13/2/07

8ª Entrega

Al marchar de la obra me despedí del lugar. Estaba convencido de que no iba a volver a no ser que alguien me obligara. En el autobús, ya de vuelta recordé los momentos de soledad mientras me comía el bocadillo que había llevado para pasar el día, pero también los momentos de descanso en los que desde lo alto de la montaña me dedicaba a contemplar la ciudad y a encontrar edificios y calles entre el sinfín de edificaciones que desde lo alto se podían ver. Había sido mi segunda experiencia laboral, negativa como la primera, pero más deprimente, pues me había sentido tan inútil e innecesario que solo pensarlo me producía tristeza. Y por si esto fuera poco, no había conseguido hacer amistad con nadie, supongo que dada mi ocupación, por lo que la experiencia tan solo la guardo como recuerdo amargo de lo duro que fue en un principio abrirse paso en Barcelona.
Al llegar el lunes ya había decidido no volver ya que nadie me obligó a ello cuando lo comenté en la comunidad y ahora, pasados los años, siempre que miro hacia la montaña, me acuerdo de la semana que pasé y aunque a veces me han dado ganas de dar una vuelta a ver cómo ha quedado el barrio y revivir aquellos días de octubre del 68, no lo he hecho, tal vez para no perder aquel recuerdo que sigue formando parte de mi memoria.
Pasadas las dos primeras semanas en el barrio, ya nos habíamos integrado, como mínimo, de manera física. Acudíamos puntualmente los domingos a la misa en la parroquia de la Concepción y aunque no ejercíamos ninguna actividad, dábamos una nota de color con nuestro aspecto pueblerino entre los serios y acomodados habitantes de aquella zona del ensanche barcelonés. La verdad sea dicha, no pintábamos nada o muy poco en la parroquia y más que nada, de haberlo intentado, porque el tipo de feligreses que a ella acudían a cumplir con su fe y religión, no necesitaban salvarse ni muchos menos cambiar su actitud cristiana perfectamente resguardada en su status social.
La mayoría de los sacerdotes que decían las misas eran personas mayores y su compromiso social y evangélico, siempre según las homilías que pronunciaban, no iba más allá de la recomendación a vivir la fe como buenos cristianos, pero en la más estricta línea oficial y conservadora de la iglesia católica al servicio de una clase burguesa y acomodada en lo material y en lo espiritual.
En cuanto a la relación con el barrio y lo que lo conformaba, se resumía a frecuentar algunos bares, sobre todo los sábados por la noche a la hora del partido de fútbol, y no por confraternizar con los que a los bares acudían sino porque no disponíamos de televisión y por aquellos años, también el fútbol era la droga del pueblo. Solíamos ir a un viejo bar, que a buen seguro estaba desde la construcción del barrio, en el que todo era viejo y más tenía pinta de bodega con sus cubas de madera ahumadas y negras que de bar en consonancia con los tiempos. El lugar parecía anclado en los principios de siglo y la gente que a él acudía también parecían venidos de otros puntos de la ciudad. Quizá por eso lo recuerdo con cariño.
La cuestión laboral estuvo durante un par de semanas dejada de lado después de la experiencia en la construcción. Tampoco las oportunidades abundaban y aunque todos tuviéramos una preparación académica más que envidiable para los tiempos que corrían, el mercado de trabajo no lo tenía en cuenta o no nos necesitaba. Así fue como, hartos de mirar el periódico sin sacar nada de positivo, comenzamos mi amigo Pepe y yo a acudir a las colas de la oficina de colocación del sindicato vertical que por aquellos años era el único que había. Allí también nos dieron sopas con honda y parecía como si en una ciudad tan grande no hubiera ningún tipo de trabajo que pudiéramos desempeñar, nosotros que tantas ganas teníamos de hacerlo. También solíamos frecuentar el sindicato del textil donde conocíamos a un conserje, que cada vez que le veía me recordaba a aquel gran jugador del Madrid de origen argentino llamado Distéfano; tenía la misma cara. Tampoco allí las cosas venían mejor dadas, pero por lo menos acabábamos almorzando un bocadillo en una bodega cercana, invitados por el conserje. Yo pienso que lo hacía porque le dábamos pena y había acabado cogiéndonos cariño.
En las sucesivas visitas a la sede del sindicato amarillo llegué a conocer gente de las más variadas clases y razas, pero recuerdo sobre todo a un negro guineano que se apellidaba Moto, y que si en un principio me pareció un posible contrincante en lo de obtener algún trabajo, pronto se convirtió en un buen amigo y en un mejor conversador mientras matábamos las horas esperando que saliera algún trabajo. Pasado aquel mes de incansable búsqueda de un empleo le perdí la pista y no le he vuelta a ver, pero me ha venido más de una vez a la memoria a raíz de los sucesos y las vicisitudes que a lo largo de los años se han ido dando en su país de origen. Incluso he pensado en él cuando se ha hablado de Severo Moto, líder de la oposición al dictador Teodoro Obiang, preguntándome si no tendría algo que ver mi antiguo conocido Moto con el luchador Severo Moto. Probablemente sea un apellido corriente en la ex colonia, pero siempre me ha producido una cierta curiosidad este hecho.
Hacia finales de noviembre, tanto ir el cántaro a la fuente, Pepe encontró trabajo en una empresa textil. Aún recuerdo como el conserje que fue quien de alguna manera se lo buscó, me explicaba que había pensado en él más que en mí porque mi amigo era huérfano. Y aunque a mí no me pareció razón de peso, lo entendí pues era persona de buen conformar y me alegré por él. Sin embargo, creo que después de aquello, no volví al sindicato y retomé de nuevo la posibilidad del periódico y sus anuncios por palabras.

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