15/2/07

10 ª Entrega

Durante un mes y medio fui compaginando el trabajo en el taller con la vida en la comunidad, que desde el punto de vista de apostolado no acababa de arrancar. Tampoco nosotros sabíamos muy bien cómo podríamos encajar en el desconocido y complejo entramado social de una ciudad como Barcelona, y más, viviendo tan lejos de los puntos donde la vida no era ni fácil, ni tan siquiera prometía serlo a corto plazo. Los barrios dormitorio de la periferia y las ciudades de los alrededores, era evidente que no disfrutaban de los mismos privilegios en aspectos urbanísticos, en equipamientos sociales y en calidad de vida. Por todo ello resultaba difícil, me imaginaba, dar el primer paso o saber hacia dónde había que darlo.
En cuanto al grupo que habíamos formado para poner en marcha la experiencia de apostolado en consonancia con los tiempos se podía decir que le faltaba una cabeza pensante que marcara las pautas ya que cada uno de nosotros éramos hijos de nuestro padre y de nuestra madre y, por educación y tradición, necesitábamos que alguien nos dijera lo que teníamos que hacer. El hecho de que de golpe nos hubieran dejado sueltos, propiciaba que cada uno campeara a sus anchas sin tener que dar cuentas a nadie y los más espabilados le echaban cara a la vida y pasaban las horas sin pegarle un palo al agua o lo que era lo mismo, viviendo de gorra y aprovechándose del esfuerzo de los que hacíamos algo, aunque solo fuera material, por sacar adelante la comunidad y el proyecto.
También había el pequeño grupo de dos o tres personas que retomaron sus estudios con vistas a ordenarse sacerdotes más adelante y éstos por razones obvias, dedicaban la mayor parte de su tiempo a su preparación teológica o universitaria.
Curiosamente, siendo un grupo tan numeroso, nos relacionábamos por edades o más exactamente, por grupos naturales procedentes de los cursos en los que cada uno de nosotros habíamos estado encuadrados en el colegio. Así pues, había cuatro grupos diferenciados y dos sacerdotes que hacían las veces de superiores o directores. Era, en definitiva, como una traslación del colegio a un piso de la ciudad, pero sin la disciplina rígida del colegio donde cada segundo estaba destinado a algo concreto.
De los superiores, el más próximo a mi sensibilidad y mi manera de ser era Enrique y mi relación con él era distendida y amistosa. Era una persona que me daba tranquilidad y confianza y debido a esa confianza yo seguía esperando que algún día empezaríamos a hacer cosas para cambiar el mundo, aunque solo fuera un poquito. Sin embargo, Salomón, el otro sacerdote gastaba más mala uva y era el que de vez en cuando nos daba alguna bronca, sobre todo por asuntos económicos, y nos ponía firmes cuando alguno se pasaba o se salía de madre. En cierta ocasión, con una pequeña parte de las cuatrocientas pesetas que teníamos de asignación mensual para viajes y gastos personales hice una pequeña inversión en una quiniela de fútbol y me tocaron unas dos mil pesetas. Yo pensaba que aquel dinero me pertenecía ya que había salido de mi asignación personal, pero cuando Salomón tuvo noticia de ello, hizo que lo entregara para el fondo de la comunidad. Estaba claro que yo desconocía lo que era vivir en comunidad, pero, aunque me dolió darlo, entendí que así debía de ser.
La escasez de medios económicos con la que contábamos no era como para lanzar cohetes y a más de uno se le despertaba el ingenio y buscaba la forma de sisar algunos duros para poder tener un poco más de solvencia. Yo no podía ni pensar en tal solución ya que era tan mísera mi paga como artesano de ornamentos navideños que de haberlo hecho bien hubieran podido pensar que trabajaba por la cara. Sin embargo, administrando las cuatrocientas pesetas aún tenía para ir al cine los fines de semana y tomarme de vez en cuando una caña en la plaza Real o en la bodega del barrio. No tenía otros vicios y, menos mal, ya que hubiera resultado difícil mantenerlos con el poder adquisitivo del que disponía.
Sobre las penurias económicas, recuerdo ahora lo que hizo un mes mi compañero Alfredo. Durante los largos treinta días tan solo gastó dos pesetas y cincuenta céntimos por día laboral que era lo que costaba el billete de ida y vuelta en el metro si se sacaba antes de las ocho de la mañana. Con lo que ahorró aquel mes interminable se pudo comprar unos pantalones de vestir, que dicho sea de paso no le quedaban nada bien, pero él se sentía muy a gusto con ellos, incluso teniendo que soportar las bromas que al respecto le estuvimos gastando todos durante unos cuantos días.
Yo seguía yendo al taller cada mañana. Con el paso de los días, me convertí en un experto artesano en la elaboración de objetos navideños y ya le había cogido gusto a aquel trabajo. Las relaciones con los demás operarios se habían incrementado para bien y, marcadas las posiciones, ya no tuve que vivir más situaciones como la que me había tocado la mañana que fui maravillosamente violentado por la mujer de los grandes pechos. Aquel hecho tardé unos cuantos días en borrarlo de mi mente y más de una noche, en la intimidad del cuarto y en el silencio oscuro, me produjo algún quebradero de cabeza y me hizo pensar cosas que, dada mi condición de aspirante a sacerdote, no estaban bien por lo que tenían de atentado contra el sexto mandamiento. Sin embargo, las aguas volvieron a su cauce y con el paso de los días lo olvidé, aunque he de reconocer que sentía alguna pequeña envidia cuando la veía tontear con el muchacho de la Barceloneta. Tal vez sin yo saberlo, aquello eran celos, pero la cosa no me llegó a traumatizar lo más mínimo. Como iba diciendo, formábamos un grupo alegre y que, historias personales a parte, nos lo pasábamos muy bien, a pesar de las doce o catorce horas que a veces nos tocaba de trabajar. Sin duda, la falta de competitividad y la imposibilidad de escalar en la empresa ayudaba a ello, ya que todos, salvo el encargado, teníamos la misma categoría y todos, cuando acabara la campaña de Navidad, nos iríamos otra vez a la calle y nos volveríamos a quedar a verlas venir.
Lo del despido se produjo un par de días antes de Navidad. Una tarde apareció el dueño del negocio disfrazado de personaje oriental y haciendo gala de su condición de homosexual. Se paró ante nosotros y con voz de mariquita nos preguntó:
- ¿Estoy guapa?
No nos pusimos a reír por respeto o por miedo, no lo sé, pero tuvimos que hacer un enorme esfuerzo para no soltar una estruendosa carcajada. Sin embargo, nadie se atrevía a decir nada y la situación se había convertido en embarazosa. Menos mal que el encargado, que como ya he dicho era persona seria y cabal, se atrevió a decir:
- Sí, muy guapa.
- Es que hoy tenemos una fiesta de disfraces en el club y quería que me vierais antes. Me alegro de que os guste.
A mí me pareció algo horrible y descabellado ir vestido de aquella guisa, pero me cuidé muy mucho de expresar mi opinión. El jefe, no sé si satisfecho por la impresión que había causado en el grupo de sus asalariados, nos dio a cada uno cien pesetas como paga extraordinaria de Navidad. Después se fue más contento que unas pascuas y nosotros pudimos dar rienda suelta a la risa que hasta entonces habíamos reprimido a duras penas.

No hay comentarios: