7/2/07

3ª Entrega

Al pasar a su lado no pude por menos que tener un recuerdo de agradecimiento al gran héroe que había sido y por lo que había representado para la historia de la humanidad y la historia de España. Sin duda, por aquella época yo todavía estaba bajo el influjo de la grandeza del imperio y todas aquellas pamplinas nacional-católicas con las que nos habían estado llenando la cabeza desde que aprendimos a andar como aquel que dice. Resultaba fascinante formar parte de un pueblo que había conseguido tantas y tantas cosas grandes y había sido el baluarte de la cristiandad en medio mundo. Ahora, con la perspectiva del tiempo y el paso de los años me doy cuenta de lo fácil que resultaba en aquellos años de miseria manipular las mentes de unos muchachos y hacernos creer que éramos unos afortunados por haber tenido la suerte de nacer en el suelo sacrosanto y tocado de la mano de Dios que era España.
Cuando montamos en las golondrinas, barcos de recreo que paseaban y siguen paseando turistas por el puerto de Barcelona, no me hubiera importado haber revivido las aventuras de aquel hombre que subido en su férreo pedestal me contemplaba desde las alturas y del que me resultaba difícil apartar la mirada. De pronto aquella especie de barquichuelo ideado para transportar el mayor número de personas se paró y bajamos alegremente todos los que aquella mañana no parecía que tuviéramos nada especial que hacer si no era pasear. Aquello era el rompeolas, final de recorrido del barco de recreo. Algunos turistas ya hacían cola esperando para subir al barco que nos había traído a nosotros. Eso me hizo pensar que para volver a la ciudad habríamos de hacer lo mismo. Desde el rompeolas se veía el mar, inmenso e interminable, tan solo alterada su quietud por la silueta de algún barco. Aquella mañana estaba tranquilo y se notaba porque las olas al chocar apenas si levantaban espuma. Ello propiciaba que algunos pescadores estuvieran tirando la caña desde los bloques de cemento que formaban la barrera contra la furia del agua. Deduje que debía de ser una práctica habitual lo de pescar en aquellas aguas ya que algunos tenían sillas y asientos rústicos sobre los bloques de hormigón. Los contemplé durante unos minutos, y aunque es una actividad que nunca me ha atraído, siempre he admirado la capacidad de aguante y saber esperar que tienen los pescadores a caña. Son capaces de estar horas repitiendo el mismo ritual tan solo con la esperanza de que algún pez goloso o ingenuo se agarre a la trampa mortal que hay al extremo del hilo: el anzuelo. Lo de cazar o pescar siempre me ha parecido algo bestial e inhumano, sobre todo la caza, pero por otra parte no deja de ser un hábito heredado de nuestros antepasados cuando su primer y principal modo de vida era la caza y la pesca.
El rompeolas era una larga barrera artificial por la que discurría una carretera y servía de protección a una parte importante del puerto de Barcelona. Me pareció una obra impresionante y resultaba difícil calcular la cantidad de bloques que se habían necesitado para hacerlo, aunque reconozco que me hubiera gustado saberlo por aquello de saciar mi curiosidad y de paso reafirmar la idea de que el hombre es capaz de hacer todo lo que se propone aunque a veces pueda parecer imposible a los ojos de un muchacho. Tendría cerca de dos kilómetros de largo, pensé.
Durante un buen rato anduvimos saltando entre las piedras, poniendo a prueba nuestra agilidad y buena forma física. Todavía éramos unos niños que no habíamos cumplido los dieciocho años y la vida había sido generosa con nosotros, pues a pesar de haber nacido en pueblos olvidados de la España profunda, habíamos tenido la oportunidad de estudiar y crecer en un seminario y con ella, abandonar la con toda seguridad posibilidad de haber seguido los pasos de nuestros progenitores, es decir, trabajar la tierra por un futuro de miseria, que era lo que les había tocado a nuestros padres.
Cuando el padre Jesús consideró que ya habíamos disfrutado bastante nos reunió para volver a casa. De nuevo subimos a uno de los barcos de paseo que llegaba cargado de turistas y gente ociosa como nosotros y volvimos a tierra firme. El primer contacto con la ciudad había sido interesante a la vez que típico, pues habíamos visto lo más conocido de la ciudad en aquellos años: las Ramblas y el puerto.
Aquel primer día en Barcelona de finales de septiembre iba a ser el comienzo de una larga y hermosa relación entre la ciudad y yo, y a fe mía que había comenzado con buen pie pues tan solo llevaba unas horas y ya me parecía la ciudad más bonita, moderna y maravillosa del mundo. También es verdad que no conocía muchas, pero en alguna había estado y nunca había sentido la sensación que tuve aquella mañana. Era fácil de recorrer y por cada calle que se pasaba había algo digno de admirar. Además, la gente iba a su aire y el hecho de poder ir libremente sin que nadie te conociera o te controlara era algo que a mi edad tenía un valor especial. De alguna manera empezaba a ser libre, aunque estuviera sometido a unas normas dentro del grupo, y era una forma de empezar a vivir y a descubrir la vida que ni en mis más ocultos sueños había imaginado.
Durante el viaje de vuelta en un abarrotado metro comprobé lo que era el calor humano. Era la hora de volver a comer y la experiencia de viajar apretujados fue algo que aprendí y que a partir de entonces iba a formar parte de mi vida, pues el metro iba a ser el medio de desplazamiento más rápido, barato y asequible. Bien es cierto que producía una cierta sensación de agobio, pero te daba la oportunidad de ir a alguna parte, de moverte, de descubrir cosas nuevas. También, y en esto mi inocencia me jugó una mala pasada, era el lugar en el que más de un vivales aprovechaba para arrimarse a alguna mujer con la excusa de las apreturas y de paso animarse un poquito. Algo así debió pasar en aquel viaje de vuelta, pues una mujer empezó a gritar como si le hubiera dado un ataque, lanzando palabras gruesas e insultos sin motivo aparente para mí.
Cuando ya hubimos salido se me ocurrió comentarlo preguntando si se había vuelto loca por el calor o los apretujones, y ante mi sorpresa, el padre Jesús dijo:
- Seguro que le estaba metiendo mano algún sinvergüenza.
- ¿Y eso qué quiere decir? - pregunté.
- Supongo que le estaría tocando el culo, digo yo.
Seguro que me puse rojo como un tomate, pues nunca me lo hubiera imaginado y menos en un lugar público. Pero estaba visto que aún era un inocente y tendría que aprender muchas cosas. Al fin y al cabo nadie nos había hablado nunca del comportamiento de las personas, tan solo nos habían enseñado que había buenos y malos y que el pecado era intrínsecamente malo. Y todo lo tocante al sexo y más fuera del matrimonio, era un pecado y de los gordos. Ahora entendía por qué había gritado aquella mujer como si hubiera estado poseída, aunque también podría haber hecho lo contrario, no decir nada. En fin, que estaba hecho un lío y pensé que lo mejor era no abrir la boca para no recibir respuestas que me iban a dejar todavía más confuso.

No hay comentarios: