombre de la calle: Bajada de la Combinación se llamaba. Supongo que lo hizo con ánimo de hacer gracia, pero la verdad fue que nos pareció una gracia impropia de un sacerdote o tal vez, exentos de malicia, no supieron captar mis compañeros la vertiente morbosa del nombre. Yo sabía perfectamente que lo había dicho por lo de la prenda que llevan algunas mujeres bajo el vestido ya que me acordaba de aquel chiste tan malo que se contaba por los años sesenta y que en resumen venía a decir que una vez la mujer de Franco, "La Collares", se encontraba en Portugal y por alguna causa que el chiste no aclaraba llamó a su marido, el caudillo, diciéndole que se encontraba e Braga y sin combinación. Hoy sería de los de lapidar, pero en aquella época tenía su carga política en la medida que se chanceaba del todo poderoso caudillo.
Entramos en el metro y al hacerlo me dio la impresión de entrar en una mina. Era la primera vez y me impresionó ver la estación iluminada y el túnel oscuro por el que se perdían los raíles del tren. Creo que me impresionó el pensar en cómo se había podido sacar toda la tierra hasta perforar los túneles. Cuando llegó un ruidoso tren, nos metimos dentro al abrirse las puertas y lo que vino después hasta volver a ver la luz del sol, se resumió en gente que entraba y salía en cada estación y oscuridad mientras hacía el recorrido entre parada y parada. Me extrañó ver que las personas que entraban, apenas si hablaban entre ellas, era como si tuvieran miedo o estuvieran preocupadas por algo. Nosotros, sin embargo, no cesábamos de hacer comentarios, a veces bastante infantiles, de todo lo que íbamos viendo.
Cuando salimos a la calle, lo hicimos en las Ramblas. Al ver la fuente de Canaletas, bebí un trago de agua, pero no me gustó: tenía un sabor extraño. Pero había cumplido con una tradición que me habían contado antes de venir a Barcelona y era que si se bebía agua de aquella fuente, no se podía olvidar uno de Barcelona nunca más o algo así.
La bajada por las Ramblas hacia el puerto fue el descubrimiento más emocionante del día. Se veía gente de todas las razas y de los más variados aspectos. Era como si allí se hubieran dado cita todo tipo de personas. Además, el poder disfrutar de un paseo tan ancho solo para viandantes, resultaba de lo más liberador. Allí descubrí la primera persona de raza negra y algún oriental. Hasta entonces tan solo les había visto en alguna película o en fotografías. Los negros me parecieron como me los imaginaba, pero los orientales no tenían el color amarillo que me habían enseñado en el colegio cuando estudiábamos las razas del mundo. Los ojos si que los tenían tal como yo pensaba.
Todo era nuevo y lleno de colorido. Las flores, los árboles inmensos que bordeaban el paseo, los edificios de sucias y negruzcas fachadas a uno y otro lado, las personas, el ir y venir de gente, todo componía un conglomerado vivo y lleno de color para mis ojos expectantes y ansiosos por descubrir cosas nuevas y diferentes. Durante el recorrido, apenas si me enteré de lo que explicaba el fraile, iba tan ensimismado en mirar y en descubrir que no prestaba ninguna atención a lo que decía. Y así fue hasta que uno de los compañeros dijo totalmente emocionado:
- Mirad, la estatua de Colón.
Miré hacia adelante y allí estaba, alzándose hacia el cielo y apuntando con su dedo hacia el mar. No apuntaba hacia occidente que es por donde queda el continente americano y que hubiera sido lo acertado ya que él lo había descubierto. Sin embargo, el padre Jesús nos sacó de dudas explicándonos que apuntaba hacia la India, lugar al que según la historia se dirigía en busca de especias cuando inició tan fantástica aventura. De cualquier manera, me pareció emocionante verlo sobre aquella columna tan alta y mirando impasible hacia el mar. Para mí siempre había sido un personaje singular y sobre todo, muy generoso, al haber descubierto el Nuevo Mundo para la corona española siendo como era veneciano. Al menos así nos habían vendido la historia hasta entonces.

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