26/2/07

17 Entrega

El lenguaje es algo que nos llega de forma espontánea gracias a los desvelos y al esfuerzo de los seres queridos. Ese empeño hace que entremos en el grupo de los humanos y empecemos a participar en la vida familiar de forma más activa y menos dependiente. Hablar bien o no tan bien es algo a lo que todo el mundo acaba accediendo si no hay algún impedimento físico o algún problema que trunque ese natural proceso. El problema se puede llegar a dar cuando la sociedad o el sistema te pide algo más y ese algo más pasa por un entendimiento y comprensión de las normas que regulan la facultad de hablar o escribir. A aquel muchacho al que me tocó de dar clases le pasaba algo parecido, era incapaz de entender esas normas reguladoras y por tanto, incapaz de progresar y de producir en última instancia textos escritos con una mínima coherencia. A ello dediqué casi tres meses en un intento desesperado de conseguir lo que en cinco años no había sido posible, pues el muchacho a sus once años estaba pez.
Mi trabajo se basó en hacer que comprendiera lo que mecánicamente leía y a partir de ahí, empezar a construir todo el entramado que al final pudiera llevarle al objetivo de llegar a producir mensajes escritos de la misma forma que lo hacía oralmente y sobre todo a entender los que otros más aventajados producían en forma de textos, literatura o prensa escrita. Nunca llegué a saber si lo conseguí de una manera eficiente, pues al final quien dictaba la última sentencia eran los profesores que tenía en el colegio por medio de unas calificaciones, pero creo que si le ayudé en su autoestima y en sus posibilidades de ser capaz de conseguirlo.
Mientras tanto, mi vida en la escuela como aprendiz de chapista seguía su curso sin novedad. Rebasado el ecuador, hecho que celebramos con una salida a una playa de Tarragona, nos adentramos en el último trimestre. Para entonces ya tenía un dominio más que aceptable de la soldadura, aunque cuando se trataba de la eléctrica, me resultaba algo más complicado porque a menudo se me acababa agarrando el electrodo a la pieza que estaba soldando, pero ya diseñaba piezas y era capaz de interpretar planos de las mismas sin ningún problema. Aquel aprendizaje sin libros estaba resultando más interesante de lo que en un principio había pensado y me sentía orgulloso de ser capaz de hacer algo en lo que no había pensado nunca. De todas formas, en mi fuero interno seguía pensando que aquello no iba a ser lo mío por mucho que lo estuviera haciendo con la mayor ilusión del mundo. Esta ilusión con la que lo había tomado obedecía a mi manera de ser fundamentada en el principio de que el saber no ocupa lugar y era algo que desde muy niño me había gustado tener presente. Así era como me ilusionaba con cualquier novedad que pudiera aportarme algo nuevo a mi bagaje cultural general y el hecho de aprender un oficio no era ajeno a esa curiosidad mía permanente en mi manera de pensar.
A veces, el mismo profesor me preguntaba si me iba a dedicar a ello como queriendo decirme que yo estaba capacitado para otras cosas y yo siempre le decía que el tiempo sería el que diera la respuesta, porque una cosa son los planes que uno puede ir teniendo a lo largo de los años, sobre todo en la infancia y la juventud, y otra, lo que la vida te puede llegar a ofrecer en un momento dado y te ves abocado a cogerlo.
Respecto a esos sueños de futuro, yo de niño siempre había querido ser fraile misionero, supongo que por la educación católica que recibíamos tanto en la escuela como en la iglesia, pero también, y esto no se lo decía a nadie, porque ir a los frailes era la única manera de poder seguir estudiando y yo eso lo tenía muy claro desde que tuve un mínimo de uso de razón. Y lo tenía claro porque las perspectivas de futuro en un pueblo que vivía de una agricultura de subsistencia no existían en aquella época y me dolía ver como mis padres se debatían en la miseria y la falta de medios para sacar adelante a la familia con una cierta dignidad.
Ahora seguía dentro de lo que había pensado de niño, pero empezaba a dudar seriamente si realmente tenía vocación de servir a Dios de por vida como religioso y más cuando, había empezado a descubrir que el mundo y la vida eran algo más que la oración, el sacrifico y la remota esperanza de ir al cielo y no al infierno cuando la muerte llegara. Había más cosas que no me habían enseñado y que yo iba descubriendo poco a poco y que cada vez ocupaban una parte más importante en mi pensamiento.
A comienzos de mayo conocí a una persona que iba a cambiar mi vida y dar un empujón decisivo a mi debilitada vocación sacerdotal. Era una muchacha que vivía en un piso vecino al nuestro y que a veces veía cuando me entretenía mirando hacia patio interior de la manzana. Por aquella época habíamos hecho amistad con los hijos de una familia y entre todos habíamos inventado un sistema de comunicación consistente en una especie de teleférico manual que iba desde su ventana a la nuestra por unas cuerdas y en el que nos enviábamos mensajes y objetos. Era un juego, pero resultaba divertido y nos servía para conectar con la familia, sobre todo con los hijos que siempre estaban dispuestos a improvisar algo. Fue en uno de aquellos momentos cuando me fijé en ella al verla observando atentamente las evoluciones del pequeño teleférico y al percatarse de que la miraba hizo una especie de saludo con la cabeza, o al menos eso fue lo que interpreté, y se metió en la casa. La siguiente vez que la vi observando la vagoneta, que así habíamos bautizado al artilugio que subía y bajaba por las cuerdas, me dedicó una esperanzadora sonrisa que más que alegrarme, lo que hizo fue ponerme muy nervioso. Era una muchacha menuda, de cara redonda y aspecto juvenil, ojos vivarachos y muy grandes y una sonrisa dulce que al esbozarla le dibujaba unos hoyuelos en las mejillas la mar de simpáticos. Cuando miraba el subir y bajar de la vagoneta parecía disfrutar con el invento y hacía que sonriera dulcemente, tal vez con envidia o quizás con admiración por lo fácil que resultaba entretenerse con un objeto tan original y poco costoso. Yo la solía mirar de reojo cuando el artilugio evolucionaba y no me perdía detalle de su sonrisa o de sus gestos. Una tarde que me encontraba mirando por la ventana, supuestamente esperando a los amigos de la vagoneta, apareció ella en el balcón. Yo estaba solo y pude responder con tranquilidad y comodidad a su saludo:
- ¡Hola! - me dijo con una voz suave y natural.
- ¡Hola! ¡Buenas tardes!
El corazón me latía aceleradamente. Me había hablado por primera vez y su voz me resultaba dulce y melodiosa.
- ¿Hoy no funciona el aparato ese tan simpático? - preguntó como queriendo alargar la conversación.
- No lo sé - respondí del todo nervioso -, no deben estar en casa.

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