16/2/07

11ª Entrega

Acabado el trabajo en el taller, nos despedimos tomando unas cañas y prometiendo volvernos a ver después de las fiestas. Después de todo, el haber estado aquellos días juntos nos había unido pues teníamos algo en común: el tiempo compartido. No les volví a ver nunca más y si esto hubiera ocurrido, hubiera sido difícil de reconocerlos.
Con la llegada de la Navidad, la mayoría de los miembros de la comunidad nos fuimos a visitar a nuestras familias. De nuevo volví a tomar el tren en dirección al Norte. Era un nocturno que iba hasta Bilbao. El viaje de vuelta no tuvo el encanto del que me había traído a Barcelona por primera vez. Tan solo se adivinaba la vida al llegar a alguna estación o al pasar cerca de algún núcleo habitado. Resultaba incómodo estar toda la noche sentado en un departamento repleto de gente y casi sin poderse mover. Algunos dormían, pero otros como yo, nos pasábamos las horas intentando hacer correr el tiempo, cosa que por otra parte no sucedía. No poder asomarme la ventanilla del vagón y ver correr los árboles figuradamente en el sentido contrario de la marcha del tren me producía una cierta frustración. Era algo que me venía desde la primera vez que monté en un tren cuando aún tenía pocos años y no llegaba al marco de la ventanilla. Sucedió que ante mi asombro, cuando aquel primer tren de mi vida se puso en marcha, los árboles se empezaron a mover alocadamente y yo con unos ojos como platos y sin poderlo creer los contemplaba anonadado y sin atreverme a decir nada. Solo pasadas un par de horas le pregunté a mi padre que por qué corrían tanto los árboles. Él me había aclarado el error con una sonrisa condescendiente y en voz baja para que nadie lo oyera: " No son los árboles los que se mueven, es el tren. Lo que ocurre es que a ti te parece lo contrario por ser tan pequeño". Aunque no me convenció del todo, pues yo desde mi escasa estatura los veía moverse, acepté la explicación de mi padre, porque entre otras cosas, confiaba plenamente en él y creía a pies juntillas todo lo que me contaba. Tampoco hubiera podido ser de otro modo en aquellos años de la postguerra y en un momento en el que todavía no había televisión y la radio no era privilegio nada más que de unos pocos.
Desde entonces, siempre que me montaba en un tren, me gustaba recordar aquella primera vez y comprobar si los árboles se movían. Y aunque no lo hacían, era para mí como volver a la infancia en un juego al que yo jugaba y que me hacía sentirme bien por dentro. Por eso, aquel viaje se me hizo eterno. Tan solo, de madrugada, con la llegada del crepúsculo se empezaron a adivinar las primeras cosas, aunque los árboles, dormidos en el sueño profundo del invierno, parecían esqueletos y fantasmas en medio de los campos helados por el frío. Con los primeros rayos del sol, el tren entró en la amplia estación de Miranda de Ebro y los que allí bajamos, más que mostrar alegría por el final de la pesadilla, parecíamos muertos vivientes en busca del elixir que nos volviera de nuevo a la vida. Desde Miranda a Vitoria, tomé un tranvía que en poco más de media hora me dejó en la estación de la capital alavesa.
Vitoria era mi segunda tierra de adopción, pues a ella habían emigrado mis padres y toda mi familia en busca de una oportunidad a principios del año 68. Yo había pasado allí el verano y había tenido la oportunidad de conocerla bien pues había trabajado como repartidor de refrescos con un camión. Aquel trabajo me había dado la oportunidad de recorrerla bar por bar y tienda por tienda y con ello, conocer gentes de los más variados orígenes. Precisamente uno de los lugares que constituía punto de parada era el bar de la estación ya que en él, además de dejar los refrescos, solíamos comer el bocadillo. Ahora volvía al mismo bar después de unos meses y me sentí como en casa. Con la mirada recorrí las viejas mesas en las que nos sentábamos e identifiqué los objetos que me eran familiares. Creo que sentí una cierta nostalgia del pasado. Tomé un café y aproveché para saludar al que atendía el bar por conocerle sobradamente.
Decidí, dado que iba ligero de equipaje como los hombres de la mar, ir caminando hasta la casa de mis padres, recordando lugares y momentos vividos. A aquellas horas de la mañana, aún bostezaba la ciudad intentando sacudirse el sueño de los ojos. Era como si tuviera miedo a abandonar el calor de las sábanas y enfrentarse al frío implacable que recorría sin obstáculos naturales la gran llanada alavesa en que se encuentra la ciudad varada como un gran barco. Crucé por la plaza de la virgen Blanca donde había visto el primer Celedón de mi vida y donde había bailado y saltado como un loco al compás de las charangas el último verano. Al pasar ante una de las casas de la calle Diputación me acordé de ella, de una muchacha a la que había conocido cuando trabajaba repartiendo refrescos. Había sucedido un día cuando llevé la caja de botellas a su casa. Había clientes particulares que se hacían servir a domicilio y en aquella ocasión me abrió la puerta una joven, más o menos de mi edad, que me atendió por no estar su madre. Cuando la vi me quedé como alelado, nunca había estado delante de una muchacha tan bonita. Recuerdo que me puse muy nervioso y que incluso me equivoqué a la hora de darle el cambio. Ella sonreía como un ángel. En mi vida había mirado unos ojos tan grandes y tan hermosos. Creo que me enamoré de ella, pero nunca más la volví a ver. Sin duda, ella había sido mi sueño imposible de aquel verano de sesenta y ocho. Al recordarla pensé en ella de nuevo con nostalgia y me pregunté si aún seguiría viviendo allí y si ella se habría dado cuenta de la impresión que me había causado. Seguro que no.
Mis padres me recibieron muy contentos. Yo era el hijo que desde los nueve años solo volvía a casa en Navidad o en verano y supongo que para ellos representaba recuperarme, lo mismo que para mí representaba recuperarlos a ellos y disfrutar de su cariño y su protección y cuidados.
Aquellas vacaciones me sirvieron para confirmar lo importante que era tener una familia a la que poder volver siempre que el corazón y el alma lo necesitaran. Mi familia, de extracción campesina, era la típica familia castellana que había buscado refugio en la ciudad huyendo de la miseria y de la esclavitud de la tierra en los tiempos en los que todo estaba cambiando y ya no se podía vivir con unas fanegas de grano, un cerdo y dos docenas de gallinas. Habían elegido Vitoria por referencias de otros familiares que ya habían intentado la aventura antes que ellos y la elección, no había sido desacertada ya que no se había producido una ruptura radical en cuanto a costumbres y formas de vida en lo espiritual y en lo social. El cambio de la casa en el pueblo por un piso pequeño, pero con muchas más comodidades, no había traumatizado a nadie de mi familia, al contrario, parecía haberles dado la fuerza para demostrarse a sí mismos que no se habían equivocado y, unos trabajando, otros estudiando y el último, acabando de nacer, todos a una habían conseguido sentirse a gusto y unidos por los lazos de cariño y amor que nada podía romper. Era una gran familia, y aunque yo volvía como el hijo pródigo, me sentía fuertemente unido a ella y la necesitaba para llenar mi corazón de cariño y con ello, saber que estarían allí la próxima vez que volviera.
La vuelta a Barcelona después de unos días de tranquilidad y vida cómoda y fácil se me hizo un poco cuesta arriba. Por un lado estaba la pretensión de mis padres de que me quedara con ellos, pues aún seguían pensando que me encontraba muy lejos y temían por mi futuro, pero por otro lado, estaba mi compromiso con mi otra familia en el sentido de que formaba parte de un grupo con un proyecto de futuro, que aunque no acababa de arrancar, yo seguía confiando en que lo haría algún día.
Y así fue como una vez más cambié la seguridad de la familia por un futuro, que si era bastante incierto y desconocido, lo iba a construir yo y me iba a pertenecer a mí.
Sin embargo, después de mi llegada y de los primeros momentos en los que cada uno contaba los días pasados con el regusto aún del calor familiar, me encontré de nuevo con la triste realidad de que una vez más no sabía qué iba a ser de mi vida pues el trabajo se había acabado y no había perspectivas de nada nuevo. Mis compañeros, por su parte, el que más y el que menos, todos estaban situados y tenían el problema resuelto. Tan solo Alfredo y yo nos habíamos quedado a verlas venir.
Ya no me acuerdo cómo surgió, pero alguien nos sugirió la posibilidad de hacer un cursillo de formación que convocaba el sindicato y sin pensarlo dos veces nos inscribimos con la esperanza de hacernos profesionales en alguno de los muchos oficios que salían en las páginas de los periódicos, pero a los que no podíamos acceder por no tener ningún tipo de formación. Se trataba de ampliar horizontes y en seis meses existía la posibilidad de estar capacitado para un buen trabajo.

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