20/2/07

13 entrega

El invierno en Barcelona era una bendición del cielo si lo comparaba con los inviernos de Castilla. Ya estábamos en enero y aún no había caído un copo de nieve, ni tenía intención de hacerlo. Era algo que me sorprendía, sobre todo recordando las nevadas que solían caer en mi pueblo, por otra parte motivo de regocijo y alegría infantil, y las siguientes heladas que dibujaban un paisaje de fotografía con sus carámbanos colgando de las canales de los tejados, con los árboles vestidos de escarcha cada mañana y la nieve apelmazada y dura que no acababa de deshacerse nunca. Claro que aquel paisaje navideño que duraba semanas y semanas traía consigo un frío impresionante. Y aunque los cuerpos estaban habituados a soportarlo con escaso abrigo, los sabañones siempre acababan haciendo su aparición tarde o temprano.
La diferencia era tan grande entre un clima y otro que me costaba hacerme a la idea. Al principio pensaba ingenuamente que era la ciudad con sus coches y la calefacción de las casas las que daban el calor suficiente para impedir que el frío se apoderara de las calles. Poco a nada sabía yo por aquel entonces de climas o de la influencia del mar o de la altitud como causantes de unas temperaturas más benignas. Prácticamente no hacía falta echar mano del abrigo y con un poco de ropa se iba tan a gusto por la ciudad.
Con tan sorprendentes auspicios climáticos y un poco nervioso por mi nueva vuelta a las aulas, aunque fuera para aprender un oficio manual, me presenté junto con mi amigo Alfredo en la escuela. Era el primer día de clase y había que dar buena imagen y no llegar tarde. AL entrar en la sala de actos en la que nos concentraban para darnos las orientaciones precisas, quedé impresionado por la cantidad de jóvenes y no tan jóvenes que allí nos habíamos dado cita en busca de una oportunidad. Antes de comenzar las actividades, alguien al que no conocía nos endosó una charla para decirnos lo afortunados que habíamos sido por acogernos a aquel cursillo que tan generosamente organizaba la confederación nacional sindical y nos alentaba a aprovechar el tiempo y las enseñanzas que iban a hacer de nosotros unos hombres de bien y de futuro para engrandecer un poco más aún el glorioso régimen bajo cuya tutela habíamos tenido la suerte de nacer. Después de tan alentador discurso, nos fueron llamando por grupos o especialidades que cada uno habíamos escogido y precedidos por el profesor tomamos contacto con el aula taller que durante seis meses iba a ser como nuestra casa y nuestro trabajo. Éramos grupos de unos veinte alumnos y en buen orden y mejor formación le habíamos seguido algo nerviosos por ver en qué iba a consistir la experiencia. El taller era como una gran nave que tenía forma semicilíndrica tumbada sobre la sección. Era como si a un gran tubo le hubieran cortado por la mitad de arriba a abajo y luego le hubieran tumbado. En su interior había todo tipo de aparatos y máquinas que yo no había visto en mi vida. Mesas, bombonas y sopletes de soldar, cizallas y máquinas cortadoras, soldadura de contacto, soldadura eléctrica y otros artilugios necesarios para aprender con su ayuda todo lo necesario para ser un buen chapista en seis meses.
Cada uno de los alumnos tenía un número con el que habíamos de firmar nuestros trabajos y el mío era el catorce. Allí estaban representadas todas las regiones de España en cuanto al origen de los alumnos. Había andaluces, castellanos, aragoneses, gallegos y algún catalán de los mal o bien llamados charnegos. Constituíamos un mosaico, vivo ejemplo de los distintos pueblos que la emigración había propiciado teniendo como meta Cataluña y más concretamente, Barcelona. Algunos eran auténticos animales de carga, con perdón, quiero decir que eran brutos y cortos de entendederas, a la vez que bravucones y a veces pendencieros, pero con el paso de los días cada uno fue ocupando su lugar en el grupo y pronto acabamos formando un equipo unido por un destino común: la chapa. Aquello estaba bien, en cuanto era un seguro en un momento de trifulca, aunque nunca llegó la sangre al río a pesar del espíritu pendenciero y belicoso de más de uno. Yo pasaba más por usar el cerebro en vez del músculo y tenía fama de intelectual. Todo ocurrió un día que le enmendé la plana al profesor a la hora de dar la respuesta a un problema matemático. Al principio no me atrevía, pero ante la evidencia de lo equivocado del resultado y después de calibrar bien las consecuencias, me decidí a discrepar de manera educada y respetuosa:
- Perdone, señor Zamorano, sin ánimo de ser irrespetuoso pero creo que la respuesta del problema que acaba de dar está equivocada.
Todos me miraron con cara de lástima, como diciendo: ya la has jodido. El profesor, por su parte, también me miró de arriba a abajo sin decir nada, luego miró hacia la pizarra para cerciorarse de que no había cometido ningún error para, acto seguido, volverme a mirar y decir con voz autoritaria:
- Espero que tengas razón, si no es así, te aseguro que pagarás cara tu impertinencia.
Más de una sonrisa maliciosa en la cara de alguno de mis compañeros acompañó mis pasos hasta el lugar que había de ser mi fracaso o mi triunfo. Era un problema de geometría y no me resultó difícil encontrar el camino correcto para solucionarlo utilizando la fórmula adecuada. Cuando acabé tan solo dije:
- Así está bien.
Todos esperaban la reacción del profesor y no para alabarme después del pequeño feo que le acababa de hacer, pero ante la sorpresa general y la mía propia, el señor Zamorano reconoció su error y a la vez mi acierto y aprovechó para decir que nadie era perfecto y lo que yo había hecho, en vez de callarme, había sido lo acertado. Desde aquel día gané una cierta fama de chico listo entre los compañeros y el profesor me escogió como su adjunto a la hora de la teórica matemática ya que cada vez que había que hacer algún problema o ejercicio matemático me consultaba antes para ver si estaba bien.
El maestro industrial, señor Zamorano, era una persona excelente, aunque más preparado técnicamente que intelectualmente. Actuaba de manera pedagógicamente correcta, sin tratar de imponer ni su autoridad ni su saber hacer. Era más una persona que orientaba y dejaba vivir sin agobiar a los alumnos. A mí me deparaba un trato especial, tal vez algo paternalista o proteccionista, cosa que yo atribuía a mi preparación académica, pero sobre todo a que éramos paisanos y alguna vez le había contado mi situación en Barcelona lejos de mi familia y no la acababa de entender muy bien. A veces me preguntaba por qué no había seguido estudiando una carrera o algo más provechoso que aprender a arreglar golpes en las carrocerías de los coches y yo, ingenuamente le explicaba mi situación y mi pertenencia a una comunidad religiosa y el proyecto de vida en el que estaba inmerso. Sin embargo, seguía insistiendo y, con ocasión o sin ella, volvía a las andadas como si fuera mi padre y me quisiera aconsejar.
Después de lo del problema, me había ganado el respeto y la admiración de la clase y siendo el benjamín del grupo como era, pues tenía los dieciocho recién cumplidos, gozaba de la confianza y la amistad de todos. Sin embargo con quien mejor me entendía era con un muchacho leonés, llamado Froilán, que había venido desde su tierra a hacer el cursillo y vivía con unos familiares de patrona. Era un muchacho agradable, trabajador y pacífico, que nunca hacía alardes de ningún tipo como muchos de los que había en la clase. Entre los dos se había creado esa corriente de amistad y confianza difícil de explicar, pero que a veces un gesto o una mirada servía para saber qué pasaba o qué había que hacer en un momento dado. Yo le ayudaba en la parte teórica y él, que era más hábil, lo hacía en la parte mecánica y práctica a la hora de hacer las piezas. También, hablábamos de nuestra tierra y solíamos echarla de menos juntos. Con el paso de los días, nos hicimos inseparables y la relación, no solo se limitaba a las horas de clase, sino que se alargaba cuando salíamos y planificábamos las tardes ocupando nuestras horas de ocio en recorrer los cines de los barrios de Barcelona viendo películas de reestreno.

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