14/2/07

9ª Entrega

Por fin sonó la flauta y cuando una mañana acudí a un anuncio y me dijeron que podía empezar en aquel momento, no me lo podía creer. Todo era muy precario y no existía ningún tipo de contrato, pero el simple hecho de hacer algo ya me bastaba. Se trataba de hacer adornos navideños en un taller y tenía su parte artística y creativa. El sueldo era de miseria, doce pesetas a la hora, pero el trabajo era entretenido y se trataba de hacer algo, colaborar con la comunidad económicamente y, lo más importante para mí, sentirme útil.
Eramos cinco empleados y un encargado. Tres chicos y tres chicas. El dueño del taller era un homosexual declarado, cosa que en aquellos años resultaba hasta peligroso, y para mí fue todo un descubrimiento saber que existía ese tipo de personas. Había oído hablar de ellos en términos despectivos siempre, pero nunca había estado delante de uno. El resto de los compañeros de trabajo constituían una tribu muy especial. Había una chica voluptuosa y hasta sensual, de enormes pechos y cuerpo bien formado, aunque a mí me parecía algo entrado en carnes, que parecía la madre sin llegar a ser mayor. Aquella mujer siempre estaba hablando de que tenía un novio que trabajaba en la telefónica, pero era más peligrosa que un tiburón con hambre. Yo que seguía siendo un pardillo en cuestión de mujeres y no me enteraba o, por mi condición de futuro sacerdote, aunque esto no lo tenía muy claro, no me quería enterar, empecé a notar un cierto acercamiento físico por parte de la susodicha hembra en celo e, infeliz, me asusté como un niño delante del lobo y procuré alejarme de su lado todo lo que me era posible. Ella, no sé si se llegó a ofender, pero se olvidó de mí y la emprendió con el otro muchacho que como yo acababa de entrar en el taller. Era un chico algo mayor que yo que venía cada día desde la Barceloneta, tenía cara de estar enfermo, pero parecía buena persona. El muchacho no tardó en ceder a sus encantos, no sé si se sintió atraído o por necesidades fisiológicas, pero se pasaban más tiempo uno en brazos del otro que trabajando. Eso sí, la mujer solía recordar, viniera o no viniera a cuento, que tenía un novio que trabajaba en la telefónica. Nunca supe si decía la verdad o simplemente se quería dar importancia, aunque a mí no me hacía el peso aquel comportamiento tan libertino en asuntos amorosos.
Otra de las trabajadoras era una muchacha joven de físico agradable pero marcada en la cara por una quemadura inmensa, que según llegué a saber había sido causada por algún ácido corrosivo. Era una persona muy silenciosa y pienso que se sentía acomplejada por su desgracia física. Si no la mirabas con un cierto cariño y una cierta dulzura hubiera podido pasar por un ser monstruoso físicamente hablando. Debía de ser algo amiga del encargado o tal vez su novia, pero ese punto fue algo que nunca llegué a saber porque ambos se comportaban con total normalidad y no daban pábulo para las habladurías o los comentarios. El encargado era un joven con cara de sufridor permanente y que a duras penas hablaba a no ser para encomendarte algún trabajo o para hacer que aquello funcionara. Ni hacía ni deshacía en lo de las relaciones entre el chico de la Barceloneta y la señora voluptuosa que le había engatusado con sus encantos. Para acabar, estaba otra muchacha joven, más o menos de mi edad, que era hermana de la que tenía la cara desfigurada. Ponía cara de celosa o envidiosa y siempre parecía estar enfadada. Esta muchacha, por alguna razón que yo entonces no acertaba a discernir, empezó a tirarme los tejos cuando lo de la otra pareja ya estaba consumado y formalizado. De nuevo me resistí, aunque en esta ocasión no fue por miedo sino porque no me gustaba ni físicamente ni como persona. Menos mal que pasados unos días, un nuevo trabajador vino a engrosar la pequeña empresa y la joven no tardó en olvidarse de mí y lanzarse a la conquista del recién llegado que no parecía tener ningún escrúpulo.
Pasados los primeros sustos, yo había aprendido por lo menos que la vida no solo era oración y trabajo, al menos para muchos de los mortales que había a mi alrededor. Había descubierto que el sexo tenía una importancia fundamental y que a pesar de la represión social, la amenaza de la condenación por el pecado y todas aquellas cosas que durante años me habían inculcado en el seminario, eso no importaba tanto y cada uno hacía lo que podía o al menos lo intentaba. Ya no me escandalizaba tanto ver como se daban gusto con caricias, besos y otras actuaciones y había aprendido a no mostrarme ni moralizador ni crítico. Al fin y al cabo era su vida y yo no tenía derecho a intentar cambiar el curso de sus emociones más primarias.
Sin embargo, una mañana a la hora del bocadillo que solíamos hacer en un bar de la calle fuera del taller, ocurrió algo que estuvo a punto de trastocarme. Había decidido quedarme trabajando pues no tenía ganas de comer y cuando me encontraba solo con mis estrellas doradas y plateadas oí que llamaban a la puerta. Pensé que alguno de los compañeros se había olvidado algo y fui raudo a abrir. Ante mi sorpresa vi que era la mujer de los grandes pechos y la sensualidad a flor de piel. Le pregunté si se había olvidado algo pero por respuesta me sonrió de una manera que me hizo ponerme en guardia.
- He venido a hacerte compañía, me da no se qué que estés aquí solo - dijo.
- Muchas gracias, pero no me importa - le respondí.
Me puse a trabajar de nuevo más nervioso de lo habitual. Ella merodeaba a mi lado. De pronto noté como su mano acariciaba mi cabeza y su cuerpo se pegaba al mío frotándose contra mi espalda. Me quedé paralizado sin saber cómo reaccionar y supongo que aquello fue lo que aprovechó aquel demonio de mujer para apoderarse de mí. Cuando me quise dar cuenta me estaba masturbando sin que yo ofreciera ninguna resistencia. Fue tal el impacto que causó en mí que a punto estuve de marearme cuando exploté como un vendaval y ella, al ver mi aspecto, entre alterado e ido, debió asustarse bastante porque se fue veloz a buscar un trapo húmedo para refrescarme la cara. Yo parecía en otro mundo y a fe mía que, aunque confuso, pensaba que había sido maravilloso. Ella, que seguía a mi lado, no se atrevió a decirme nada y yo pensé que así debía ser, pero la llegada de los compañeros me sacó de mi error cuando me preguntaron si me había pasado algo. Yo mentí y dije que no.
- Pues parece que te haya dado un ataque de locura, tienes la cara como si hubieras pasado un susto.
- Será que hoy no me encuentro bien - respondí con el mayor aplomo que pude.
- Es verdad, cuando he venido ya le he encontrado así - mintió también la mujer que me acababa de hacer la masturbación.
No dije nada más, pero para mis adentros pensé que debía dar una imagen muy rara y fui a mirarme al espejo del lavabo. Cuando me vi creo que tenía cara de idiota y no se me ocurrió otra cosa que soltar una carcajada. Me lavé bien y me refresqué y volví a salir.

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