23/2/07

16ª Entrega

Para Semana Santa hubo una pequeña novedad que consistió en acompañar a uno de los sacerdotes como ayudante y lector en los oficios en una parroquia de monjas que regentaban un psiquiátrico en el barrio de Horta. Casi me había ofrecido voluntario cuando lo comentaron. Aquello de leer en público era todo un reto para mí que era bastante tímido y tenía un fuerte sentido del ridículo. Pensé que dado que nadie me conocía podía ser una buena oportunidad para liberarme de mis fobias en ese campo. La experiencia fue un éxito personal ya que superé la prueba con brillantez y además me sirvió para afianzar mi confianza y mi autoestima. Además, leer el Evangelio de la Pasión de Cristo siempre había sido para mi un ejercicio reconfortante ya que narrativamente hablando es una historia muy bella y llena de altruismo y generosidad por parte del protagonista que, como nos habían contado, había muerto por salvarnos a todos del pecado. Dejando a un lado las cuestiones religiosas, la Biblia, libro que había leído cuando era más joven, me había parecido siempre de una fabulación y una imaginación fuera de lo común, que además podía llegar a enganchar mejor que cualquier novela de aventuras, supongo que por el componente cultural y religioso en el que nos habían educado.
De las lecturas de los cuatro evangelistas, mi favorita era la de San Mateo, aunque no sabría decir por qué, pero siempre me había identificado más con el Evangelio de Mateo que con ningún otro, quizá porque para mí era el más novelesco si se puede usar este calificativo al hablar de los evangelios.
A parte del ejercicio de leer que ya me compensaba, las monjas eran muy detallistas y acabada la ceremonia nos obsequiaban con un desayuno si era por la mañana o una merienda si era por la tarde el oficio. Aquello también me pareció interesante, pues pensaba yo que era una buena manera de agradecer el trabajo realizado para que ellas y los enfermos pudieran vivir un poco más el misterio de la muerte de Cristo.
No fue la última vez que volví al barrio de Horta. Allí, la congregación seguía llevando la parroquia de San Francisco Javier y controlaban no solo la parte religiosa y litúrgica sino también la organización y funcionamiento de grupos de jóvenes. Había para ello un centro cultural en el que se reunían muchachos cristianos y no cristianos y organizaban actividades, salidas, fiestas y otros actos. Cuando nos invitaban, solíamos ir, pues allí se daba cita un tipo de juventud sana y alegre.
En cierta ocasión organizaron una ginkana, juego, si así se puede decir, que yo desconocía. Se trataba de ir superando pruebas en distintos puntos de la ciudad donde un control supervisaba y daba fe de que la prueba había sido pasada correctamente. Normalmente eran pruebas con una cierta dificultad, sobre todo por lo ingeniosas, disparatadas o atrevidas que resultaban.
El juego se hacía por parejas y a mí me tocó con una joven llamada Joaquina, que se hacía llamar Quini. Ella conocía bien la ciudad y ello era parte de precio, porque yo aún estaba un tanto pez a la hora de identificar ciertos lugares.
No tuvimos mucha suerte a la hora de los resultados finales, pero nos lo pasamos muy bien y nos reímos lo nuestro cuando la ginkana hubo acabado y cada uno contaba las peripecias vividas. Una de estas peripecias y de la cual fui protagonista, tenía mucho que ver con lo disparatado de algunas pruebas. Se trataba de presentar un huevo real y, ni corto ni perezoso, entré en un quiosco bar que había al final de las Ramblas. Detrás de la barra, el camarero atento y servicial, me preguntó:
- ¿Qué va a ser?
- ¿Tiene usted huevos? - les espeté sin pensar detenidamente lo que decía.
El hombre empezó a cambiar de color. Entonces me di cuenta de mi insidiosa y desconcertante pregunta. Reaccioné y le aclaré la petición:
- Perdone, huevos de gallina.
Le volvió el color y hasta esbozó una bobalicona sonrisa.
- No, no tengo - dijo algo más sosegado.
Le di las gracias y salí lo más raudo posible. Cuando se lo conté a mi compañera que se había quedado esperando fuera, nos reímos a gusto.
Finalmente, encontramos el famoso huevo, que nos salió casi tan caro como una gallina, pero habíamos superado la prueba con creces. Aunque, después nos enteramos al contarlo, que hubiera bastado con haber presentado un huevo dibujado con una corona. Analizando el aspecto semántico, sin duda era correcto, pero no era lo mismo que presentar uno de verdad.
Con los jóvenes de Horta hicimos el primer viaje al Montseny y algunas excursiones más, bastante interesantes, pero por alguna razón que nunca llegué a descubrir, no llegamos a integrarnos del todo y, poco a poco, la participación en sus actividades se fue diluyendo hasta dejar de existir. Supongo que habíamos llegado con demasiadas ínfulas y ellos, al fin y al cabo, no nos necesitaban para nada o para muy poco, pues ya tenían el grupo formado y funcionando desde hacía tiempo.
Sin embargo, aquel barrio iba a seguir formando parte de mi historia en mi primer año en Barcelona, ya que tuve que volver a menudo, aunque esta vez por razones laborales. Se trataba de dar clases particulares a un muchacho que tenía problemas con el aprendizaje de la lengua. Era uno de esos casos en los que la cerrazón era tal que resultaba difícil, por no decir imposible, conseguir que el muchacho entendiera lo mínimo y elemental para utilizar de una forma medianamente aceptable el lenguaje, sobre todo de manera escrita.

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