2/3/07

20ª Entrega

No tardé en superar la situación, sobre todo cuando volví a ver a María Luisa, bella y radiante como una flor. La encontré algo distante en un principio, como si los dos meses de separación hubieran enfriado nuestra relación. Cuando le expliqué mi nueva situación, pareció sentirse culpable. Le hice ver que ya no tenía arreglo y que nada más contaba con ella para salir adelante. Aquello pareció confundirla aún más y pensé que lo mejor era no meterle más presión. Las horas que pasé con ella me aliviaron lo suficiente como para volver a mi exilio en la montaña contento, sin embargo, en aquel momento tan solo le podía ofrecer amor y bonitas palabras. No tenía trabajo, no tenía perspectivas de encontrarlo, tan solo tenía ilusión, mucha ilusión, y aunque de ilusión también se vive, se necesitaba algo más, como dinero, comida, una cierta estabilidad.
Un buen día, me ofrecieron la posibilidad de demostrar todo lo que había aprendido en la escuela de formación profesional. Se trataba de un trabajo como soldador en una fábrica ubicada en Sabadell. Tomé el tren de cercanías dispuesto a todo y después de un par de horas de buscar encontré el lugar. Curiosamente, no había nadie trabajando, tan solo un encargado, no sé si porque era fiesta o porque se habían ido a comer.
El hombre que me atendió me dijo de qué se trataba y me pidió que le hiciera una prueba de lo que sabía hacer. Una vez más, el miedo a hacerlo mal me venció y empecé a poner excusas como que no había traído la ropa adecuada y cosas por el estilo. Aquel hombre, que parecía tener interés en que cogiera el trabajo, me proporcionó un mono para hacer la prueba. Mientras dudaba si ponérmelo o no en un frío vestuario, por mi cabeza pasaron cientos de ideas y de dudas, como verme trabajando en una fábrica, como verme siempre haciendo lo mismo, pero sobre todo una, el miedo a hacerlo mal y fracasar. Era algo superior a mis fuerzas. Salí del vestuario y aquel buen hombre todavía insistió, pero yo ya había tomado la decisión. Me fui dándole las gracias por la paciencia que había tenido conmigo y aún recuerdo como me dijo que estaba seguro de que lo podía hacer bien. No tuve valor.
Cuando me encontré solo en la calle, renegué de todo y contra todo, principalmente contra mí mismo por no haberme decidido a hacer la prueba. Sentado en la acera de una calle y apoyando mi espalda contra una pared me comí el bocadillo que me había preparado la patrona. Volví a coger el tren y me dejó en San Andrés. Sin nada mejor que hacer y con ganas de olvidar la negativa experiencia vivida me metí en el cine. La película me importaba poco, pero me alegré de que fuera Boinas Verdes de Jhon Wayne con toda su carga de fascismo y de imperialismo americano. Necesitaba sacar de mi corazón toda la rabia que llevaba dentro y aquella película en la que los buenos, los americanos, hacían todas las salvajadas habidas y por haber, pensé que me podría ayudar. No sé si lo hizo, pero me ayudó a olvidarme de mi fracaso y me entretuvo hasta que llegada la noche volví a mi exilio. Nadie me preguntó cómo me había ido y a nadie le importaba mi pena y mi situación.
Con el paso de los días me fui animando y aunque no veía a María Luisa todo lo que yo hubiera deseado, pues parecía que me estuviera esquivando, si comencé a relacionarme con alguno de los antiguos compañeros que como yo se habían quedado por Barcelona. Antonio, que era uno de ellos, seguía trabajando en la empresa textil y Juanjo seguía en la comunidad de San Andrés. Pepe y Alfredo habían marchado a Francia y habían buscado trabajo por allí. También empecé a relacionarme con alguno de los nuevos que habían venido a la comunidad y ello me ayudó a soportar mejor la soledad y el abandono en el que me veía sumido. Angel e Ildefonso resultaron ser los más solidarios y de vez en cuando me invitaban a comer en la comunidad, cosa a la que no me negaba, pues pensaba que habían sido muchos los años que había vivido con ellos y los lazos que me unían aún eran lo suficientemente fuertes como para no cortarlos del todo.
A mediados de noviembre, cuando mis reservas económicas estaban a punto de agotarse, la suerte llamó a mi puerta en forma de trabajo. Entré a trabajar en la fábrica textil en el lugar que había dejado mi amigo Antonio. Aquello venía a ser para mí un regalo del cielo.
Las tres primeras semanas estuve como aprendiz a las ordenes de una mujer ya mayor, pero increíblemente guapa y protectora. Siempre me ha perseguido esa especie de sino de que la gente ha intentado protegerme. Pienso que mi aire desvalido tenía bastante que ver o tal vez fuera mi aspecto de persona a la que se podía engañar o manipular. Nunca he sabido el por qué, pero es una sensación que he sentido a lo largo de mi vida en diferentes ocasiones y momentos. Aquella mujer me trataba como una madre, mientras me enseñaba el oficio. Se preocupaba de espantar a las muchachas que en el turno de mañana y tarde eran mayoría y si alguna se ponía más pesada de la cuenta, mostraba su genio como si fuera una tigresa defendiendo a su cría. Yo era la novedad en un mundo donde solo había mujeres y algún encargado, que aparecía de vez en cuando a solucionar algún problema con alguna máquina, y era normal que fuese el centro de atención de sus miradas y cuchicheos. Jóvenes como eran, estaban allí por ganar algo de dinero y con ello, ayudar en casa, pero por su forma de hablar y de pensar en el futuro, más bien parecía que estuvieran esperando que alguien las sacara de allí y las ofreciera una vida más placentera y tranquila. Yo me encontraba un tanto acobardado y cuando al salir del trabajo o en la hora del bocadillo alguna me abordaba y me preguntaba dónde iba a bailar el fin de semana, me tenía que inventar una mentira creíble que consistía en decir que los fines de semana los pasaba estudiando y preparándome para entrar en la universidad. Lo hacía sobre todo porque con ello me evitaba dar negativas y también porque los fines de semana los dedicaba a María Luisa cuando ella tenía a bien salir, que no era tanto como yo deseaba.
De todas las muchachas que trabajaban en el turno de tarde, había dos que mostraban un interés especial por mí. Una intentaba darme celos haciéndome creer que tenía un novio que llevaba un coche mercedes, cuando yo sabía que no salía con nadie y lo que decía lo hacía para sentirse como las demás y no un bicho raro o un patito feo. En realidad no me atraía lo más mínimo y cuando me explicaba sus cosas la escuchaba atentamente sin hacer comentarios que pudieran herirla, pero en el fondo me daba un poco de pena. La otra, sin embargo, era diferente. No hablaba nunca y tan solo se limitaba a mirar furtivamente con unos ojos grandes y profundos que parecía que me iban a traspasar. Solía hacer el viaje de vuelta a Santa Coloma en el mismo autobús que yo y cuando llegaba su parada, se bajaba. No decía nunca adiós, pero yo sabía que se quedaba mirando el autobús en que yo seguía hasta que se perdía de vista. Una noche, en uno de estos viajes, unos días antes de que me cambiaran de turno, volvíamos los dos en el autobús como cada día. Yo la observaba sin demasiada atención como hacía normalmente pues ya sabía su manera de ser, pero aquel día, ante mi sorpresa, vi que no se bajaba en la parada habitual y que seguía en el autobús. Al llegar al final descendió y se colocó a mi lado empezando a caminar junto a mí, como si fuéramos en la misma dirección. En un principio pensé que su actitud obedecería a cosas suyas y que tal vez aquella noche tuviera que ir a algún lugar diferente. Pero allí seguía, a mi lado sin decir palabra y sin intención de cambiar de dirección. Algo confundido decidí preguntarle:
- ¿Te ocurre algo?
- Nada - creo que era la primera vez que la oía hablar.
- Lo digo porque me parece raro verte por aquí.
- Ya me lo imagino - contestó.
Estábamos a la altura de la iglesia. La calle, a penas iluminada, encontraba desierta. Nos encontrábamos al lado de una iglesia y parecíamos dos sombras en la oscuridad. A pesar de ello, noté un brillo distinto en sus ojos y un ligero temblor en sus labios.
- Si vais a alguna parte y quieres que te acompañe, no tengo inconveniente - le dije para aclarar aquella situación que comenzaba a ser engorrosa para mí.
- No voy a ninguna parte, tan solo quiero acompañarte para despedirme de ti antes de que te cambien al turno de noche.
Aquella respuesta me dejó atónito. Me encontraba allí, en medio de la oscuridad, delante de una muchacha que me miraba atentamente con unos ojos oceánicos. Le tendí la mano para despedirme pero ella me dijo:
- No, así no.
- Entonces, ¿cómo?
Me echó los brazos al cuello y busco mis labios. Empezó a besarme. Pronto respondí a su caricia arrastrado por la pasión que no tardó en embargarme y convertirme en una especie de poseso. Abrazaba su cuerpo y lo apretaba contra el mío como si en ello me fuera la vida. La excitación nos dominaba y nuestros cuerpos empezaron a restregarse y rozarse con tanta fuerza que parecía que nos quisiéramos fundir el uno en el otro. Cuando nos llegó el orgasmo, nos distendimos y seguimos abrazados durante unos segundos. Ella temblaba como una hoja y mis piernas estaban a punto de doblarse. La miré a los ojos y en ellos había dibujada una sonrisa, creo que era la primera vez que la veía sonreír.

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