23/3/07

25 ª Entrega

Durante el verano del setenta, mi vida transcurrió apacible y tranquila. Una existencia entre el dejarme querer y el quiero, pero no puedo. Tan solo ya avanzado el mes de julio traté de buscar un trabajo que me sacara de mi atontamiento y me proporcionara algún beneficio, pues empezaba a tener la sensación de que explotaba a mi familia. El trabajo no era ninguna ganga, pero me sirvió para descubrir algunos parajes y paisajes del País Vasco que encerraban una belleza y un encanto inigualables. La empresa se dedicaba a hacer pistas en el monte para extraer la madera de los pinos, abundante fuente de riqueza en la zona.
El lugar se encontraba en un monte cerca del pantano de Villarreal que miraba apaciblemente hacia el recóndito y profundo valle de Aramayona. Un lugar para conocer y disfrutar donde las montañas que dibujan la uve del valle están tan juntas que parece que vayan a darse la mano. El trabajo no resultaba complicado, pues consistía en arreglar trozos que las máquinas no podían hacer, pero las horas se hacían interminables en medio de aquella soledad y silencio.
Pronto me acostumbré a la soledad, y aunque no hablaba con nadie o casi nadie hasta la hora de la comida, aquel reencuentro con la naturaleza me ayudó a valorar muchas cosas y plantearme el futuro de una manera más seria. No me podía pasar la vida dependiendo de los demás y a la espera de que alguien viniera a ofrecerme la oportunidad de mi vida.
Aquel trabajo me sirvió para conocer un poco a los vascos. Después de seis años en un colegio en un pueblo de lo más vasco, no había aprendido nada de aquella gente, tan solo sabía que algunos caseros hablaban el euskera, una lengua muy antigua de la que apenas entendía cuatro palabras. Sin embargo, aquellos días de trabajo en el monte de la Cruceta me sirvieron para conocerlos un poco mejor y llegar a la conclusión de que eran diferentes e introvertidos y resultaba difícil entrar en su mundo si no eras uno de ellos o ellos no decidían admitirte en el clan, cosa que por otra parte me resultó absolutamente imposible. Mi relación con los empleados y los jefes se limitaba a hacer lo que me mandaban y a esperar que en alguna ocasión me preguntaran quién era, qué hacía o por qué estaba allí tirando de pico y pala. A nadie le interesó y a nadie le expliqué mi vida. Creo que en el poco tiempo que permanecí en la empresa, ni tan siquiera me preguntaron cómo me llamaba y no sé si llegaría a cruzar más de cuatro palabras seguidas con alguno de los miembros del grupo. Realmente fue una experiencia que en el aspecto humano me sirvió para nada y en el económico, para ganar cuatro duros y no seguir explotando a mi familia.
A veces, cuando vuelvo por aquellas tierras, paso por la carretera de la Cruceta para volver a Vitoria y contemplo el lugar sin demasiada emoción, pero sin olvidarme que allí pasé unos días de mi vida y tan solo la fuente donde comía algunos días el bocadillo que mi madre me preparaba me trae algún recuerdo entrañable.
El día que se acabó el camino, se acabó el trabajo y volví de nuevo a la inactividad, aunque en vísperas de las fiestas de la Virgen Blanca no me pareció tan mala situación.
A finales de Agosto, volví a Barcelona y me instalé en una nueva pensión. En esta ocasión con mi amigo Pepe, en casa de una viuda bastante más metomentodo y desagradable que la señora María a la que tuve que dejar para no pagar los dos meses de alquiler del verano, cosa que por otra parte me hubiera resultado imposible.
Allí compartía habitación con mi amigo y pensión con un muchacho gallego del que recuerdo tan solo que trabajaba en una fundición y los ratos libres se los pasaba haciendo quinielas de fútbol y probando combinaciones que le hicieran rico algún día. No sé si lo habrá conseguido, pero por intentarlo seguro que bien se lo merecía.
La nueva casa se encontraba en el mismo barrio y muy cerca de los comedores del SEU por lo que el cambio no había significado ningún descalabro. Además, el bar de encuentro pronto se convirtió en una especie de club social y en el lugar en la pasábamos las horas muertas un variopinto grupo de estudiantes que con el paso del tiempo acabamos haciéndonos como de la familia.
Tal era el potencial humano que allí nos dábamos cita que el hijo del dueño del bar, el Enric, decidió montar un equipo de fútbol federado y rememorando los años en el colegio pasé a formar parte del mismo. El equipo se llamaba el Rayo Provenza. Solíamos jugar los domingos por la mañana y cuando lo hacíamos en casa, jugábamos en un campo de la Federación Catalana que estaba ubicado en unos terrenos de San Adrián del Besos. El equipo estaba formado principalmente por estudiantes y aunque no había demasiada conjunción, no lo hacíamos del todo mal, pues el que más y el que menos había jugado en el colegio y tenía alguna idea aunque fuera a título individual. A veces costaba un poco reunir a once jugadores, sobre todo si la noche del sábado había sido movida.
Mi situación amorosa perduraba más por el interés que yo ponía que por las ganas que le echaba María Luisa, que sin embargo me seguía aceptando y hasta queriendo, más por costumbre que por pasión. Había llegado a la conclusión que éramos una pareja de la que solo tiraba yo, pero no podía hacer otra cosa ya que en mi ignorancia o en mi romántica idea del amor, pensaba que ella era la única mujer a la que podría amar. Nos solíamos ver a ratos perdidos y nuestra relación se había convertido más en una relación telefónica, pues cualquier hora me parecía buena para llamarle por teléfono. Sin embargo cuando nos veíamos, aunque yo intentaba pasar del beso amistoso y tierno, a ella le faltaba emoción y le sobraba compostura y buenos modales, aunque por mi falta de experiencia, yo entendía como normal su comportamiento tan formal en el buen sentido de la palabra.
Con el paso del tiempo, me di cuenta que lo que le retenía y le hacía ser tan comedida en su relación conmigo, era debido al poco porvenir que veía en nuestra relación, sobre todo por las pocas o nulas expectativas de futuro que yo le podía ofrecer en forma de seguridad y aunque lo intuía, me negaba a pensar que el amor se había de sustentar en la seguridad económica y en la idea de un porvenir resuelto. Seguía pensando que el amor era mirarse a los ojos y adivinar lo que ella estaba pensando, seguía creyendo que el amor era estar imaginando en todo momento que ella también estaba pensando en mí en el mismo segundo de la vida, seguía soñando que el amor era repetir una mil veces las mismas palabras bonitas.
La actividad laboral pronto iba a convertirse en mi principal problema existencial. Pensando en el curso que estaba a punto de empezar creí que lo mejor era buscar algo que me ocupara nada más las mañanas, ya que el horario de clase que había elegido era el de tarde. Sin embargo, por más que miré y busqué no encontré nada que me fuera bien ni de mañana, ni de tarde, ni para todo el día. Al final acabé en precario mundo del reparto de propaganda por los buzones que por aquellos años empezaba a entrar con fuerza en nuestra cada vez más consumista sociedad. Básicamente la oferta se la repartían detergentes para lavar la ropa, los jabones y algún tipo de champú que quería introducirse en los hábitos consumistas de las amas de casa. Nombres de marcas que en la actualidad han desaparecido, pero que en la época causaron auténtico furor gracias también a la publicidad televisiva que solía reforzar desde la pequeña pantalla la llegada de los mágicos productos. Eran vales de descuento que no solían ascender a más de cinco pesetas, que el vendedor te descontaba a la hora de comprar el producto en cuestión.
El trabajo consistía en repartir buzón por buzón y casa por casa uno de aquellos papelitos y anotar la cantidad que en cada vivienda se habían regalado tan generosamente. Así, comencé a recorrer las ciudades y pueblos más importantes de la provincia de Barcelona y con ello a conocerlos y darme cuenta de la cantidad de personas que en ellos vivían.
La jornada laboral comenzaba a las ocho de la mañana en algún almacén ruinoso de la zona industrial de Pueblonuevo. Se hacían los equipos, normalmente de cinco personas de los que uno era el jefe y el conductor, pues era el que ponía el coche. Al llegar a la ciudad o pueblo que tocaba, comenzaba la peregrinación hasta dejar la zona batida o el pueblo lleno de regalos de tres o cinco pesetas. Si había suerte y tocaba una zona de bloques altos y masificados, el trabajo resultaba más entretenido ya que se veía como iba disminuyendo el montón de papeles, pero cuando eran casas unifamiliares, todo era más lento y aburrido, con el agravante de que en muchas viviendas había que llamar para dejar el regalito que muchas veces era recibido de malas maneras pues el pequeño ahorro no compensaba las molestias.
Fue entonces cuando descubrí la miseria y la precariedad en la que vivía mucha gente de las ciudades industriales y de los que más tarde se dieron en llamar el cinturón rojo de Barcelona. Había barrios en los que las condiciones eran tercermundistas y donde las viviendas parecían más chabolas que casas diseñadas para albergar personas. Faltaban infraestructuras y sobraban edificaciones que habían crecido sin control ni orden, como las setas.
Recuerdo que fue en uno de esos barrios dejados de la mano de Dios y de las administraciones donde viendo corretear a los niños en el patio de un colegio me dije que algún día yo sería maestro de niños parecidos a aquellos. Todavía no habían empezado las clases en la Normal de Magisterio, pero ya quedaba poco y al ver toda aquella multitud de pequeños corriendo alegremente, me emocioné pensando que algún día yo iba a guiar en parte sus destinos por unos años.
El trabajo de repartir publicidad, aunque esclavo y mal pagado, se había de hacer con seriedad y eficacia ya que de vez en cuando pasaban una especie de inspectores controlando si se había hecho bien e incluso preguntando por las casas si las señoras habían recibido el obsequio en forma de papelito. A mí me parecía ridículo que por tan escasa cantidad se tomaran tantas molestias, pero eran las nuevas técnicas de entrar en el mercado y yo tan solo era un simple empleado que servía a sus intereses por doscientas cincuenta pesetas al día.
Era evidentemente que con sueldos como el que recibíamos, no nos podíamos permitir el lujo de ir de restaurante y a la hora de comer, la solución más socorrida era la del bocadillo y la botella de cerveza. Solo había que comprar el pan en la panadería y lo que podía ir dentro, en alguna tienda. Mi bocadillo favorito empezó a ser el de mejillones en conserva y durante todo aquel año en que por suerte o por desgracia hice varias campañas me sirvió de sustento para seguir vivo, aunque por las noches siempre tenía la alternativa de los comedores del SEU donde se comía algo caliente y bastante más abundante y variado que el sencillo bocadillo.
Las campañas solían durar de dos a tres semanas y cuando acababan no había ni paro ni finiquito, pues tampoco existía contrato laboral. Siempre quedaba el consuelo de que a la próxima te volvieran a llamar si no habías hecho algo que fuera en contra de los intereses de la empresa.
Por fin empezaron las clases y para mí fue como volver al colegio después de las vacaciones de verano. No conocía a nadie, pero pronto me hice un sitio entre los compañeros y aunque no fuera el más atrevido y sabio de la clase, pues nunca me ha gustado destacar en ese aspecto por mi natural timidez, tenía un cierto carisma que me hacía relacionarme con la mayoría de los compañeros. Sin embargo, pronto elegí el que había de ser mi amigo por encima de cualquier otro u otra. Se llamaba Miguel y era un muchacho de extracción humilde como yo que vivía con sus padres en un piso de alquiler en uno de las ciudades más deprimidas y pobladas del cinturón de Barcelona. También, como yo había estado estudiando en un colegio de frailes y como yo, buscaba una oportunidad y una forma de ganarse la vida honradamente. Como se dice vulgarmente, nos habíamos juntado el hambre con las ganas de comer y en más de una ocasión tuvimos que compartir una cerveza porque no llegaba para dos.
No tardé en hacerme con la dinámica del curso y aunque algunas asignaturas y profesores me atraían poco, procuraba no perder comba, pues tampoco se trataba de dejar pasar el tiempo como si uno tuviera todo el del mundo. Normalmente, me servía con escuchar lo que explicaban los profesores en clase y mal lo hubiera tenido de no haber sido así y no haber contado con mi capacidad retentiva y memorística, ya que estudiar o trabajar en las pensiones en las que solíamos vivir los estudiantes en aquellos años siempre chocaba con la cerrado oposición de las amas que veían en el quehacer un consumo exagerado de luz que no estaban dispuestas a pagar.

8/3/07

24ª Entrega

Se instaló en el barrio en una casa cerca del comedor de la Escuela industrial y cerca de donde yo vivía, por lo que nos veíamos a menudo y teníamos nuestro lugar de encuentro en un bar donde nos solíamos reunir estudiantes de todo tipo por las noches. Aquel iba a ser durante algunos años lugar de parada y centro social de toda una enjambre de muchachos que como yo, Pepe o cualquier otro, tan solo íbamos por la pensión a dormir, debido a la poca o nula posibilidad de poder hacer otra cosa en casa ajena.
Por aquella época ya había dejado la fábrica textil en el industrial barrio de Pueblonuevo y vivía de los ahorros que había conseguido hacer, aunque pronto la remesa iba a empezar a mermar y con ello, mi preocupación. Finalmente tuve que buscarme un trabajo para acabar de pasar los últimos días antes de disfrutar de vacaciones al amparo y la protección de la familia.
Se trataba de repartir por domicilios particulares y algunos bares de la ciudad sifones y gaseosas. Era un trabajo que no me venía de nuevo, pero en esta ocasión, las cajas eran bastante más pesadas que cuando desempeñaba dicha actividad en la empresa de refrescos de Vitoria. El problema se presentaba cuando en algún bloque de pisos no se podía utilizar el ascensor y había que subir a lomo escaleras arriba con las pesadas cajas de botellas. Pero, como al perro flaco todo se le vuelven pulgas, en esta ocasión no iba a ser menos y una desafortunada infección en una mano, producida por un corte de los mejillones que solíamos ir a pescar a las costas de Garraf para comerlos en buena armonía, me hizo perder el trabajo. El corte se había infectado con el sudor y la suciedad que se producía al llevar las cajas y cuando le quise hacer ver al dueño de la empresa lo que me había ocurrido, me recompensó con el despido y sin ningún tipo de finiquito y menos aún de poder acogerme a servicios médicos ya que no me tenía asegurado.
La mano se fue hinchando más y más hasta ponerse como un botijo, que diría mi padre, y cuando ya era imposible aguantar el dolor, no me quedó más remedio que acudir a la beneficencia pública. La monja que me atendió en el Hospital Clínico se asustó mucho al ver como tenía la mano y rápidamente me dio prioridad para que me operaran.
No sé quién me operó, pues me dieron una dosis tan alta de anestesia que cuando me desperté medio borracho, tenía la mano vendada como un mutilado de guerra y la sensación de que me habían abierto el brazo entero. Cuando me encontré en condiciones de irme a casa, alguien me preguntó si me esperaba algún familiar. ¿Quién me iba a esperar si estaba más solo que la una? Le expliqué mi problema y mi situación.
Volví a casa con una receta de un antibiótico que tenía que tomar por si había infección y la recomendación de que hiciera reposo y volviera cuando ya me encontrara bien. El antibiótico que pagué íntegramente de mi bolsillo, pues no tenía cartilla ni ningún tipo de protección, me dejó sin un duro y creo que aún dejé algo a deber en la farmacia.
Cuando me sentí bien y me quité el vendaje vi que me habían dejado un costrón, pero como no me dolía lo di por bueno y estaba agradecido, aunque no me atreví a volver al hospital por si me hacían pagar la operación. Años más tarde me enteré que los hospitales de beneficencia cubrían la atención y cura de personas necesitadas y sin posibles como era mi caso. Desde que lo supe lamenté no haber tenido valor para presentarme en el hospital para que cerraran mi caso y a veces pienso que mi ficha médica por aquella operación aún debe seguir abierta.
Mi obsesión por no implicar en mis problemas a nadie hizo que aquel mal trago lo sobrellevara solo. Pasado ya todo y cuando pude ver a María Luisa, que pensaba que había desaparecido, se enfadó mucho por la falta de confianza que había demostrado tener hacia ella al no decirle nada. Yo, en mi fuero interno me sentía satisfecho porque pensaba que era una prueba de que de verdad me amaba y me excusé con la fácil respuesta de que no quería preocupar a nadie.
Por aquella época vivimos unos días felices y aunque yo seguía sin tener un duro, ella se encargaba de que pudiéramos ir al cine, a la playa o tomar algo. También por aquella época, mi otro ángel de la guarda, mi prima María, me sorprendió con algo insólito e inesperado. Por su cuenta y riesgo me había matriculado en la escuela de magisterio. Cuando me lo dijo me quedé de una pieza, pero, mediante sabias palabras me hizo ver que era una salida a mi futuro tan buena como otra cualquiera y más práctica de cara a solucionar mi vida. Yo no había pensado en el magisterio como objetivo, más bien había pensado en la universidad y en una carrera de cinco años, sin embargo me pareció bien, incluso muy bien, pues en tres años podría acceder a un puesto de trabajo digno y la idea de ser maestro tampoco me desagradaba ya que guardaba un grato recuerdo del maestro que tuve en la escuela del pueblo, aunque a veces se hubiera pasado dando palos y orientando nuestra educación en el régimen franquista, y de los profesores que había tenido en el colegio durante el bachillerato. Supongo que también me gustó el hecho de que ya todo estuviera hecho y no me tuviera que preocupar de nada.
Los días anteriores a mi marcha de vacaciones, inútil como me encontraba para el trabajo, los viví gracias a la caridad de mis amigos y cuando ya me pareció que había abusado de su confianza, me metí en el tren una noche de verano y amanecí en Vitoria con el alma cansada y el cuerpo necesitado de comida.
Al verme aparecer por la puerta, recuerdo que mi padre me dijo con cierta preocupación:
- ¿Qué te ha pasado, hijo? Vienes amarillo.
- Será por el viaje que ha sido un poco pesado - mentí yo para no preocuparle más.
Al cabo de unos días de estar en casa se me quedó mirando y me volvió a decir:
- Ya te ha cambiado el color.
Esta vez no respondí nada, pero sabía perfectamente por qué me lo había dicho. A él no le había podido engañar.
- Ponle más de comer de comer a este chiguito, parece que ha venido con hambre - acabó diciendo.
Había sido un año duro y difícil, yo aún seguía contando los años por cursos escolares, pero había conseguido sobrevivir y entre las sombras se acertaba adivinar el principio del camino que había comenzado a buscar después de abandonar la seguridad y la protección de la comunidad.

7/3/07

23ª Entrega

La llamé y le dije que mi vida era un infierno y también que le perdonaba lo que me había hecho. No sé si por lástima o por amor, accedió y nos volvimos a ver. Era como encontrar de nuevo el cielo y todo pareció arreglarse. Sin embargo, cada vez que me ponía alguna excusa para no encontrarnos volvía a sufrir. Descubrí que los celos eran el peor sufrimiento que puede pasar un enamorado.
Afortunadamente no todo iba a ser sufrimiento y por suerte para mí, María Arroyo se iba a convertir sin darme cuenta en la persona que iba a organizar mi destartalada vida intelectual. Cuando nos encontrábamos en su casa y al calor de una copa de brandy hablábamos de la vida o del trabajo, me empezó a sugerir la posibilidad de retomar los estudios. No había vuelto a pensar en tal cuestión de una manera seria y tampoco sabía muy bien qué pasos seguir. Tenía acabado el bachillerato y para acceder a la universidad tan solo había de hacer el preuniversitario, que era el curso previo a la universidad. Ella me matriculó por libre y me orientó en lo que debía hacer y lo que debía preparar. Y volví a encontrarme con los libros, aunque en solitario y sin el aliciente de asistir a las clases.
El resultado fue el normal, no pude aprobar por culpa del griego, asignatura que resultaba absolutamente novedosa para mí, y aunque dominaba verbos y gramática, en la histórica retirada de los diez mil o de las Termópilas de Jenofonte, dejé enterradas mis ilusiones de entrar en la universidad. Sin embargo, había recuperado la ilusión por seguir estudiando y estaba convencido de que lo volvería a intentar.
Con María había vivido momentos mágicos, que con el paso del tiempo se han convertido en anecdóticos, pero no por ello exentos de encanto y aventura. Un de esos momentos fue sin duda el viaje que hicimos al Norte en su viejo seiscientos. El pequeño caballo de hierro y hojalata, duro y curtido en mil batallas, se había portado muy bien hasta llegar a Cervera en la provincia de Lérida, pero allí empezó a soltar humo y quejarse amargamente de sus dolencias. Nadie de los tres que íbamos dentro tenía idea de lo que le podía pasar, Diodoro, un paisano mío, que acababa de abandonar la comunidad de San Andrés y se dirigía a Bilbao en busca de una nueva vida, lo único que sabía de coches era que tenían cuatro ruedas. María, a pesar del mimo con el que lo había conducido, pensaba que el viejo motor se había quemado y yo, de lo único que entendía sobre coches era de chapa y ello, gracias al curso que había hecho en la escuela sindical y que en este caso no me servía para nada. Afortunadamente, alguien nos dijo que era problema del radiador y por suerte allí cerca había un taller.
Mientras lo arreglaban, no se nos ocurrió nada mejor que sobrellevar la espera cantando al compás de una guitarra, que más mal que bien aporreaba nuestro colega Diodoro, a la orilla de la carretera. Mientras recordábamos las viejas canciones del colegio, de la infancia y de siempre, más de un coche y camión se paró pensando que éramos un grupo de música con problemas y nos ofrecieron su vehículo para continuar el camino. Supongo que por aquel entonces nuestro aspecto no inspiraba temor alguno.
Por fortuna, el viaje lo pudimos reanudar al cabo de unas horas, pero cuando llegamos a Vitoria era casi la media noche.
Con mis amigos y antiguos compañeros de la comunidad, que seguían viviendo en el barrio de San Andrés, un lugar más acorde con el proyecto evangélico y su filosofía de vida que el elitista barrio del Ensanche, tenía escasa relación. De alguna manera aún no había acabado de asumir mi despido de la comunidad por la puerta falsa, aunque sin duda hubieran tenido razones y justas para hacerlo. Me costaba asumir, por mi orgullo, que yo no servía para la vida en comunidad y por ello, la relación durante el año había sido más bien fría y se había limitado a algunos compañeros en concreto y en esporádicos encuentros. Sin embargo, ellos seguían siendo mi referencia y mi familia, aunque las relaciones fueran algo frías.
Solía verme principalmente con Juanjo, uno de los que habían empezado conmigo en el Ensanche y que por razones que no acertaba a entender, seguía dentro del grupo. Lo hacíamos algunos sábados por la tarde en un local de unas monjas donde él daba clases de guitarra y a las que yo acudía con una guitarra que le había comprado a uno de los compañeros de la escuela cuando estábamos haciendo el curso de chapistería en un momento en el que el joven andaba escaso de dinero.
Lo de la música siempre había sido mi asignatura pendiente y lo sigue siendo, pero en aquellos años de juventud, aun tenía la esperanza de llegar a dominar un instrumento y poder interpretar música y melodías con la facilidad y destreza que lo hacía otra gente. Era una ilusión que había perseguido desde pequeño en el colegio, cuando me designaron para aprender a tocar el piano. Lo había cogido con ganas e ilusión, pero el hecho de que las clases fueran a la hora de los recreos había sido superior a mi ilusión y a mis fuerzas en aquellos años de infancia todavía. Y así, cada vez que aporreaba el teclado y oía a mis compañeros gritar en el patio, una fuerza interior me hacía mirar por la ventana y entonces, la envidia y el natural deseo de divertirme me hacía dudar de mi vocación musical. Un día, ya no pude más y cerré la tapa del piano y salí a jugar. Allí acabó mi primer intento y si me he arrepentido alguna vez, tampoco lo he lamentado. Más tarde, y también en el colegio, intenté tocar el laúd y la bandurria y lo único que llegué a interpretar fueron algunos acordes sueltos de la popular canción de la Tarara con la chillona bandurria.
Las clases con Juanjo tampoco fueron una excepción y aunque me afanaba lo que podía, pues sentía que el tiempo se me acababa en lo de intentar conseguir algo en el mundo de la música, lo único a lo que llegué fue a aprender media docena de posiciones con mis torpes dedos de la mano izquierda que producían algo parecido a sones encadenados. Me parece que las posturas se llamaban arpegios.
Sin embargo, éramos un grupo de jóvenes animado y nos lo pasábamos bien, aunque la figura era mi compañero Juanjo con su aire de músico inglés y su facilidad para conseguir con la guitarra emociones que hacían que a las nenas se les cayese la baba.
No sé si porque no avanzaba o porque allí era el último mono del grupo, pero un día, ya a las puertas del verano, puse fin a mis aspiraciones musicales y poco a poco, mi relación con el grupo se fue enfriando.
Por estas fechas, mi amigo Pepe, que después de la salida de la comunidad se había ido a probar la aventura francesa como trabajador, ya había vuelto y se había aposentado en Barcelona. Su retorno fue para mí un motivo de alegría y a la vez, volver a estar al lado del amigo más importante que había tenido desde los primeros días del colegio. Venía un tanto afrancesado y hasta se había comprado una chaqueta negra que era la envidia de todos por su elegancia. Esta chaqueta serviría para más de una boda en el futuro, ya que siempre que teníamos algún compromiso importante alguno de los del grupo acudíamos a él para que nos la dejara y con ello salvar el compromiso con cierta dignidad.

6/3/07

22ª Entrega

Tener el comedor tan cerca para mí era una suerte, ya que al mediodía me levantaba y cubría la necesidad de hacer por la vida y por la noche, me podía ir al trabajo con la cena ya hecha. Lo peor eran los fines de semana pues cada uno se tenía que buscar la vida por bares de comidas caseras a lo largo y ancho de la ciudad. Solíamos ir en grupo unos cuantos amigos y ya teníamos unos cuantos fichados en los que con la comida del mediodía se pasaba hasta el bocadillo de la noche sin mayores dificultades. Normalmente el plato fuerte en estos bares era el arroz tipo paella y el pollo al ajillo con la mayor guarnición posible de patatas. La peregrinación pasaba por bares en la zona de Correos detrás de la catedral, la plaza España, San Andrés u Horta y siempre que alguien daba con algo nuevo y barato, lo probábamos y si era del agrado general se le incluía en nuestra particular guía de bares baratos y populares donde comer los fines de semana.
A finales de noviembre del sesenta y nueve conocí a una persona que a lo largo de los años y sobre todo en los momentos difíciles iba a ser mi ángel de la guarda a la vez que mi seguro para no verme abocado a la mendicidad y la miseria. Mi padre, que no las debía tener todas consigo respecto a mi situación, me escribió una carta comunicándome que en el instituto de bachillerato de Santa Coloma, el Puig Castellar, trabajaba como catedrática una prima de la familia a la que yo no conocía. En la carta me animaba a que fuera a verla, supongo que pensando que me podría echar una mano. Y así fue como una tarde de un lluvioso mes diciembre de aquel año me presenté en el instituto y pregunté por ella. Afortunadamente estaba dando clases y no me tuve que ir, lo que sin duda hubiera representado no volver ya que me había costado mucho dar el paso de ir a ver a una persona a la que no conocía y sin razón o motivo justificado.
Cuando apareció me hice el fuerte y la abordé con mi timidez habitual:
- Hola, ¿eres María Arroyo?
- Sí - respondió un tanto confundida al ver ante sí un personaje desconocido.
- Yo soy tu primo - le dije de sopetón.
- ¿Qué primo? - preguntó ella que sin duda pensaba le estaba tomando el pelo.
- El hijo de Agustín y la Felicidad, de Villanueva.
- ¿De Agustín y Felicidad? No caigo.
Yo pensé que ya había metido la pata y aquella mujer no tenía ni idea de lo que le estaba hablando.
- De Palencia. Es que me ha escrito mi padre diciéndome que viniera a verte - dije ya como último recurso.
- Ah, ahora sí. ¿O sea que tú eres Pedro?
- No, Pedro es mi hermano mayor, yo soy José Manuel.
- Ya recuerdo, claro que recuerdo, pero eras tan pequeño cuando te vi.
- Yo he oído hablar de ti solamente, al único que conozco es a tu hermano Mariano.
- No te preocupes. Me alegro mucho de que hayas venido a verme y de conocernos.
Aquello me sonaba a música celestial, pues notaba que lo decía con todo el sentimiento.
- Yo he pasado ratos muy buenos en tu pueblo y en casa de tu abuela - continuó -. Tu familia es una gente estupenda.
A partir de entonces todo fue sobre ruedas y par celebrar el encuentro me invitó a tomar algo en un bar cerca del instituto. Allí conversamos largo y tendido de la familia, de la tierra y de ella y de mí. Después la acompañé a su casa, un pequeño apartamento en el barrio de la Verneda. Conducía un viejo seiscientos y a mí me pareció una mujer moderna y diferente a las que conocía hasta entonces: catedrática, haciendo su propia vida, libre, intelectual y dueña de sus actos.
Cuando aquella noche me fui a trabajar a la fábrica, lo hice con el convencimiento y la satisfacción de haber encontrado no solo a una prima sino a una amiga.
Por la fábrica, las cosas seguían su curso y ya era un experto en el manejo de la máquina de hacer conos de hilo, incluso había noches que para hacer más llevadero el trabajo, me dedicaba a producir como si trabajara a destajo y con ello ganar alguna pequeña prima de productividad. El sueldo, aunque no fuera para echar las campanas al vuelo, me daba para cubrir mis necesidades básicas y tener algo para mis pequeños vicios. En cuanto a los compañeros, me llevaba bien con todo el mundo. A veces, sobre todo los sábados por la mañana, solíamos ir un grupo a casa de uno y allí tomar unas copas. El que nos solía invitar era un señor de unos cuarenta años que vivía solo y gustaba de hacer este tipo de invitaciones. Yo solía ir en el grupo y nunca noté nada especial, pero un día en el que por alguna razón que entonces se me escapaba, nos habíamos quedado los dos solos y ante mi sorpresa, empecé a intuir que allí pasaba algo raro. Aquel hombre, en un principio trató de hacer que bebiera más de lo acostumbrado y en un momento dado, noté que empezaba a acariciarme. Me separé rápidamente, pero él seguía insistiendo y en vista de que yo no estaba por la labor comenzó a ofrecerme dinero, dos mil pesetas, para que me acostara con él, mientras decía con cara de bobalicón que no iba a pasar nada. Yo, que en mi vida me había visto en tal aprieto y no estaba acostumbrado a recibir tales propuestas ni me apetecían lo más mínimo aquel tipo de relaciones, llegué a sentirme tan ofendido por la petición que para zanjar aquella situación con dignidad le dije:
- Pensaba no solo que éramos compañeros sino amigos, pero me has ofendido tanto que a partir de ahora habré de plantearme si dirigirte la palabra o no.
Aquello surgió su efecto y pude salir de la casa sin sufrir ningún percance y a partir de entonces, aunque nos seguimos hablando y saludando, me trataba con un cierto recelo y un respeto.
No lo comenté con nadie por la vergüenza que me daba y tardé en aceptar que me hubiera hecho tal proposición. Por aquel entonces, según los cánones culturales, ser homosexual era algo antinatural y yo, desconocedor de muchas cosas sobre el mundo de la homosexualidad, los consideraba como unos degenerados y unos enfermos tal como siempre había oído.
Mientras tanto, mi vida sentimental ni avanzaba ni dejaba de avanzar. Cada día estaba más enamorado de María Luisa y no pasaba día sin que la llamara por teléfono y sábado o domingo, que no le pidiera de salir al cine, a pasear o simplemente ir a un bar y estar toda la tarde a su lado. A veces accedía a mis peticiones y salíamos, pero otras veces me daba plantón y yo la esperaba tardes enteras hasta ver que volvía a casa. Una de aquellas tardes de espera interminable, yendo de un sitio para otro para no parecer un sospechoso a la gente del barrio, la vi llegar en un coche que conducía un hombre. La sangré se me agolpó en la cabeza y el corazón empezó a latir aceleradamente. Me puse muy nervioso. No podía dar crédito a lo que veían mis ojos, me estaba engañando con otro. La llamé enseguida por teléfono desde una cabina y tratando de parecer normal le pregunté:
- ¿Dónde has estado, que te he estado esperando toda la tarde?
- Dando una vuelta con unas amigas - mintió ella.
- ¿Te lo has pasado bien? - seguí con toda la sangre fría que de la que pude hacer acopio.
- No ha estado mal.
Ya no pude más y salté encendido como si algo me quemara por dentro.
- Me estás mintiendo, te he visto llegar en un coche.
- Lo siento - dijo a modo de excusa.
Y le expliqué todo lo que había sufrido aquella tarde esperando y, sobre todo, cuando la había visto bajar del coche que conducía un hombre.
Ella trató de calmarme, pero yo estaba tan dolido que no atendía a razones y menos, si lo que estaba tratando de decirme era que no existía ningún compromiso entre los dos.
Cuando salí de la cabina, me sentía el hombre más desgraciado de la tierra, el más inútil, el más engañado, el más triste.
Durante unos días no volví a llamarla. Intentaba hacerle ver el daño que me había hecho, pero lo único que conseguía era sufrir más. No podía dejar de pensar en ella y no me quedó más remedio que buscar una manera de reconducir la situación. Era tal mi inseguridad y mi miedo, que pensaba que si ella no me aceptaba de nuevo, mi vida volvería a ser un fracaso.

5/3/07

21ª Entrega

Compusimos la figura y entonces me di cuenta de que seguíamos en la calle, medio ocultos y perdidos entre las sombras de la noche como dos furtivos. La muchacha volvió a su mutismo y sin decir nada comenzó a caminar. Me puse rápidamente a su lado y la cogí de la mano. Así, como dos enamorados fuimos andando hasta las proximidades de su casa sin decirnos nada. De pronto, se paró y se volvió hacia mí, me miró con sus ojos misteriosos y profundos y me dijo:
- Será mejor que no me acompañes hasta la puerta. Puede estar mi novio esperándome.
Me soltó la mano y salió corriendo. Yo me quedé viendo como se iba sin dar crédito a lo que acababa de oír. En aquel momento la hubiera seguido al fin del mundo y seguro que lo hubiera dejado todo por ella, pero no me moví y no la seguí. En mi interior todavía no me acababa de creer lo que me había pasado.
Volví sobre mis pasos y caminé montaña arriba hasta llegar a mi casa. Aquella noche me costó dormir más de lo habitual. En mi interior se empezó a librar una batalla ética que no me dejaba conciliar el sueño: había traicionado a María Luisa y ya no estaba seguro de nada en mi vida amorosa.
Al día siguiente, después de la noche en blanco, estaba ansioso por volver a la fábrica y ver que actitud tenía aquella muchacha, que me había encandilado con su despedida tan apasionada y emotiva. No tardé en comprobar que solo había sido un adiós, pues por mucho que la miré y la observé no me dedicó ni una mirada en toda la tarde.
Aunque más de una vez me he acordado de ella y me hubiera gustado volverla a encontrar, nunca más volvimos a vernos y ni tan siquiera me llegó a decir su nombre.
Cuando acabó el tiempo de aprendizaje, me pasaron al turno de noche, de diez a seis de la mañana, y me pusieron al frente de una máquina. Echaba de menos a la mujer que me había enseñado y a las compañeras pululando a mi alrededor, pero pronto me hice a la nueva responsabilidad y empecé a relacionarme con un grupo de gente diferente ya que por la noche solo trabajábamos hombres. Allí había desde el que llevaba toda su vida en el ramo del textil hasta los que como yo y un par de jóvenes más empezábamos para tomar el relevo de los mayores.
Uno de los jóvenes, con el que pronto hice amistad, era una muchacho valenciano que había entrado porque su tío, un homosexual con aficiones musicales, trabajaba en la empresa. También había entrado un muchacho que quería ser cantante de flamenco y asistía a clases de voz por las tardes, según nos contaba.
Con el muchacho valenciano, Francisco, que era un joven apuesto y sin ningún complejo hice una buena amistad y el hecho de ser los benjamines de la fábrica en el turno de noche nos daba una cierta relevancia pues siempre estábamos dispuestos para lo que fuera a la hora de trabajar y lo hacíamos con alegría y sin titubeos.
El trabajo de noche era mucho más aburrido que por la tarde y las horas no parecían correr, además estaba el hecho de tener que dormir de día y al principio resultaba extraño. Con el tiempo, encontré que tenía sus ventajas al disponer de toda la tarde y poderla dedicar a intentar ver a María Luisa, hecho este, que por alguna razón que se me escapaba, a ella no le apetecía tanto como a mí.
Entre la gente que trabajaba de noche había un muchacho, algo mayor que yo, con el que trabé una cierta amistad, aunque más tarde me di cuenta que había sido él el que se había acercado a mí con otras intenciones que las de hacer amistad. Cuando tuvo la suficiente confianza me ofreció la posibilidad de irme a vivir a su casa. Las condiciones económicas eran mejores que las que tenía y la proximidad al trabajo me iba a evitar el hecho de coger autobuses y caminar montaña arriba. Acepté encantado, aunque pronto me arrepentí del cambio. El muchacho, un joven neurótico y con algunas paranoias, vivía con su madre. Era una mujer extraña, dominadora y a la vez protectora, que le cuidaba como si fuera su bebé y como si fuera un cerdo. Cuando volvíamos del trabajo a la seis de la mañana le tenía preparado un almuerzo digno de Epulón con carnes de todo tipo, embutidos, potajes y otras viandas. El joven comía hasta reventar mientras la madre le miraba satisfecha. A mí nunca me invitaron ni a un vaso de agua, aunque solo de ver comer al muchacho ya me daban náuseas. Pienso que la mujer me hacía aguantar durante el tiempo que duraba la diaria comilona por el simple hecho de demostrarme lo bien que cuidaba de su hijo, mientras intentaba convencerme de que yo, que tenía estudios, hiciera algo para ayudarla a recuperar a otro hijo que se le había ido de casa y no sabía nada de él. Quería que escribiera a programas de radio explicando su problema y diciendo lo mucho que estaba sufriendo y lo triste que se encontraba. Nunca llegué a implicarme en sus historias, pues aunque la ausencia del hijo fuera cierta, pensaba que viviendo con una madre como ella todo era posible, hasta salir huyendo con lo puesto. Lo que no entendía era el comportamiento del hijo que vivía con ella: el trabajo, comer como un cerdo y encerrarse en un cuartucho donde decía estudiar electrónica por correspondencia.
Pronto empecé a sentirme mal, no solo por el trato de aquella mujer que era tan desagradable y ruin como para vigilar si tenía la luz encendida más del tiempo necesario para desvestirme al ir a dormir o tenerme a la puerta de la calle hasta que le daba la gana abrir, porque nunca me quiso dar una llave, sino porque comencé a creer que estaba loca y en cualquier momento me podía meter en algún lío. Así, y sin decir nada por si las moscas, me busqué un nuevo sitio para vivir y una tarde, después de saldar lo que debía, salí pitando de aquel horrendo sitio y abandoné la compañía de aquella extraña pareja. A partir de entonces, el muchacho no me volvió a dirigir la palabra en el trabajo y aunque no me pareció normal, tampoco le di demasiada importancia ya que seguía pensando que algo raro le pasaba.
Me fui a vivir de nuevo al ensanche a casa de una mujer viuda que tenía habitaciones alquiladas. Allí vivía mi amigo Antonio con el que iba a compartir habitación, y un muchacho valenciano, con un ramalazo de homosexual impresionante, pero persona respetuosa y atenta como el que más.
Aquello ya era otra cosa, el barrio, los compañeros, incluso la patrona, una tal señora María, a la que cariñosamente llamábamos Catalina. Esta mujer era una viuda amable y simpática que siempre tenía un saludo dispuesto y una taza de café. Solía fumar como un carretero y a veces, del cigarrillo que llevaba entre los labios, le caía la ceniza sin que se enterara. Era una gran conversadora y disfrutaba contando aventuras y chascarrillos de su juventud o escuchando las nuestras que no solían ser tan interesantes. Jamás se enfadaba, ni tan siquiera la vez que apareció quemado el sofá. Tampoco se metía en nuestros asuntos, ni controlaba las idas y venidas de los inquilinos.
Antonio, mi amigo y compañero desde los diez años en el colegio, había empezado a estudiar peritaje en la escuela Industrial que se encontraba a dos manzanas de la pensión y había sido él quien me había ofrecido la posibilidad de trasladarme. Gracias a él empecé a introducirme en el mundo estudiantil, aunque solo fuera de manera parcial. Por aquel entonces, Barcelona era una ciudad plagada de jóvenes estudiando oficios y carreras, que habían venido de fuera y que solían vivir como Antonio o yo, de inquilinos en alguna casa. También era una época en la que el dinero solía escasear, sobre todo en colectivos como el de los estudiantes, y por ello una inmensa mayoría nos concentrábamos cada mediodía y cada noche en los bien o mal llamados comedores del SEU que estaban ubicados por aquellos años en unos bajos de la mastodóntica Escuela Industrial de la Calle Urgell. Se servían comidas y cenas todos los días de la semana excepto sábados y domingos y aquello parecía la cola del racionamiento después de la guerra o las colas de los pobres en albergues en pos de la sopa boba. Los abonos semanales costaban ciento ochenta pesetas por la comida y la cena, por lo que salía cada menú a dieciocho pesetas. La comida no estaba mal, pues constaba de dos platos y postre, y aunque era de rancho y sin ningún lujo, se solía dar buena cuenta de ella, sobre todo después de haber estado haciendo cola de una a dos horas para acceder al preciado banquete. Lo peor era cuando los encargados se ponían legalistas y empezaban a pedir carnets de estudiante, ya que aquello era un servicio par estudiantes, y había que hacer uso de la imaginación para aquel día no quedarse sin comer. La excusa que mejor funcionaba era la del olvido en casa o cosas parecidas.

2/3/07

20ª Entrega

No tardé en superar la situación, sobre todo cuando volví a ver a María Luisa, bella y radiante como una flor. La encontré algo distante en un principio, como si los dos meses de separación hubieran enfriado nuestra relación. Cuando le expliqué mi nueva situación, pareció sentirse culpable. Le hice ver que ya no tenía arreglo y que nada más contaba con ella para salir adelante. Aquello pareció confundirla aún más y pensé que lo mejor era no meterle más presión. Las horas que pasé con ella me aliviaron lo suficiente como para volver a mi exilio en la montaña contento, sin embargo, en aquel momento tan solo le podía ofrecer amor y bonitas palabras. No tenía trabajo, no tenía perspectivas de encontrarlo, tan solo tenía ilusión, mucha ilusión, y aunque de ilusión también se vive, se necesitaba algo más, como dinero, comida, una cierta estabilidad.
Un buen día, me ofrecieron la posibilidad de demostrar todo lo que había aprendido en la escuela de formación profesional. Se trataba de un trabajo como soldador en una fábrica ubicada en Sabadell. Tomé el tren de cercanías dispuesto a todo y después de un par de horas de buscar encontré el lugar. Curiosamente, no había nadie trabajando, tan solo un encargado, no sé si porque era fiesta o porque se habían ido a comer.
El hombre que me atendió me dijo de qué se trataba y me pidió que le hiciera una prueba de lo que sabía hacer. Una vez más, el miedo a hacerlo mal me venció y empecé a poner excusas como que no había traído la ropa adecuada y cosas por el estilo. Aquel hombre, que parecía tener interés en que cogiera el trabajo, me proporcionó un mono para hacer la prueba. Mientras dudaba si ponérmelo o no en un frío vestuario, por mi cabeza pasaron cientos de ideas y de dudas, como verme trabajando en una fábrica, como verme siempre haciendo lo mismo, pero sobre todo una, el miedo a hacerlo mal y fracasar. Era algo superior a mis fuerzas. Salí del vestuario y aquel buen hombre todavía insistió, pero yo ya había tomado la decisión. Me fui dándole las gracias por la paciencia que había tenido conmigo y aún recuerdo como me dijo que estaba seguro de que lo podía hacer bien. No tuve valor.
Cuando me encontré solo en la calle, renegué de todo y contra todo, principalmente contra mí mismo por no haberme decidido a hacer la prueba. Sentado en la acera de una calle y apoyando mi espalda contra una pared me comí el bocadillo que me había preparado la patrona. Volví a coger el tren y me dejó en San Andrés. Sin nada mejor que hacer y con ganas de olvidar la negativa experiencia vivida me metí en el cine. La película me importaba poco, pero me alegré de que fuera Boinas Verdes de Jhon Wayne con toda su carga de fascismo y de imperialismo americano. Necesitaba sacar de mi corazón toda la rabia que llevaba dentro y aquella película en la que los buenos, los americanos, hacían todas las salvajadas habidas y por haber, pensé que me podría ayudar. No sé si lo hizo, pero me ayudó a olvidarme de mi fracaso y me entretuvo hasta que llegada la noche volví a mi exilio. Nadie me preguntó cómo me había ido y a nadie le importaba mi pena y mi situación.
Con el paso de los días me fui animando y aunque no veía a María Luisa todo lo que yo hubiera deseado, pues parecía que me estuviera esquivando, si comencé a relacionarme con alguno de los antiguos compañeros que como yo se habían quedado por Barcelona. Antonio, que era uno de ellos, seguía trabajando en la empresa textil y Juanjo seguía en la comunidad de San Andrés. Pepe y Alfredo habían marchado a Francia y habían buscado trabajo por allí. También empecé a relacionarme con alguno de los nuevos que habían venido a la comunidad y ello me ayudó a soportar mejor la soledad y el abandono en el que me veía sumido. Angel e Ildefonso resultaron ser los más solidarios y de vez en cuando me invitaban a comer en la comunidad, cosa a la que no me negaba, pues pensaba que habían sido muchos los años que había vivido con ellos y los lazos que me unían aún eran lo suficientemente fuertes como para no cortarlos del todo.
A mediados de noviembre, cuando mis reservas económicas estaban a punto de agotarse, la suerte llamó a mi puerta en forma de trabajo. Entré a trabajar en la fábrica textil en el lugar que había dejado mi amigo Antonio. Aquello venía a ser para mí un regalo del cielo.
Las tres primeras semanas estuve como aprendiz a las ordenes de una mujer ya mayor, pero increíblemente guapa y protectora. Siempre me ha perseguido esa especie de sino de que la gente ha intentado protegerme. Pienso que mi aire desvalido tenía bastante que ver o tal vez fuera mi aspecto de persona a la que se podía engañar o manipular. Nunca he sabido el por qué, pero es una sensación que he sentido a lo largo de mi vida en diferentes ocasiones y momentos. Aquella mujer me trataba como una madre, mientras me enseñaba el oficio. Se preocupaba de espantar a las muchachas que en el turno de mañana y tarde eran mayoría y si alguna se ponía más pesada de la cuenta, mostraba su genio como si fuera una tigresa defendiendo a su cría. Yo era la novedad en un mundo donde solo había mujeres y algún encargado, que aparecía de vez en cuando a solucionar algún problema con alguna máquina, y era normal que fuese el centro de atención de sus miradas y cuchicheos. Jóvenes como eran, estaban allí por ganar algo de dinero y con ello, ayudar en casa, pero por su forma de hablar y de pensar en el futuro, más bien parecía que estuvieran esperando que alguien las sacara de allí y las ofreciera una vida más placentera y tranquila. Yo me encontraba un tanto acobardado y cuando al salir del trabajo o en la hora del bocadillo alguna me abordaba y me preguntaba dónde iba a bailar el fin de semana, me tenía que inventar una mentira creíble que consistía en decir que los fines de semana los pasaba estudiando y preparándome para entrar en la universidad. Lo hacía sobre todo porque con ello me evitaba dar negativas y también porque los fines de semana los dedicaba a María Luisa cuando ella tenía a bien salir, que no era tanto como yo deseaba.
De todas las muchachas que trabajaban en el turno de tarde, había dos que mostraban un interés especial por mí. Una intentaba darme celos haciéndome creer que tenía un novio que llevaba un coche mercedes, cuando yo sabía que no salía con nadie y lo que decía lo hacía para sentirse como las demás y no un bicho raro o un patito feo. En realidad no me atraía lo más mínimo y cuando me explicaba sus cosas la escuchaba atentamente sin hacer comentarios que pudieran herirla, pero en el fondo me daba un poco de pena. La otra, sin embargo, era diferente. No hablaba nunca y tan solo se limitaba a mirar furtivamente con unos ojos grandes y profundos que parecía que me iban a traspasar. Solía hacer el viaje de vuelta a Santa Coloma en el mismo autobús que yo y cuando llegaba su parada, se bajaba. No decía nunca adiós, pero yo sabía que se quedaba mirando el autobús en que yo seguía hasta que se perdía de vista. Una noche, en uno de estos viajes, unos días antes de que me cambiaran de turno, volvíamos los dos en el autobús como cada día. Yo la observaba sin demasiada atención como hacía normalmente pues ya sabía su manera de ser, pero aquel día, ante mi sorpresa, vi que no se bajaba en la parada habitual y que seguía en el autobús. Al llegar al final descendió y se colocó a mi lado empezando a caminar junto a mí, como si fuéramos en la misma dirección. En un principio pensé que su actitud obedecería a cosas suyas y que tal vez aquella noche tuviera que ir a algún lugar diferente. Pero allí seguía, a mi lado sin decir palabra y sin intención de cambiar de dirección. Algo confundido decidí preguntarle:
- ¿Te ocurre algo?
- Nada - creo que era la primera vez que la oía hablar.
- Lo digo porque me parece raro verte por aquí.
- Ya me lo imagino - contestó.
Estábamos a la altura de la iglesia. La calle, a penas iluminada, encontraba desierta. Nos encontrábamos al lado de una iglesia y parecíamos dos sombras en la oscuridad. A pesar de ello, noté un brillo distinto en sus ojos y un ligero temblor en sus labios.
- Si vais a alguna parte y quieres que te acompañe, no tengo inconveniente - le dije para aclarar aquella situación que comenzaba a ser engorrosa para mí.
- No voy a ninguna parte, tan solo quiero acompañarte para despedirme de ti antes de que te cambien al turno de noche.
Aquella respuesta me dejó atónito. Me encontraba allí, en medio de la oscuridad, delante de una muchacha que me miraba atentamente con unos ojos oceánicos. Le tendí la mano para despedirme pero ella me dijo:
- No, así no.
- Entonces, ¿cómo?
Me echó los brazos al cuello y busco mis labios. Empezó a besarme. Pronto respondí a su caricia arrastrado por la pasión que no tardó en embargarme y convertirme en una especie de poseso. Abrazaba su cuerpo y lo apretaba contra el mío como si en ello me fuera la vida. La excitación nos dominaba y nuestros cuerpos empezaron a restregarse y rozarse con tanta fuerza que parecía que nos quisiéramos fundir el uno en el otro. Cuando nos llegó el orgasmo, nos distendimos y seguimos abrazados durante unos segundos. Ella temblaba como una hoja y mis piernas estaban a punto de doblarse. La miré a los ojos y en ellos había dibujada una sonrisa, creo que era la primera vez que la veía sonreír.