22/2/07

15ª Entrega

Poco después de aquella caminata a la luz de la pálida luna tuve una experiencia algo parecida y pude entender lo que le había entrado a mi amigo. Era una tarde de primavera y yo volvía de la escuela o probablemente de ver alguna película pues ya las sombras se cernían sobre la ciudad cuando al salir del metro me tuve que refugiar en la entrada de una casa debido a la lluvia que caía de forma torrencial. A mi lado se refugió otra persona, una mujer algo mayor que yo, que aprovechó el lugar resguardado para sacar un paraguas y disponerse a seguir. Yo la miraba mientras maniobraba con el protector pluvial y ella pareció captar mi mirada curiosa y ante mi sorpresa me dijo:
- Si quieres puedes cobijarte.
- Muchas gracias - contesté aceptando la invitación tan gentilmente hecha.
Nos pusimos en camino y pronto noté como en el intento de protegerme para que no me mojara se arrimaba y su cuerpo se rozaba con el mío, pues caminábamos pegados. Aquello me empezó a alterar la respiración y los latidos de mi corazón se aceleraron de manera que no podía controlar. Me costaba hablar y en el fondo deseaba que aquel recorrido no se acabara nunca o que pasara algo que lo interrumpiera para poder seguir a su lado. Volvimos a pararnos en un portal, pues ya el paraguas no servía para frenar todo lo que estaba cayendo. Era una puertecita estrecha con una entrada que se adentraba lo suficiente para darnos cobijo. Debía ser la puerta de algún almacén que ya no se utilizaba por el aspecto ruinoso y abandonado que tenía. Durante unos largos segundos nos quedamos el uno al lado del otro sin decir nada. Ella siguió con el paraguas abierto para protegernos de la lluvia que caía racheada. Estábamos tan cerca que nuestros alientos se mezclaban cada vez que nos mirábamos sin saber qué decirnos. La mujer rompió el fuego y dijo con voz suave:
- ¿A ver si vamos a tener que quedarnos aquí toda la tarde?
- Pues a mí no me importaría - respondí sin saber muy bien por qué lo había dicho.
Entonces, se me quedó mirando fijamente a los ojos y poco a poco fue acercando su boca a la mía y me besó. Fue un beso suave y dulce en un principio, pero pronto se hizo apasionado y furioso, como si nos faltara el aire para respirar. Yo la cogí por la cintura y la atraje hacia mí con fuerza y cuando noté su cuerpo pegado al mío y su calor y su pasión, sentí una sacudida que me recorría la espalda y se alojaba en mis genitales produciéndome una excitación tan exagerada que ella al notarlo, sonrió y se desmelenó en su afán de darme el placer que no tardó en llegar en forma de eyaculación. Ella también había alcanzado el orgasmo o al menos así lo dio a entender por los ruidos guturales que dejaba escapar. Compusimos la figura como pudimos y aprovechando un breve respiro en lo que a lluvia se refería, retomamos la marcha y al llegar a mi calle, nos despedimos con la promesa de volvernos a ver. La vi desaparecer calle arriba y la hubiera seguido si no hubiera tenido la certeza de que nos volveríamos a encontrar.
No la volví a ver nunca, aunque la esperé en la boca del metro donde nos habíamos conocido durante largos ratos y diferentes días. A veces pienso que el encuentro con aquella misteriosa mujer había sido un sueño y no una realidad y el recuerdo de su figura aún me perturba.
Pronto la olvidé en vista de que había desaparecido de la faz de la tierra o al menos eso fue lo que yo llegué a pensar después de haberla buscado días y días. Para entonces, la primavera ya se había instalado en la ciudad y desde hacía algún tiempo, los árboles mostraban su nuevo follaje a pesar de los humos y los ruidos de los coches. La buena temperatura y las muchas horas de luz animaban a vivir la vida, aunque solo fuera como mero espectador. Fue ya entrada la primavera cuando ante mi sorpresa, el director de la comunidad me llamó para decirme que había estado pensando en mi actitud con respecto al cine y que lo que me convenía era que me viera un psicólogo. Yo le pregunté si era necesario y ante la solemnidad con la que me dijo que sí, pensé que lo mejor era hacerle caso. Y así fue como una mañana hice mi primera campana involuntaria y me presenté en el despacho de un afamado psicólogo. Estaba ubicado en uno de los edificios emblemáticos de la ciudad: la Pedrera de Gaudí. Cuando entré en la casa y vi las formas de las columnas, la escalera, las ventanas, las puertas y todo el sinfín de detalles, creo que me enamoré del estilo modernista, aunque por aquel entonces no tenía ni idea en que consistía.
El psicólogo, que debía ser un cura rebotado o de verdad, eso es algo que nunca me preocupé de saber, se empeñó, como si de un interrogatorio se tratara, en que yo le dijera que iba al cine por cuestiones eróticas. Yo le comentaba que mi afición al cine era totalmente normal, por la atracción que sobre mí ejercía la forma de contar historias utilizando las imágenes, pero que no había nada oscuro ni morboso en ello. Visto ahora con el paso del tiempo y recordando el cine que llegaba en aquella época a las pantallas, me hace gracia. Sin embargo, el hombre, con aire de jesuita machacón, insistía e insistía queriendo saber si lo que buscaba en las películas tenía algo que ver con el sexo. Me costó hacerle entender mi postura y mi punto de vista, aunque no creo que lo consiguiera, porque me pasó dibujos y figuras raras que yo tenía que interpretar y cuando acabamos, se despidió amablemente. Yo intuí que estaba normal y que no me pasaba nada raro, aunque nunca supe el resultado de aquel estudio y si llegó a tener consecuencias para mi futuro.
A raíz de aquel estudio psicológico, nunca más me volvieron a incordiar con lo del cine, aunque por mi parte, hice el propósito de enmienda de no abusar del séptimo arte y ser más comedido en su consumo.
El proyecto evangélico en la comunidad no acababa de llegar y se limitaba a seguir como hasta el momento: oración a última hora del día si las obligaciones lo permitían y misa los domingos en la parroquia del barrio.

No hay comentarios: