11/2/07

6ª Entrega

Los días transcurrían plácidamente, ya llevábamos dos semanas en Barcelona y yo había aprendido a moverme por la ciudad sin ningún tipo de problemas. Para ir al centro, bastaba con caminar un poquito y ya estabas en la plaza de Cataluña, Las Ramblas o la plaza Real, lugar al que habitualmente acabábamos llegando en aquellos comienzos del otoño del 68 para tomar una cerveza y ver la variopinta fauna humana que por allí se movía en la frontera con el barrio de las putas, aunque eran más abundantes a la derecha de las Ramblas, sobre todo en los bares de la calle Robador y Las Tapias. Todavía no me había atrevido a inspeccionar aquella zona, más por miedo que por ganas, y lo máximo que había llegado era al límite de la plaza Real, lugar abierto y concurrido, en el que siempre había gente. En uno de mis paseos de reconocimiento del terreno, había decidido acudir la soleada mañana del doce de Octubre a un acto que se celebraba en la plaza de la universidad. En alguna parte había leído algún panfleto en el que se anunciaba el acto de desagravio a la bandera y sin saber cómo ni por qué, me encontré escuchando a una serie de oradores que desde el balcón lanzaban arengas, gritaban como poseídos e invitaban a honrar a la bandera española que días antes, hecho del cual no tenía ni idea, había sido agraviada por un grupo de estudiantes al quemarla o hacer con ella alguna salvajada. Tardé en entender lo que estaba pasando, pero me pareció prudente seguir allí entre aquella gente que escuchaba atentamente y gritaba enfurecida cuando arreciaban los ataques por parte de los oradores contra desestabilizadores. El acto culminó con el canto del Cara al Sol y la mano derecha levantada trazando un ángulo de unos cuarenta y cinco grados con respecto a la vertical imaginaria del cuerpo erguido y firme. Me quedé parado sin saber qué hacer y no levanté la mano, pues tampoco sabía qué significaba aquello y noté como los que tenía a mi lado me miraban de reojo. Tal vez la hubiera levantado si alguien antes me hubiera explicado algo, pero estar en aquella postura mientras se cantaba la canción, me parecía una tontería. La canción o himno me la sabía desde que en la escuela nos la había enseñado el maestro y me gustaba la música, pero tampoco me atrevía a cantar por miedo, supongo, a desentonar.
Cuando acabó el acto, pasó algo totalmente nuevo para mí. Unas cuantas personas formaron un grupo y enarbolando pancartas se dirigieron por la calle Pelayo hacia las Ramblas gritando desaforadamente contra el comunismo, contra el rey, que aún no lo era, y a favor de Franco. Yo, pensando que aquello estaba bien, me uní a la fiesta y, aunque rezagado y en los puestos de cola, seguí con el grupo que más que andar parecía desfilar por la rapidez con la que caminaba. Al llegar a la fuente de Canaletas, la misma en la que había bebido un trago de agua el día siguiente a mi llegada a Barcelona, observé algo raro en la gente que paseaba plácidamente por el paseo. Algunos mostraban su disconformidad con las consignas que gritaban los manifestantes y ante mi asombro, vi como la policía, que entonces se llamaba armada, me imagino que por la pistola que llevaban, se encaraba con ellos y a alguno se lo llevaban como si lo hubieran detenido. Aquello me empezó a preocupar. Más adelante, mi preocupación aumentó, cuando el que parecía hacer de cabeza de marcha le arrancó violentamente una cámara de fotos a un fotógrafo que pretendía hacer una fotografía de la manifestación y la lanzó al suelo como si fuera una piedra o un objeto inútil. Sin embargo, aún seguía en el grupo, más preocupado por lo que pasaba fuera que por lo que decían sus componentes, las caras de los viandantes reflejaban en muchos casos burla, en otros, odio y eran los menos los que aplaudían al paso de los manifestantes. En un momento, alguien quiso que cogiera uno de los palos de una pancarta que llevaba escrito "Barcelona con Franco". Algo en mi interior me dijo que no la cogiera, quizá el miedo a tener que seguir con ella toda la mañana hasta que aquello acabara, quizá un sexto sentido que me estaba diciendo que aquello no podía ser bueno. Me excusé diciendo que ya había llevado una un buen rato, cosa que no era cierta, y aunque no pareció convencerle mucho mi explicación, no insistió y yo aproveché para tomar la decisión de abandonar a aquellos voceras. Al fin y al cabo, no sabía muy bien qué hacía allí y tampoco entendía nada de lo que ellos hacían o gritaban o pretendían. Me descolgué del grupo sin que se notara y antes de que la manifestación llegara a Colón, ya la había abandonado. Los vi llegar al edificio de la comandancia militar y vi salir a la guardia con los fusiles en la mano, no sabía si a rendirles honores o a impedir que se metieran dentro del edificio oficial. Algo avergonzado y confuso di media vuelta y subí Ramblas arriba paseando y pensando en la experiencia que acababa de vivir.
Al llegar al piso aún estaba bastante nervioso y nada más entrar tuve la necesidad de contar dónde había estado y lo que me había pasado. La carcajada que provoqué entre mis superiores, sobre todo en un vasco que parecía ser el más puesto en asuntos de política y que me dijo con cierta guasonería:
- Has participado en una manifestación falangista.
- ¿Y eso es malo? - pregunté con santa inocencia.
- ¿A ti qué te parece? - me preguntó él a su vez.
- Pues no tengo ni idea.
- Los falangistas - dijo - son el mejor soporte que tiene Franco, con su ayuda y la de algunos más ha hecho lo que le ha dado la gana durante más de treinta años en este país.
- ¿Pero yo siempre había oído que gracias a él había paz en España?
- Pero la paz en las dictaduras suele llevar consigo la falta de libertades.
- Claro, y eso si que es malo.
- Malo y peligroso.
- ¿Y por qué no nos lo han explicado antes, cuando estábamos en el colegio y parecía que España fuera el último defensor de la fe católica?
- Precisamente por eso.
No entendía nada de lo que estaba pasando. Tan solo saqué la conclusión de que lo que había hecho no había sido acertado. Aquel día descubrí que vivía en un país en el que había una dictadura y que aquello a mucha gente le parecía mal, aunque tampoco sabía muy bien qué era una dictadura.
Había servido de motivo de burla y risa para algunos de mis compañeros y me volví a prometer a mí mismo ser más precavido a la hora de contar lo que me pudiera pasar.

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