12/2/07

7ª Entrega

Sin embargo, algo se derrumbó dentro de mí. Todo lo que había hecho y en lo que había creído o me habían hecho creer desde muy niño era un montaje para sostener un régimen político. Me acordé del cura de mi pueblo, Don Isaac, que desde siempre nos había inculcado valores religiosos y espirituales dentro del más estricto nacional catolicismo y en contra de todo otro pensamiento político y religioso que no estuviera en la línea del régimen establecido. Ahora me había dado cuenta de que había gente que no creía en Dios o que creía en otras ideas y no pasaba nada si no lo expresaba públicamente. También me estaba dando cuenta que me habían estado engañando durante toda mi vida, utilizando el miedo al castigo eterno, a la condenación por siempre, al infierno.
Me acordé también de Don Serafín, el maestro, un hombre del régimen, que un día sí y otro también, nos hacía formar como un pequeño ejército y con el brazo derecho levantado nos invitaba a cantar el Cara al Sol y las Montañas Nevadas, que visto desde la distancia, tampoco sonaba mal en la época en la que lo cantábamos. No sé si por el ritmo, la marcha o las palabras que se decían. De cualquier forma, aquel hombre que debía ser maestro por vocación, me imagino, nos había llevado a lo largo y ancho de la infancia más derechos que velas y dentro del orden establecido, sin habernos dado ninguna otra opción, ni haber abierto nuestro pensamiento a otras formas de pensar que la ya mencionada.
También me acordé de mi padre, que sin entender nada de política, tenía el sentido común de la justicia natural y era capaz de discernir entre lo que era justo y lo que era un abuso. Él, mi padre, si que me había hablado de los otros, de los rojos, y nunca lo había hecho ni con rencor ni con desprecio. Incluso, cuando hablaba de tío zapatero, lo hacía con admiración, pues según él, había sido la única persona culta del pueblo, pues ya cuando la república leía el Imparcial y tenía ideas algo más avanzadas y progresistas que el resto de los habitantes. Claro que había estado a punto de pagarlo caro y no acabó en alguna cuneta gracias a que cuando vinieron a por él se había escondido y no pudieron encontrarlo. Todas estas historias me las contaba a escondidas y porque a mí siempre me habían encantado. Sin embargo, un grano no hace granero, y el hecho de que en mi pueblo hubiera habido un par de personas que habían pensado diferente a los demás no había sido suficiente para que se respirara otro aire que no fuera el oficial y con él me había criado en la seguridad de que no existía otra cosa, como aquella mañana acababa de comprobar para mi desilusión y desengaño.
Aquella tarde, en contra de lo que tenía por costumbre, me quedé en casa, a pesar de que mis compañeros se fueron al cine. En la soledad de mi cuarto, le seguía dando vueltas a lo que había vivido por la mañana.
Al día siguiente, al mirar el periódico para buscar en las ofertas de trabajo algo que me pudiera convenir o que pudiera hacer, me encontré con fotos de la manifestación del día anterior, incluso había una donde se veía la pancarta de "Barcelona con Franco" que yo me había negado a llevar por miedo y también me enteré de que la gran mayoría de los participantes eran falangistas y guerrilleros de Cristo rey. Ni se me ocurrió preguntar quiénes eran estos últimos de los que tampoco había oído hablar en mi vida.



No tardé en volver a intentarlo en un nuevo trabajo. La vida en la comunidad tenía momentos dulces y momentos amargos, pero al final del día me daba la sensación de ser un parásito que no hacía nada por los demás y que además, se aprovechaba de ellos. Aunque en el grupo había gente que pensaba así, al menos eso daban a entender por su actitud, yo no podía pasarme las horas muertas sin hacer nada más que perder el tiempo o escaparme a escondidas por las tardes al cine a ver alguna película de los cientos que cada día se proyectaban.
Nuestra misión apostólica aún seguía sin estar definida y se limitaba al rezo en la pequeña capilla del piso a ultima hora del día y en la asistencia a los oficios religiosos en la parroquia del barrio, pero sin participar en ninguna actividad dentro de la misma. Así, cuando alguno de los compañeros me sugirió la posibilidad de empezar a trabajar de peón de albañil en una obra, no me lo pensé dos veces y acepté la propuesta.
La obra se encontraba en la parte alta de la colina del Carmelo mirando hacia el centro de Barcelona y se trataba de la construcción de unos pisos, supongo que para inmigrantes, por la ubicación en la parte alta de la montaña y por las pésimas comunicaciones que le iban a unir a la ciudad. Se llegaba en autobús y después había que subir montaña arriba hasta dar con el lugar. La vista era magnífica, pues se dominaba gran parte de la ciudad de Barcelona y desde allí arriba se podían identificar la mayoría de los edificios emblemáticos de la ciudad. Claro que aquello no iba a suponer una calidad de vida, pues los bloques de pisos se apiñaban montaña arriba como si estuvieran haciendo escalada libre. Más tarde me di cuenta de que en aquellos años se construía sin ton ni son y sin tener en cuenta las necesidades de todo tipo que más tarde iban a tener los futuros moradores de aquellos barrios dormitorios, levantados para albergar las riadas de inmigración que llegaban a la ciudad, pero obedeciendo a intereses especulativos por parte de las constructoras.
Mi trabajo en la obra consistía básicamente en llevar ladrillos de un lado para otro y para eso no hacía falta ni preparación profesional ni otras dotes que no fueran las de saber sobrellevar la rutina que representaba pasarse diez horas al día transportando ladrillos a mano de un montón a otro montón. Al principio me lo tomé con ganas en un intento de demostrar mi capacidad de trabajo y mis deseos de cumplir ante el malhumorado capataz que parecía estar allí para demostrar la mala uva que gastaba. Trataba de no pensar en mis seis años estudiando bachillerato para acabar con las manos destrozadas por los ingratos ladrillos, pero pronto resultó imposible que dentro de mi no se rebelara mi rabia como persona que había venido al mundo para hacer algo más importante, sin dejar de pensar que aquello también podía y de hecho era importante. Todo comenzó cuando el malhumorado capataz, que siempre llevaba cara de vinagre, me dijo que volviera poner el camión de ladrillos en el mismo sitio de donde los había quitado después de largas horas y cientos de viajes. Me pareció tan absurdo gastar mi fuerza de trabajo en volver a hacer lo mismo, pero al revés que acababa de hacer, que pensé que mi trabajo no servía para nada. Me acordé de algo que había leído alguna vez y que hacían con los prisioneros a trabajos forzados, consistente en hacer hoyos para una vez hechos volverlos a tapar. Creo que sufrí esa misma sensación y con ella la de estar en un campo de concentración por veinte míseras pesetas a la hora. Yo envidiaba a los peones que hacían el mortero o estaban para atender a un maestro albañil de los que levantaban paredes. Aquel trabajo si que era entretenido y a la vez instructivo. Entonces empecé a pensar la manera de hacerle ver al capataz que yo podría hacer de ayudante de albañil tan bien como el mejor y mientras acarreaba ladrillos de un lado para otro iba madurando mi plan o más bien, convenciéndome a mí mismo de que debía abordar el problema con el iracundo capataz. Lo dejé para el sábado, último día de la semana en el que se trabajaba y lo hice en el momento que recibía mi primera semanada que a duras penas sobrepasaba las mil pesetas. Me armé de valor y abordé al capataz:
- Señor encargado, quisiera pedirle un favor.
- Tú dirás - respondió de mala uva como hacía siempre.
- Mire, que he pensado que me podía poner de ayudante de algún albañil.
- ¿Es que no te gusta lo que estás haciendo?
- No es eso - mentí -, sino que pienso que sería más útil de ayudante que llevando ladrillos todo el día de un montón a otro.
- Lo siento, muchacho - me dijo, ahora sí con sonrisa de zorro avezado -, pero aquí se hace lo que yo mando y tú trabajo es llevar ladrillos donde yo diga.
- Pero - no me dio tiempo de continuar. Saltó como si yo fuera su presa.
- Ni peros, ni gaitas, si te interesa bien y si no, ya sabes.
- Vale, lo que usted diga - respondí sumiso y avergonzado, teniendo la sensación de que había hecho el ridículo.

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