21/2/07

14ª Entrega

El cine se había convertido en una droga para mí y llegó a ejercer tal atracción que había semanas en las que cada tarde me veía dos películas, a veces en compañía de mis amigos de la escuela y a veces solo.
En el grupo de amigos que nos habíamos hecho inseparables, y no tan solo por el proyecto estudiantil que teníamos en común, si no por el mucho tiempo libre que nos dejaban los estudios, no tardábamos en ponernos de acuerdo para buscar un cine de los muchos que en aquellos años había en Barcelona y como tampoco el dispendio económico era excesivo, pues por tres, cuatro o cinco pesetas podías entrar en un cine y disfrutar de una sesión doble. Tan solo era cuestión de patear la ciudad e ir de un barrio a otro dando largos paseos para evitar el gasto de metro autobuses. Así, llegamos a ser espectadores habituales de sales de cine que hoy en día han dejado de existir y en su lugar se levanta un bloque de pisos o de oficinas, pero que en aquellos años sirvieron para proporcionar a muchas personas algo de diversión y hasta una cierta cultura, aunque ésta en menor grado debido al tipo de películas que habitualmente se proyectaban. Sin embargo, nombres como el Levante, el Verneda, el Recreo, el Atlántida, el Virrey y tantos otros forman parte de la historia y de la memoria de aquellos años en los que el franquismo todavía dirigía los destinos de la mayoría de los españoles. Pero sin duda, la sala emblemática por excelencia era el cine Central donde se solía proyectar películas del Oeste y era refugio de estudiantes y del más variopinto abanico de personas que por aquel entonces pululaban por la ciudad. En algunos, como el Levante, las condiciones de seguridad para el espectador eran bastante lamentables, pues algunas butacas estaban desfondadas y podías acabar colándote por el agujero si se entraba cuando la sesión ya había comenzado. Esta sala, tenía otra característica curiosa y era que para beber agua no había un grifo en el lavabo si no, un botijo colgado de un gancho en la pared y para saciar la sed era menester tirar de la clásica vasija y atinar a la boca. Yo nunca llegué a utilizarlo, más que nada porque me daba un poco de reparo, ya que sabía beber bien, pues en mi tierra siempre se había bebido el agua en botijo.
En cuanto a las películas, pocas son las que recuerdo. En aquella época, el cine servía más para entretener que para manipular, aunque siempre había, sobre todo en las películas españolas, un rancio mensaje alineado con el sistema y cuanto a las extranjeras, el cine americano era el rey como no podía ser de otra manera. Sin embargo, en mi caso concreto, poco importaba la ideología de las películas ya que lo que me movía a ir era un compulsivo afán de ver y vivir historias, como si quisiera recuperar el tiempo perdido de mi infancia en el que apenas si había llegado a ver una docena de películas cuando estaba en el seminario. Sin duda, un film que dejó en mí su impronta y aún hoy en día lo hace, fue "Un hombre para la eternidad", aunque supongo que por el substrato cultural anti inglés que a lo largo de la educación nos había inculcado en el estudio de la historia.
Las clases en la Escuela de Formación Profesional Acelerada eran solo por las mañanas y cuando acababan, el que quería podía comer gratuitamente en los comedores que para tal menester había en el centro. Además teníamos un sueldo de treinta y tres pesetas al día incluidos festivos lo que hacía un sueldo mensual de unas mil pesetas, dinero que yo religiosamente aportaba a las arcas de la comunidad. Esta manera de hacer cursillos, vista desde el recuerdo y con el paso de los años, tenía su parte de encanto y por supuesto no era desmotivadora bajo ningún concepto. Corrían tiempos difíciles y el hecho de que a uno le enseñaran un oficio y además cobrando un pequeño sueldo y la comida, era de agradecer, sobre todo si no se tenía nada mejor que hacer en la vida. A cambio, no todo iba a ser generosidad por parte de la administración, había que asistir a periódicas charlas de contenido sindicalista e marcada ideología en consonancia con el régimen político existente. Pero se podían sobrellevar sin problema alguno prestando atención a lo que decían y que normalmente nadie entendíamos o aprovechando para descansar cómodamente sentados en la sala de cine de la escuela, eso sí, guardando las apariencias y mostrando en todo momento el debido respeto hacia el orador o lo que estuviera diciendo. De vez en cuando, también nos pasaban alguna película o algún programa de variedades. Sin duda se trataba de hacer el cursillo lo más agradable posible y yo, aunque nunca me sirviera para mucho, así lo recuerdo y por nada del mundo he renunciado ni me he avergonzado de aquellos seis maravillosos meses.
La vida en la comunidad, mientras tanto, seguía su curso invariable y sin novedades que hicieran pensar en que algo podía cambiar. El que más y el que menos sobrevivía, con más picardía que seriedad, y todos se habían ido buscando su sitio y su forma de hacer correr los días apaciblemente.
Por aquel entonces, Antonio había conseguido un trabajo en una fábrica textil por las noches. Juanjo seguía con las enciclopedias y Pepe, el más espabilado del grupo de los benjamines, hacía una vida de lo más interesante ya que su trabajo le permitía relacionarse con gente variada y divertida. Además de disponer de sus pequeños ahorros, había dado el salto y de vez en cuando acompañaba a una simpática muchacha que vivía en Santa Coloma. En una ocasión, yo me uní a la pareja y los tres nos fuimos andando desde la última parada del metro hasta la ciudad hermana y vecina antes mencionada. Era de noche y entre ir y volver empleamos más de una hora. Tenía su morbo y su emoción, pero cuando de nuevo volvimos y entramos en el metro para volver al centro, pensé que no merecía la pena darse aquellas caminatas por el solo hecho de acompañar a una muchacha para que no volviera sola a su casa.

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