21/10/07

toda la novela junta

Hacia ya un buen rato que el tren había entrado en la ciudad. Barcelona me parecía inmensa, algo que no se acababa de atravesar nunca. Desde que avisté los primeros edificios había pasado más de media hora. Al principio el tren iba a cielo abierto entre bloques inmensos de pisos, fábricas, calles y carreteras. Después se metió en un túnel y estuvo mucho tiempo sin volver a salir a la superficie. En aquel tiempo paró en una estación muy larga llamada Paseo de Gracia. Allí se bajó mucha gente, pero otros muchos aún seguimos en el tren, todavía no habíamos llegado al final. Cuando volvió a salir a la superficie lo hizo entre fábricas negras y calles mal iluminadas. Pronto se empezaron a ver vías y más vías y al fondo en una curva pude ver la estación iluminada, grande, abierta a la noche con una gran boca como si estuviera dispuesta a comerse el tren.
Cuando puse los pies en tierra y miré la estación, me pareció inmensa. La estructura de hierro que sostenía techos y paredes creaba un espacio tan grande que no me cabía ni en la mirada ni en la cabeza. Lo más espectacular que recordaba en ese material era el puente colgante de Portugalete que había visto hacía algunos años.
Tuvieron que darme un codazo para que dejara de mirar aquel prodigio de ingeniería y arquitectura juntas y me moviera del sitio en el que me había quedado como alelado. La gente pasaba a mi lado con bultos y maletas, parecían tener prisa y se dirigían escopeteados hacía la salida. Entonces me di cuenta por primera vez en mi vida de la cantidad de personas que podían caber en un tren. Parecía una riada. Cuando llegamos, uno de los que venían conmigo, me parece que fue José, al que siempre llamábamos Pepito, recuerdo que dijo:
- ¡Rediez! ¿Pero dónde nos han traído?
- A Barcelona - dijo otro del grupo emocionado.
En total éramos cinco o seis y cada uno veníamos de un pueblo de la España interior. Después de media docena de años querían hacer de nosotros unos sacerdotes modernos y consonancia con los tiempos que corrían. Se trataba de que conociéramos el mundo y sus problemas, a la gente en sus alegrías y miserias, la vida tal como era fuera de los muros del seminario. Y allí estábamos como pardillos, con cara de niños que acaban de salir de entre las faldas de sus madres, esperando que pasara algún taxi para dirigirnos al lugar donde se suponía se iniciaba aquella nueva etapa de nuestras vidas. Por fin nos pusimos de nuevo en marcha y empezó un discurrir por calles y avenidas hasta la casa donde pasaríamos la primera noche. El viaje había durado más de doce horas y tiempo tendría de recordarlo y revivirlo durante la noche, entonces solo se me ocurrió mirar al cielo y, aunque se encontraba despejado, no acerté a ver estrella alguna. Aquello me dejó sorprendido, pero no lo comenté con nadie, no quería pasar por ignorante o meter la pata si decía que en Barcelona no había estrellas en el cielo.
En un bar cenamos o devoramos unas tortillas de patatas. Recuerdo que había en una pared una gran fotografía en blanco y negro de la ciudad. En la fotografía destacaba la estatua de Colón que era lo único que conocía. Barcelona era tan grande que parecía no tener límites, pero ante mi sorpresa, aquella fotografía tan solo mostraba una parte de la ciudad. Me quedé con la boca abierta cuando uno de los frailes que nos acompañaban dijo, supongo que adivinando mi pensamiento:
- Esa foto solo es un trozo de Barcelona, puede que sea veinte veces más grande de lo que ahí se puede ver.
Se rio como un zorro de nuestra ingenuidad y yo pensé, por primera vez en si uno no se podría perder con tantas calles y edificios todos tan parecidos. Tampoco dije nada, pero me quedó la duda y el miedo de que algo así pudiera pasar.
Sería cerca de la media noche cuando llegamos al piso. Grande fue mi sorpresa al ver que unos cuantos compañeros de cursos más altos que el mío ya estaban en la casa. Éramos unos quince en total. Aquello parecía el seminario en pequeño. Los pasillos estaban llenos de bultos y maletas esperando un armario o un rincón donde descansar. Lo mismo que muchos de los allí presentes después de un día tan ajetreado y largo.
Al final, a los más pequeños nos tocó el comedor. Media docena de colchones de espuma tirados por el suelo nos estaban esperando. Cada uno se ubicó como mejor pudo y pronto la gran mayoría roncaba felizmente. Yo intentaba conciliar el sueño, pero no podía: habían sido tantas las emociones vividas en un solo día. Con los ojos como platos, mientras a mi lado sentía los ronquidos de algunos de los compañeros, repasé el viaje en tren desde que había montado en un pueblo de la Rioja a primeras horas de la mañana. El sinfín de pueblos grandes y pequeños por los que había pasado volvía a mi mente y se reproducían en mi retina. Los campos distintos, pero semejantes a los de Castilla, sobre todo cuando habíamos cruzado la provincia de Zaragoza. Más tarde, ya en Cataluña, el paisaje había cambiado de forma radical: todo era más verde, más exuberante. Y el Mediterráneo, el mar Mediterráneo que conocía de haberlo estudiado en los libros de geografía me había dejado anonadado. Yo conocía el Cantábrico, violento y enfadado casi siempre, pero el Mediterráneo parecía más tranquilo, más acogedor. De pronto me vino a la memoria lo que nos habían explicado sobre aquel mar por el que habían llegado pueblos y culturas a la Península Ibérica: Fenicios, griegos, romanos, cartagineses, y me los imaginé después de días y días de navegación, de peripecias y aventuras llegando por aquel mar a las costas. Seguro que no se lo podían ni creer. Claro que en aquel entonces, Barcelona, si existía, debía ser un poblado de cabañas a la orilla del mar. No recuerdo a qué hora caí vencido por el sueño, pero si recuerdo que antes de que esto sucediera, todavía miré por la ventana a ver si veía alguna estrella en el cielo. Tampoco entonces habían salido y pensé que tal vez pudiera ser que en aquel cielo no había estrellas como en el de mi pueblo.
A la mañana siguiente me desperté cuando el sol entraba de lleno por la ventana. Era un sol radiante que producía una luz blanquecina, como si hubiera una ligera niebla. Miré a mi alrededor y vi a mis compañeros que aún seguían durmiendo o al menos lo parecía porque nadie se movía. Fuera se oía ajetreo de gente que hablaban e iban de un lado para otro. Decidí romper el fuego y me dirigí al que estaba más cerca de mí:
- Alfredo, ¿Qué hora es?
Pareció volver de otro mundo cuando empezó a hablar.
- No sé, no tengo reloj. Anda, calla y déjame dormir.
- Pues yo me voy a levantar, ya hay gente moviéndose por la casa y además tengo un hambre que no me aguanto.
- Haz lo que quieras, pero cállate.- Me respondió.
Y sin hacer mucho ruido me fui vistiendo como pude entre tanto colchón y salí del comedor sorteando los cuerpos retorcidos de mis compañeros.
Ya fuera, había gente por todas partes. En un piso tan pequeño era casi un milagro poderse mover. Los más vivos se estaban calentando leche con un calentador eléctrico. Por lo que parecía no había gas en la cocina y tampoco había allí nadie que pusiera algo de orden en aquel desconcierto. Solo recuerdo que sentí una cierta angustia. Allí todo estaba manga por hombro y no me parecía la mejor manera de iniciar una experiencia de aquel tipo. Todos procedíamos de familias humildes, pero estábamos acostumbrados a unas mínimas condiciones de vida.
Nadie notó como salí de la casa y me dirigí a la calle. Necesitaba sentirme libre. Me metí en el mismo bar en el que habíamos cenado la noche anterior y pedí un café con leche y una pasta. Aún tenía algo de dinero propio y pensé que lo mejor sería hacer algo por mí mismo. Lo devoré como si hiciera una semana que no había comido. Cuando hube acabado me fijé en la gente que a aquellas horas había en el bar. Debía ser la hora del bocadillo porque el que más y el que menos estaba agarrado al trozo de pan como si en ello le fuera la vida. Yo hubiera hecho lo mismo, pero dudé que me llegara para tal dispendio. Me conformé con observar y esperar tiempos mejores.
Cuando volví al piso la algarabía que reinaba era mayor. Me abrió la puerta uno de los veteranos y ni tan siquiera me preguntó de dónde venía. Mis compañeros de curso ya se habían levantado y esperaban acontecimientos sentados alrededor de la mesa del comedor. Ya habían recogido los colchones y yo hice lo propio con el mío que seguía tirado en un rincón.
-¿Dónde has estado?.- Me preguntó Antonio.
- He ido a reconocer el terreno.- Mentí sin ningún escrúpulo.- ¿Habéis desayunado?
- No, todavía no. Me parece que nos llevan a desayunar a la parroquia.
-¿Qué parroquia?
- La de San francisco.
En aquel momento alguien dijo que se prepararan los más jóvenes y no nos hicimos de rogar. Durante casi media hora recorrimos calles y más calles hasta llegar a la parroquia. Se encontraba en otro barrio. Justo al lado había una montaña no muy alta a rebosar de pinos. Las casas allí eran de una sola planta y todas tenían un pequeño jardincito delante. Tenían un aspecto pobre, pero guardaban un cierto aire de casita de pueblo en pequeño. Ya dentro de la casa de la parroquia nos pusieron un desayuno bastante completo. Yo no dije nada y me animé con mi parte. La señora que cuidaba de los curas tenía aspecto de una abuelita dulce y bonachona y parecía sentirse satisfecha viendo como acabábamos con todo lo que había puesto en la mesa.
Cuando hubimos acabado, apareció uno de los frailes, un tal padre Jesús al que yo apenas conocía, tan solo de oídas, pues era pariente de mi compañero Pepe.
Salimos a la calle y hacía una mañana espléndida. El padre Jesús nos llevó por unas calles y callejuelas. Íbamos como lo que éramos, seminaristas, en grupo compacto y casi sin romper la formación detrás del fraile. Cualquier que se hubiera fijado en nosotros nos hubiera detectado, pero pienso que importábamos poco a la gente, como no fuera por el aspecto de pardillos que llevábamos. Recuerdo que al bajar por una de las estrechas callejuelas, el padre Jesús nos hizo mirar el nombre de la calle: Bajada de la Combinación se llamaba. Supongo que lo hizo con ánimo de hacer gracia, pero la verdad fue que nos pareció una gracia impropia de un sacerdote o tal vez, exentos de malicia, no supieron captar mis compañeros la vertiente morbosa del nombre. Yo sabía perfectamente que lo había dicho por lo de la prenda que llevan algunas mujeres bajo el vestido ya que me acordaba de aquel chiste tan malo que se contaba por los años sesenta y que en resumen venía a decir que una vez la mujer de Franco, "La Collares", se encontraba en Portugal y por alguna causa que el chiste no aclaraba llamó a su marido, el caudillo, diciéndole que se encontraba e Braga y sin combinación. Hoy sería de los de lapidar, pero en aquella época tenía su carga política en la medida que se chanceaba del todo poderoso caudillo.
Entramos en el metro y al hacerlo me dio la impresión de entrar en una mina. Era la primera vez y me impresionó ver la estación iluminada y el túnel oscuro por el que se perdían los raíles del tren. Creo que me impresionó el pensar en cómo se había podido sacar toda la tierra hasta perforar los túneles. Cuando llegó un ruidoso tren, nos metimos dentro al abrirse las puertas y lo que vino después hasta volver a ver la luz del sol, se resumió en gente que entraba y salía en cada estación y oscuridad mientras hacía el recorrido entre parada y parada. Me extrañó ver que las personas que entraban, apenas si hablaban entre ellas, era como si tuvieran miedo o estuvieran preocupadas por algo. Nosotros, sin embargo, no cesábamos de hacer comentarios, a veces bastante infantiles, de todo lo que íbamos viendo.
Cuando salimos a la calle, lo hicimos en las Ramblas. Al ver la fuente de Canaletas, bebí un trago de agua, pero no me gustó: tenía un sabor extraño. Pero había cumplido con una tradición que me habían contado antes de venir a Barcelona y era que si se bebía agua de aquella fuente, no se podía olvidar uno de Barcelona nunca más o algo así.
La bajada por las Ramblas hacia el puerto fue el descubrimiento más emocionante del día. Se veía gente de todas las razas y de los más variados aspectos. Era como si allí se hubieran dado cita todo tipo de personas. Además, el poder disfrutar de un paseo tan ancho solo para viandantes, resultaba de lo más liberador. Allí descubrí la primera persona de raza negra y algún oriental. Hasta entonces tan solo les había visto en alguna película o en fotografías. Los negros me parecieron como me los imaginaba, pero los orientales no tenían el color amarillo que me habían enseñado en el colegio cuando estudiábamos las razas del mundo. Los ojos si que los tenían tal como yo pensaba.
Todo era nuevo y lleno de colorido. Las flores, los árboles inmensos que bordeaban el paseo, los edificios de sucias y negruzcas fachadas a uno y otro lado, las personas, el ir y venir de gente, todo componía un conglomerado vivo y lleno de color para mis ojos expectantes y ansiosos por descubrir cosas nuevas y diferentes. Durante el recorrido, apenas si me enteré de lo que explicaba el fraile, iba tan ensimismado en mirar y en descubrir que no prestaba ninguna atención a lo que decía. Y así fue hasta que uno de los compañeros dijo totalmente emocionado:
- Mirad, la estatua de Colón.
Miré hacia adelante y allí estaba, alzándose hacia el cielo y apuntando con su dedo hacia el mar. No apuntaba hacia occidente que es por donde queda el continente americano y que hubiera sido lo acertado ya que él lo había descubierto. Sin embargo, el padre Jesús nos sacó de dudas explicándonos que apuntaba hacia la India, lugar al que según la historia se dirigía en busca de especias cuando inició tan fantástica aventura. De cualquier manera, me pareció emocionante verlo sobre aquella columna tan alta y mirando impasible hacia el mar. Para mí siempre había sido un personaje singular y sobre todo, muy generoso, al haber descubierto el Nuevo Mundo para la corona española siendo como era veneciano. Al menos así nos habían vendido la historia hasta entonces.
Al pasar a su lado no pude por menos que tener un recuerdo de agradecimiento al gran héroe que había sido y por lo que había representado para la historia de la humanidad y la historia de España. Sin duda, por aquella época yo todavía estaba bajo el influjo de la grandeza del imperio y todas aquellas pamplinas nacional-católicas con las que nos habían estado llenando la cabeza desde que aprendimos a andar como aquel que dice. Resultaba fascinante formar parte de un pueblo que había conseguido tantas y tantas cosas grandes y había sido el baluarte de la cristiandad en medio mundo. Ahora, con la perspectiva del tiempo y el paso de los años me doy cuenta de lo fácil que resultaba en aquellos años de miseria manipular las mentes de unos muchachos y hacernos creer que éramos unos afortunados por haber tenido la suerte de nacer en el suelo sacrosanto y tocado de la mano de Dios que era España.
Cuando montamos en las golondrinas, barcos de recreo que paseaban y siguen paseando turistas por el puerto de Barcelona, no me hubiera importado haber revivido las aventuras de aquel hombre que subido en su férreo pedestal me contemplaba desde las alturas y del que me resultaba difícil apartar la mirada. De pronto aquella especie de barquichuelo ideado para transportar el mayor número de personas se paró y bajamos alegremente todos los que aquella mañana no parecía que tuviéramos nada especial que hacer si no era pasear. Aquello era el rompeolas, final de recorrido del barco de recreo. Algunos turistas ya hacían cola esperando para subir al barco que nos había traído a nosotros. Eso me hizo pensar que para volver a la ciudad habríamos de hacer lo mismo. Desde el rompeolas se veía el mar, inmenso e interminable, tan solo alterada su quietud por la silueta de algún barco. Aquella mañana estaba tranquilo y se notaba porque las olas al chocar apenas si levantaban espuma. Ello propiciaba que algunos pescadores estuvieran tirando la caña desde los bloques de cemento que formaban la barrera contra la furia del agua. Deduje que debía de ser una práctica habitual lo de pescar en aquellas aguas ya que algunos tenían sillas y asientos rústicos sobre los bloques de hormigón. Los contemplé durante unos minutos, y aunque es una actividad que nunca me ha atraído, siempre he admirado la capacidad de aguante y saber esperar que tienen los pescadores a caña. Son capaces de estar horas repitiendo el mismo ritual tan solo con la esperanza de que algún pez goloso o ingenuo se agarre a la trampa mortal que hay al extremo del hilo: el anzuelo. Lo de cazar o pescar siempre me ha parecido algo bestial e inhumano, sobre todo la caza, pero por otra parte no deja de ser un hábito heredado de nuestros antepasados cuando su primer y principal modo de vida era la caza y la pesca.
El rompeolas era una larga barrera artificial por la que discurría una carretera y servía de protección a una parte importante del puerto de Barcelona. Me pareció una obra impresionante y resultaba difícil calcular la cantidad de bloques que se habían necesitado para hacerlo, aunque reconozco que me hubiera gustado saberlo por aquello de saciar mi curiosidad y de paso reafirmar la idea de que el hombre es capaz de hacer todo lo que se propone aunque a veces pueda parecer imposible a los ojos de un muchacho. Tendría cerca de dos kilómetros de largo, pensé.
Durante un buen rato anduvimos saltando entre las piedras, poniendo a prueba nuestra agilidad y buena forma física. Todavía éramos unos niños que no habíamos cumplido los dieciocho años y la vida había sido generosa con nosotros, pues a pesar de haber nacido en pueblos olvidados de la España profunda, habíamos tenido la oportunidad de estudiar y crecer en un seminario y con ella, abandonar la con toda seguridad posibilidad de haber seguido los pasos de nuestros progenitores, es decir, trabajar la tierra por un futuro de miseria, que era lo que les había tocado a nuestros padres.
Cuando el padre Jesús consideró que ya habíamos disfrutado bastante nos reunió para volver a casa. De nuevo subimos a uno de los barcos de paseo que llegaba cargado de turistas y gente ociosa como nosotros y volvimos a tierra firme. El primer contacto con la ciudad había sido interesante a la vez que típico, pues habíamos visto lo más conocido de la ciudad en aquellos años: las Ramblas y el puerto.
Aquel primer día en Barcelona de finales de septiembre iba a ser el comienzo de una larga y hermosa relación entre la ciudad y yo, y a fe mía que había comenzado con buen pie pues tan solo llevaba unas horas y ya me parecía la ciudad más bonita, moderna y maravillosa del mundo. También es verdad que no conocía muchas, pero en alguna había estado y nunca había sentido la sensación que tuve aquella mañana. Era fácil de recorrer y por cada calle que se pasaba había algo digno de admirar. Además, la gente iba a su aire y el hecho de poder ir libremente sin que nadie te conociera o te controlara era algo que a mi edad tenía un valor especial. De alguna manera empezaba a ser libre, aunque estuviera sometido a unas normas dentro del grupo, y era una forma de empezar a vivir y a descubrir la vida que ni en mis más ocultos sueños había imaginado.
Durante el viaje de vuelta en un abarrotado metro comprobé lo que era el calor humano. Era la hora de volver a comer y la experiencia de viajar apretujados fue algo que aprendí y que a partir de entonces iba a formar parte de mi vida, pues el metro iba a ser el medio de desplazamiento más rápido, barato y asequible. Bien es cierto que producía una cierta sensación de agobio, pero te daba la oportunidad de ir a alguna parte, de moverte, de descubrir cosas nuevas. También, y en esto mi inocencia me jugó una mala pasada, era el lugar en el que más de un vivales aprovechaba para arrimarse a alguna mujer con la excusa de las apreturas y de paso animarse un poquito. Algo así debió pasar en aquel viaje de vuelta, pues una mujer empezó a gritar como si le hubiera dado un ataque, lanzando palabras gruesas e insultos sin motivo aparente para mí.
Cuando ya hubimos salido se me ocurrió comentarlo preguntando si se había vuelto loca por el calor o los apretujones, y ante mi sorpresa, el padre Jesús dijo:
- Seguro que le estaba metiendo mano algún sinvergüenza.
- ¿Y eso qué quiere decir? - pregunté.
- Supongo que le estaría tocando el culo, digo yo.
Seguro que me puse rojo como un tomate, pues nunca me lo hubiera imaginado y menos en un lugar público. Pero estaba visto que aún era un inocente y tendría que aprender muchas cosas. Al fin y al cabo nadie nos había hablado nunca del comportamiento de las personas, tan solo nos habían enseñado que había buenos y malos y que el pecado era intrínsecamente malo. Y todo lo tocante al sexo y más fuera del matrimonio, era un pecado y de los gordos. Ahora entendía por qué había gritado aquella mujer como si hubiera estado poseída, aunque también podría haber hecho lo contrario, no decir nada. En fin, que estaba hecho un lío y pensé que lo mejor era no abrir la boca para no recibir respuestas que me iban a dejar todavía más confuso.
La primera comida en grupo la hicimos en un bar de mala muerte de barrio de Horta. Alguien se había encargado de buscarlo, como solución, mientras encontraban un lugar estable para vivir y un servicio para atender a tanto personal: íbamos a ser unos dieciocho o veinte los miembros de la nueva comunidad. Era una mesa larga y tendida en la que había un servicio ya preparado que recordaba los del comedor del colegio. La comida de menú era la misma para todos y después de una mañana dando vueltas por la ciudad no la hicimos ningún asco y creo que rebañamos hasta los platos. Después de acabar nuestra primera comida comunitaria, cada uno se fue por un lado ya que no había órdenes concretas y los más jóvenes nos fuimos de nuevo a la parroquia a pasar la tarde. A falta de algo mejor que hacer y dado que el hambre apretaba, a la hora de merendar la emprendimos con las uvas de una parra que había en un pequeño patio de la casa. Todavía no estaban maduras del todo, pero a mí me supieron a gloria bendita. Todo había ido bien hasta que la señora que atendía la cocina y el servicio de la parroquia nos cogió con las manos en la masa o, más exactamente, en las uvas y nos abroncó de modo y manera que nos acabarían sentando mal de una otra forma.
La mañana siguiente se presentó activa. De golpe a todos nos había entrado un irrefrenable deseo de buscar trabajo y nos pusimos manos a la obra. El diario La Vanguardia era el líder en anuncios por palabras y por supuesto en anuncios de trabajo. Alguien iba cantando los anuncios y los demás tomábamos nota de la dirección en la medida de las posibilidades de asequibilidad que tenía. No sabíamos hacer nada laboralmente hablando y de lo único que disponíamos era de nuestra juventud, un bagaje cultural más o menos alto y mucha ilusión. José, Juanjo y yo nos decidimos por empezar de vendedores de fascículos de una enciclopedia a domicilio y de nuevo volvimos a recorrer la ciudad hasta dar con las oficinas de la empresa que se encontraban en la otra punta como suele pasar siempre o casi siempre.
Iba a ser nuestra primera entrevista de trabajo y el hecho de ser tres los que habíamos acudido juntos al anuncio nos daba más tranquilidad. Si hubiera ido yo solo, a buen seguro que no me hubiera atrevido a entrar, pero yendo en grupo, la vergüenza que aquellos momentos me embargaba la compartía con mis compañeros y era más llevadera. Yo no había vendido un libro en mi vida y, aunque aparentemente parecía fácil, pensaba que la gente no iba a ser tan tonta de no saber comprar un libro o un fascículo cuando le diera la gana. A pesar de todo, incluso de nuestra falta de experiencia, nos contrataron a los tres y así fue como nos encontramos con nuestro primer trabajo. Eso sí, ganaríamos según ventas, y de sueldo fijo, nada de nada. Para celebrarlo decidimos entrar en un bar a comer un bocadillo de chorizo, pues aún disponíamos de algo de dinero propio. Fue la primera vez que comí un bocadillo con el pan restregado de tomate y si no hubiera sido por el hambre, creo que lo hubiera dejado, pero conseguí acabarlo, aunque la sensación del sabor del tomate no me gustó y tardé algunos meses en volver a probarlo.
Cuando volvimos a la comunidad comunicamos la buena nueva, pero a nadie pareció impresionarle que hubiéramos encontrado trabajo. Mientras tanto seguíamos amontonados en el piso y por supuesto, comiendo y cenando en el bar restaurante el menú pactado con el dueño que a duras penas llegaba a saciar nuestras necesidades o al menos las mías y no me consideraba ningún tragón.
La experiencia laboral fue un desastre y prácticamente acabó antes de comenzar. Había durado una mañana y se limitó a aprender en compañía de un experto las técnicas de venta puerta por puerta. A José y a mí, nos había tocado el mismo barrio. Un barrio de reciente construcción con bloques de pisos amontonados unos al lado de los otros en los que se cobijaban familias numerosas de inmigrantes. Las calles subían montaña arriba y en la mayoría de ellas no había ascensor. Pronto me di cuenta que lo que menos les preocupaba a aquella gente eran los contenidos culturales del fascículo que llevaba por título "Monitor" y las excusas para no comprarlo eran de todo tipo, pero la más socorrida era la de los problemas económicos o la falta de interés por la cultura que le iba a proporcionar el conjunto de fascículos que más tarde se convertirían en una grandiosa enciclopedia. Una tras otra las puertas se iban cerrando ante nuestras narices sin concretar ninguna venta. El muchacho al que acompañaba no desesperaba y de vez en cuando me decía:
- En este barrio no se vende un fascículo ni regalándolo. La gente se las ve y se las desea para salir adelante y lo que menos les importa es tener una enciclopedia en casa. Pero tú no te desanimes que ya vendrán barrios mejores.
Yo no decía nada, pues estaba allí para aprender, pero veía, muy a mi pesar, que aquello si tenía algún porvenir debía de ser cuestión de suerte o a largo plazo. A media mañana paramos para tomar una caña que pagué creyéndome en la obligación de hacerlo por lo que estaba aprendiendo. A cambio de la invitación el muchacho, algunos años mayor que yo, me explicó que él lo hacía porque no había otra cosa y no se iba a meter en una obra de peón, pero que cuando llegaba la temporada de verano se iba a la costa y allí si que había trabajo y extranjeras, sobre todo suecas, danesas y alemanas, y con esas se podía hacer algo pues no eran tan estrechas como las españolas que solo pensaban en casarse. Me llegó a decir que a una la había dejado embarazada y cuando yo le pregunté si pensaba casarse con ella, soltó una carcajada que me hizo enrojecer.
- ¿Pero qué dices, chaval? Las extrajeras vienen para eso y ya saben a lo que se exponen - dijo como si tal cosa - Lo más seguro es que no la vuelva a ver en mi vida.
Todavía tenía mucho que aprender de la vida y pensé que aunque no me parecía normal, debía ser corriente entenderse con las extranjeras y si te he visto, no me acuerdo.
El resto de la mañana transcurrió sin conseguir hacer ni una sola venta y no había que ser muy listo para hacer el cálculo de las ganancias: cero ventas, cero pesetas. Aquello era para desanimar al más optimista, aunque yo no dije nada para no parecer un impaciente, pero para mis adentros, pensaba que en un oficio así, si no había algún soporte detrás, era para morirse de hambre.
Ya tenía ganas de ver como les había ido a Juanjo y José y tuve ocasión de comprobarlo a la hora de la comida en el restaurante en el que nos reuníamos todos los del grupo.
José, que estaba tan desanimado o más que yo, se había pasado la mañana oyendo negativas y promesas de en otra ocasión y Juanjo, que según contó, llevaba un material diferente al nuestro y que no eran fascículos, venía bastante animado y le empezaba a gustar el oficio.
Cuando volvimos al lugar de encuentro que era un bar en la zona que teníamos asignada, mi compañero me dijo:
- Manuel, yo lo dejo, ¿tú qué vas a hacer?
- Pepe - pues solíamos llamarle así -, me has adivinado el pensamiento. Estaba a punto de proponerte lo mismo. Creo que no estoy hecho para esto de vender por las puertas.
Se lo explicamos a los muchachos que en teoría eran nuestros jefes y maestros en el nuevo oficio y parecieron entenderlo enseguida. Sin duda estaban acostumbrados a abandonos prematuros por parte de los principiantes como nosotros. Nos despedimos tan amigos y ellos se fueron a aporrear puertas y nosotros nos metimos en un cine que había al lado del bar. Echaban dos películas: Ibalo el Libertador y Golfus de Roma. La entrada costaba en aquellos tiempos cuatro pesetas.
El cine era uno de los muchos cines de barrio que por entonces había en Barcelona, cuando la televisión todavía no había suplantado al séptimo arte en los gustos de los españoles. Estaba lleno de gente y a cada acción victoriosa de los buenos, aplaudían a rabiar. Era como en las películas que nos pasaban en el colegio, pero sin cortes inoportunos cuando había algún beso o cosas parecidas. Fue la primer vez que vi una película en la trabajaba Buster Keaton que con el tiempo llegaría a ser uno de mis actores favoritos.
Cuando salimos del cine después de casi cuatro horas, nos conjuramos para no decir nada. Habíamos descubierto una nueva manera de evasión y pasatiempo, que nos iba a proporcionar muchas tardes de asueto y ocio, y, concretamente en mí, se iba a convertir en una obsesión. Acababa de descubrir la posibilidad de escoger la película que me interesaba ver y acababa de descubrir que el cine me gustaba más de lo que nunca hubiera imaginado.
Aquella noche cuando llegamos a la casa, comunicamos el abandono del trabajo, pero a nadie pareció importarle. Tan solo Juanjo estaba dispuesto a seguir.
Pasados cuatro o cinco días ya nos mudamos a una vivienda en el ensanche, muy cerca del paseo de Gracia y de la plaza de Cataluña. Era uno de esos pisos inmensos que se construyeron según el plan Cerdà, aunque nunca se acabara de llevar a término tal como el insigne urbanista había proyectado. Tenía la friolera de dieciocho habitáculos o cuartos, entre habitaciones, lavabos, cocina, comedor y sala de estar y un larguísimo pasillo por el que se podía pasear haciendo metros en cada recorrido. Era viejo, pero proporcionaba una cierta intimidad y aunque los jóvenes seguimos durmiendo en una gran habitación que daba a la parte interior de la manzana, ya no dormíamos en el suelo sino en literas, lo que comportaba una cierta comodidad y algo más de orden.
El día del cambio, yo había mirado el periódico y le había echado el ojo a una película que reponían en un cine en una barriada de la zona de Verdún. Creo recordar que el cine se llamaba Diamante y la película que había elegido, Un hombre para la Eternidad. Si la memoria no me falla, contaba los hechos que llevaron a Tomás Moro a la muerte por oponerse al rey Enrique y a sus componendas para legalizar sus continuos divorcios en contra de la opinión de la Iglesia de Roma. Lo que además provocó la ruptura con la Iglesia Católica y el nacimiento del Anglicanismo. Recuerdo que yo conocía la historia que nos habían explicado en el colegio, siempre de manera sesgada y parcial, y aquella película acabó por acrecentar mi fobia hacia los ingleses, que además nos habían humillado con lo de la Armada Invencible, la batalla de Trafalgar y lo del pirata Francis Drake, o al menos así me lo habían contado desde siempre. Creo que aquel día odié a los ingleses por lo que le habían hecho al bueno de Tomás, persona por otra parte, íntegra y leal, a la vez que defensora sin fisuras de los principios de una Iglesia en la que yo por aquel entonces creía de manera bastante clara, y supongo, que por la falta de conocimiento de otros puntos de vista y otras ideologías. Más tarde, con el paso del tiempo, y con la apertura a nuevos horizontes y diferentes maneras de explicar la historia, mis prejuicios cambiaron con respecto a los enemigos que históricamente lo habían sido de España, ya que entendí que lo que siempre había estado en juego había sido la idea de poder sobre los demás, y para ello, unas y otras potencias habían hecho lo que habían podido y se habrían aliado hasta con el diablo si hubiera hecho falta. De cualquier forma, mi fobia hacia los ingleses, nunca llegó a desaparecer del todo y aún hoy día sigo viéndolos como un pueblo que no me hace ninguna gracia.
Cuando llegué aquella noche, después de haberme confirmado a mí mismo que los ingleses eran unos animales de la peor calaña, pronto me di cuenta que el cambio de vivienda había sido como pasar de una chabola a un palacio. No me podía creer que existieran pisos tan grandes y con tantas habitaciones y menos aún, que yo fuera a vivir en uno de ellos, con todo lo que eso comportaba de comodidad y tranquilidad. Además, una cocinera se encargaría de hacernos la comida y atendernos, ya que nuestra misión no era la de subsistir como grupo, sino la de integrarnos en el mundo laboral y colaborar en facetas de apostolado con alguna parroquia. La idea era revolucionaria si se tenía en cuenta el pasado, pues se rompía con la tradición de muchos años consistente en preservar la fe y la vocación dentro de los gruesos muros del seminario pero sin saber nada o muy poco de lo que pasaba fuera de tan recias paredes.
Después de la llegada al nuevo piso, los primeros días fueron anodinos y los pasamos lo mejor que pudimos adaptándonos a la nueva vivienda o conociendo el barrio para hacernos al nuevo tipo de vida. Sin nada mejor que hacer, pues después de la primera experiencia laboral no parecía haber nada nuevo bajo el sol, algunas tardes acabábamos en el cine viendo cualquier programa doble y así fue como en cierta ocasión, Pepe, Alfredo, J. Antonio y yo nos pusimos de acuerdo para ir a ver "En el calor de la noche", que según la crítica era una buena película, que además de tratar el problema racial en Estados Unidos, contaba una interesante historia policiaca y detectivesca. No habíamos dicho nada a nadie por miedo a que los que gobernaban nos pusieran alguna pega o impedimento. Llegamos con la película ya empezada y nos instalamos cómodamente guiados por la luz de la linterna del acomodador, dispuestos a disfrutar con el duelo interpretativo entre Sidney Poitier Y Rod Esteiger. Sin embargo, cuál no sería mi sorpresa y la de mis amigos, cuando en el descanso al encenderse las luces de la treintena de personas que había en la sala, la mitad eran compañeros de la comunidad que como yo y mis amigos habían ido a ver la película. De nada sirvió tratar de esconderse o intentar pasar desapercibidos, todos nos habíamos visto a todos y supongo que habíamos pensado lo mismo. No pasó nada, pues entre los asistentes había también algún fraile de los que ostentaban la jefatura del grupo. A la salida, cada uno nos fuimos por un lado y nadie se quedó para no tener que dar explicaciones de la curiosa coincidencia de gustos, de horario y de personas hacia una misma película sin habernos puesto previamente de acuerdo.
Los días transcurrían plácidamente, ya llevábamos dos semanas en Barcelona y yo había aprendido a moverme por la ciudad sin ningún tipo de problemas. Para ir al centro, bastaba con caminar un poquito y ya estabas en la plaza de Cataluña, Las Ramblas o la plaza Real, lugar al que habitualmente acabábamos llegando en aquellos comienzos del otoño del 68 para tomar una cerveza y ver la variopinta fauna humana que por allí se movía en la frontera con el barrio de las putas, aunque eran más abundantes a la derecha de las Ramblas, sobre todo en los bares de la calle Robador y Las Tapias. Todavía no me había atrevido a inspeccionar aquella zona, más por miedo que por ganas, y lo máximo que había llegado era al límite de la plaza Real, lugar abierto y concurrido, en el que siempre había gente. En uno de mis paseos de reconocimiento del terreno, había decidido acudir la soleada mañana del doce de Octubre a un acto que se celebraba en la plaza de la universidad. En alguna parte había leído algún panfleto en el que se anunciaba el acto de desagravio a la bandera y sin saber cómo ni por qué, me encontré escuchando a una serie de oradores que desde el balcón lanzaban arengas, gritaban como poseídos e invitaban a honrar a la bandera española que días antes, hecho del cual no tenía ni idea, había sido agraviada por un grupo de estudiantes al quemarla o hacer con ella alguna salvajada. Tardé en entender lo que estaba pasando, pero me pareció prudente seguir allí entre aquella gente que escuchaba atentamente y gritaba enfurecida cuando arreciaban los ataques por parte de los oradores contra desestabilizadores. El acto culminó con el canto del Cara al Sol y la mano derecha levantada trazando un ángulo de unos cuarenta y cinco grados con respecto a la vertical imaginaria del cuerpo erguido y firme. Me quedé parado sin saber qué hacer y no levanté la mano, pues tampoco sabía qué significaba aquello y noté como los que tenía a mi lado me miraban de reojo. Tal vez la hubiera levantado si alguien antes me hubiera explicado algo, pero estar en aquella postura mientras se cantaba la canción, me parecía una tontería. La canción o himno me la sabía desde que en la escuela nos la había enseñado el maestro y me gustaba la música, pero tampoco me atrevía a cantar por miedo, supongo, a desentonar.
Cuando acabó el acto, pasó algo totalmente nuevo para mí. Unas cuantas personas formaron un grupo y enarbolando pancartas se dirigieron por la calle Pelayo hacia las Ramblas gritando desaforadamente contra el comunismo, contra el rey, que aún no lo era, y a favor de Franco. Yo, pensando que aquello estaba bien, me uní a la fiesta y, aunque rezagado y en los puestos de cola, seguí con el grupo que más que andar parecía desfilar por la rapidez con la que caminaba. Al llegar a la fuente de Canaletas, la misma en la que había bebido un trago de agua el día siguiente a mi llegada a Barcelona, observé algo raro en la gente que paseaba plácidamente por el paseo. Algunos mostraban su disconformidad con las consignas que gritaban los manifestantes y ante mi asombro, vi como la policía, que entonces se llamaba armada, me imagino que por la pistola que llevaban, se encaraba con ellos y a alguno se lo llevaban como si lo hubieran detenido. Aquello me empezó a preocupar. Más adelante, mi preocupación aumentó, cuando el que parecía hacer de cabeza de marcha le arrancó violentamente una cámara de fotos a un fotógrafo que pretendía hacer una fotografía de la manifestación y la lanzó al suelo como si fuera una piedra o un objeto inútil. Sin embargo, aún seguía en el grupo, más preocupado por lo que pasaba fuera que por lo que decían sus componentes, las caras de los viandantes reflejaban en muchos casos burla, en otros, odio y eran los menos los que aplaudían al paso de los manifestantes. En un momento, alguien quiso que cogiera uno de los palos de una pancarta que llevaba escrito "Barcelona con Franco". Algo en mi interior me dijo que no la cogiera, quizá el miedo a tener que seguir con ella toda la mañana hasta que aquello acabara, quizá un sexto sentido que me estaba diciendo que aquello no podía ser bueno. Me excusé diciendo que ya había llevado una un buen rato, cosa que no era cierta, y aunque no pareció convencerle mucho mi explicación, no insistió y yo aproveché para tomar la decisión de abandonar a aquellos voceras. Al fin y al cabo, no sabía muy bien qué hacía allí y tampoco entendía nada de lo que ellos hacían o gritaban o pretendían. Me descolgué del grupo sin que se notara y antes de que la manifestación llegara a Colón, ya la había abandonado. Los vi llegar al edificio de la comandancia militar y vi salir a la guardia con los fusiles en la mano, no sabía si a rendirles honores o a impedir que se metieran dentro del edificio oficial. Algo avergonzado y confuso di media vuelta y subí Ramblas arriba paseando y pensando en la experiencia que acababa de vivir.
Al llegar al piso aún estaba bastante nervioso y nada más entrar tuve la necesidad de contar dónde había estado y lo que me había pasado. La carcajada que provoqué entre mis superiores, sobre todo en un vasco que parecía ser el más puesto en asuntos de política y que me dijo con cierta guasonería:
- Has participado en una manifestación falangista.
- ¿Y eso es malo? - pregunté con santa inocencia.
- ¿A ti qué te parece? - me preguntó él a su vez.
- Pues no tengo ni idea.
- Los falangistas - dijo - son el mejor soporte que tiene Franco, con su ayuda y la de algunos más ha hecho lo que le ha dado la gana durante más de treinta años en este país.
- ¿Pero yo siempre había oído que gracias a él había paz en España?
- Pero la paz en las dictaduras suele llevar consigo la falta de libertades.
- Claro, y eso si que es malo.
- Malo y peligroso.
- ¿Y por qué no nos lo han explicado antes, cuando estábamos en el colegio y parecía que España fuera el último defensor de la fe católica?
- Precisamente por eso.
No entendía nada de lo que estaba pasando. Tan solo saqué la conclusión de que lo que había hecho no había sido acertado. Aquel día descubrí que vivía en un país en el que había una dictadura y que aquello a mucha gente le parecía mal, aunque tampoco sabía muy bien qué era una dictadura.
Había servido de motivo de burla y risa para algunos de mis compañeros y me volví a prometer a mí mismo ser más precavido a la hora de contar lo que me pudiera pasar.
Sin embargo, algo se derrumbó dentro de mí. Todo lo que había hecho y en lo que había creído o me habían hecho creer desde muy niño era un montaje para sostener un régimen político. Me acordé del cura de mi pueblo, Don Isaac, que desde siempre nos había inculcado valores religiosos y espirituales dentro del más estricto nacional catolicismo y en contra de todo otro pensamiento político y religioso que no estuviera en la línea del régimen establecido. Ahora me había dado cuenta de que había gente que no creía en Dios o que creía en otras ideas y no pasaba nada si no lo expresaba públicamente. También me estaba dando cuenta que me habían estado engañando durante toda mi vida, utilizando el miedo al castigo eterno, a la condenación por siempre, al infierno.
Me acordé también de Don Serafín, el maestro, un hombre del régimen, que un día sí y otro también, nos hacía formar como un pequeño ejército y con el brazo derecho levantado nos invitaba a cantar el Cara al Sol y las Montañas Nevadas, que visto desde la distancia, tampoco sonaba mal en la época en la que lo cantábamos. No sé si por el ritmo, la marcha o las palabras que se decían. De cualquier forma, aquel hombre que debía ser maestro por vocación, me imagino, nos había llevado a lo largo y ancho de la infancia más derechos que velas y dentro del orden establecido, sin habernos dado ninguna otra opción, ni haber abierto nuestro pensamiento a otras formas de pensar que la ya mencionada.
También me acordé de mi padre, que sin entender nada de política, tenía el sentido común de la justicia natural y era capaz de discernir entre lo que era justo y lo que era un abuso. Él, mi padre, si que me había hablado de los otros, de los rojos, y nunca lo había hecho ni con rencor ni con desprecio. Incluso, cuando hablaba de tío zapatero, lo hacía con admiración, pues según él, había sido la única persona culta del pueblo, pues ya cuando la república leía el Imparcial y tenía ideas algo más avanzadas y progresistas que el resto de los habitantes. Claro que había estado a punto de pagarlo caro y no acabó en alguna cuneta gracias a que cuando vinieron a por él se había escondido y no pudieron encontrarlo. Todas estas historias me las contaba a escondidas y porque a mí siempre me habían encantado. Sin embargo, un grano no hace granero, y el hecho de que en mi pueblo hubiera habido un par de personas que habían pensado diferente a los demás no había sido suficiente para que se respirara otro aire que no fuera el oficial y con él me había criado en la seguridad de que no existía otra cosa, como aquella mañana acababa de comprobar para mi desilusión y desengaño.
Aquella tarde, en contra de lo que tenía por costumbre, me quedé en casa, a pesar de que mis compañeros se fueron al cine. En la soledad de mi cuarto, le seguía dando vueltas a lo que había vivido por la mañana.
Al día siguiente, al mirar el periódico para buscar en las ofertas de trabajo algo que me pudiera convenir o que pudiera hacer, me encontré con fotos de la manifestación del día anterior, incluso había una donde se veía la pancarta de "Barcelona con Franco" que yo me había negado a llevar por miedo y también me enteré de que la gran mayoría de los participantes eran falangistas y guerrilleros de Cristo rey. Ni se me ocurrió preguntar quiénes eran estos últimos de los que tampoco había oído hablar en mi vida.



No tardé en volver a intentarlo en un nuevo trabajo. La vida en la comunidad tenía momentos dulces y momentos amargos, pero al final del día me daba la sensación de ser un parásito que no hacía nada por los demás y que además, se aprovechaba de ellos. Aunque en el grupo había gente que pensaba así, al menos eso daban a entender por su actitud, yo no podía pasarme las horas muertas sin hacer nada más que perder el tiempo o escaparme a escondidas por las tardes al cine a ver alguna película de los cientos que cada día se proyectaban.
Nuestra misión apostólica aún seguía sin estar definida y se limitaba al rezo en la pequeña capilla del piso a ultima hora del día y en la asistencia a los oficios religiosos en la parroquia del barrio, pero sin participar en ninguna actividad dentro de la misma. Así, cuando alguno de los compañeros me sugirió la posibilidad de empezar a trabajar de peón de albañil en una obra, no me lo pensé dos veces y acepté la propuesta.
La obra se encontraba en la parte alta de la colina del Carmelo mirando hacia el centro de Barcelona y se trataba de la construcción de unos pisos, supongo que para inmigrantes, por la ubicación en la parte alta de la montaña y por las pésimas comunicaciones que le iban a unir a la ciudad. Se llegaba en autobús y después había que subir montaña arriba hasta dar con el lugar. La vista era magnífica, pues se dominaba gran parte de la ciudad de Barcelona y desde allí arriba se podían identificar la mayoría de los edificios emblemáticos de la ciudad. Claro que aquello no iba a suponer una calidad de vida, pues los bloques de pisos se apiñaban montaña arriba como si estuvieran haciendo escalada libre. Más tarde me di cuenta de que en aquellos años se construía sin ton ni son y sin tener en cuenta las necesidades de todo tipo que más tarde iban a tener los futuros moradores de aquellos barrios dormitorios, levantados para albergar las riadas de inmigración que llegaban a la ciudad, pero obedeciendo a intereses especulativos por parte de las constructoras.
Mi trabajo en la obra consistía básicamente en llevar ladrillos de un lado para otro y para eso no hacía falta ni preparación profesional ni otras dotes que no fueran las de saber sobrellevar la rutina que representaba pasarse diez horas al día transportando ladrillos a mano de un montón a otro montón. Al principio me lo tomé con ganas en un intento de demostrar mi capacidad de trabajo y mis deseos de cumplir ante el malhumorado capataz que parecía estar allí para demostrar la mala uva que gastaba. Trataba de no pensar en mis seis años estudiando bachillerato para acabar con las manos destrozadas por los ingratos ladrillos, pero pronto resultó imposible que dentro de mi no se rebelara mi rabia como persona que había venido al mundo para hacer algo más importante, sin dejar de pensar que aquello también podía y de hecho era importante. Todo comenzó cuando el malhumorado capataz, que siempre llevaba cara de vinagre, me dijo que volviera poner el camión de ladrillos en el mismo sitio de donde los había quitado después de largas horas y cientos de viajes. Me pareció tan absurdo gastar mi fuerza de trabajo en volver a hacer lo mismo, pero al revés que acababa de hacer, que pensé que mi trabajo no servía para nada. Me acordé de algo que había leído alguna vez y que hacían con los prisioneros a trabajos forzados, consistente en hacer hoyos para una vez hechos volverlos a tapar. Creo que sufrí esa misma sensación y con ella la de estar en un campo de concentración por veinte míseras pesetas a la hora. Yo envidiaba a los peones que hacían el mortero o estaban para atender a un maestro albañil de los que levantaban paredes. Aquel trabajo si que era entretenido y a la vez instructivo. Entonces empecé a pensar la manera de hacerle ver al capataz que yo podría hacer de ayudante de albañil tan bien como el mejor y mientras acarreaba ladrillos de un lado para otro iba madurando mi plan o más bien, convenciéndome a mí mismo de que debía abordar el problema con el iracundo capataz. Lo dejé para el sábado, último día de la semana en el que se trabajaba y lo hice en el momento que recibía mi primera semanada que a duras penas sobrepasaba las mil pesetas. Me armé de valor y abordé al capataz:
- Señor encargado, quisiera pedirle un favor.
- Tú dirás - respondió de mala uva como hacía siempre.
- Mire, que he pensado que me podía poner de ayudante de algún albañil.
- ¿Es que no te gusta lo que estás haciendo?
- No es eso - mentí -, sino que pienso que sería más útil de ayudante que llevando ladrillos todo el día de un montón a otro.
- Lo siento, muchacho - me dijo, ahora sí con sonrisa de zorro avezado -, pero aquí se hace lo que yo mando y tú trabajo es llevar ladrillos donde yo diga.
- Pero - no me dio tiempo de continuar. Saltó como si yo fuera su presa.
- Ni peros, ni gaitas, si te interesa bien y si no, ya sabes.
- Vale, lo que usted diga - respondí sumiso y avergonzado, teniendo la sensación de que había hecho el ridículo.
Al marchar de la obra me despedí del lugar. Estaba convencido de que no iba a volver a no ser que alguien me obligara. En el autobús, ya de vuelta recordé los momentos de soledad mientras me comía el bocadillo que había llevado para pasar el día, pero también los momentos de descanso en los que desde lo alto de la montaña me dedicaba a contemplar la ciudad y a encontrar edificios y calles entre el sinfín de edificaciones que desde lo alto se podían ver. Había sido mi segunda experiencia laboral, negativa como la primera, pero más deprimente, pues me había sentido tan inútil e innecesario que solo pensarlo me producía tristeza. Y por si esto fuera poco, no había conseguido hacer amistad con nadie, supongo que dada mi ocupación, por lo que la experiencia tan solo la guardo como recuerdo amargo de lo duro que fue en un principio abrirse paso en Barcelona.
Al llegar el lunes ya había decidido no volver ya que nadie me obligó a ello cuando lo comenté en la comunidad y ahora, pasados los años, siempre que miro hacia la montaña, me acuerdo de la semana que pasé y aunque a veces me han dado ganas de dar una vuelta a ver cómo ha quedado el barrio y revivir aquellos días de octubre del 68, no lo he hecho, tal vez para no perder aquel recuerdo que sigue formando parte de mi memoria.
Pasadas las dos primeras semanas en el barrio, ya nos habíamos integrado, como mínimo, de manera física. Acudíamos puntualmente los domingos a la misa en la parroquia de la Concepción y aunque no ejercíamos ninguna actividad, dábamos una nota de color con nuestro aspecto pueblerino entre los serios y acomodados habitantes de aquella zona del ensanche barcelonés. La verdad sea dicha, no pintábamos nada o muy poco en la parroquia y más que nada, de haberlo intentado, porque el tipo de feligreses que a ella acudían a cumplir con su fe y religión, no necesitaban salvarse ni muchos menos cambiar su actitud cristiana perfectamente resguardada en su status social.
La mayoría de los sacerdotes que decían las misas eran personas mayores y su compromiso social y evangélico, siempre según las homilías que pronunciaban, no iba más allá de la recomendación a vivir la fe como buenos cristianos, pero en la más estricta línea oficial y conservadora de la iglesia católica al servicio de una clase burguesa y acomodada en lo material y en lo espiritual.
En cuanto a la relación con el barrio y lo que lo conformaba, se resumía a frecuentar algunos bares, sobre todo los sábados por la noche a la hora del partido de fútbol, y no por confraternizar con los que a los bares acudían sino porque no disponíamos de televisión y por aquellos años, también el fútbol era la droga del pueblo. Solíamos ir a un viejo bar, que a buen seguro estaba desde la construcción del barrio, en el que todo era viejo y más tenía pinta de bodega con sus cubas de madera ahumadas y negras que de bar en consonancia con los tiempos. El lugar parecía anclado en los principios de siglo y la gente que a él acudía también parecían venidos de otros puntos de la ciudad. Quizá por eso lo recuerdo con cariño.
La cuestión laboral estuvo durante un par de semanas dejada de lado después de la experiencia en la construcción. Tampoco las oportunidades abundaban y aunque todos tuviéramos una preparación académica más que envidiable para los tiempos que corrían, el mercado de trabajo no lo tenía en cuenta o no nos necesitaba. Así fue como, hartos de mirar el periódico sin sacar nada de positivo, comenzamos mi amigo Pepe y yo a acudir a las colas de la oficina de colocación del sindicato vertical que por aquellos años era el único que había. Allí también nos dieron sopas con honda y parecía como si en una ciudad tan grande no hubiera ningún tipo de trabajo que pudiéramos desempeñar, nosotros que tantas ganas teníamos de hacerlo. También solíamos frecuentar el sindicato del textil donde conocíamos a un conserje, que cada vez que le veía me recordaba a aquel gran jugador del Madrid de origen argentino llamado Distéfano; tenía la misma cara. Tampoco allí las cosas venían mejor dadas, pero por lo menos acabábamos almorzando un bocadillo en una bodega cercana, invitados por el conserje. Yo pienso que lo hacía porque le dábamos pena y había acabado cogiéndonos cariño.
En las sucesivas visitas a la sede del sindicato amarillo llegué a conocer gente de las más variadas clases y razas, pero recuerdo sobre todo a un negro guineano que se apellidaba Moto, y que si en un principio me pareció un posible contrincante en lo de obtener algún trabajo, pronto se convirtió en un buen amigo y en un mejor conversador mientras matábamos las horas esperando que saliera algún trabajo. Pasado aquel mes de incansable búsqueda de un empleo le perdí la pista y no le he vuelta a ver, pero me ha venido más de una vez a la memoria a raíz de los sucesos y las vicisitudes que a lo largo de los años se han ido dando en su país de origen. Incluso he pensado en él cuando se ha hablado de Severo Moto, líder de la oposición al dictador Teodoro Obiang, preguntándome si no tendría algo que ver mi antiguo conocido Moto con el luchador Severo Moto. Probablemente sea un apellido corriente en la ex colonia, pero siempre me ha producido una cierta curiosidad este hecho.
Hacia finales de noviembre, tanto ir el cántaro a la fuente, Pepe encontró trabajo en una empresa textil. Aún recuerdo como el conserje que fue quien de alguna manera se lo buscó, me explicaba que había pensado en él más que en mí porque mi amigo era huérfano. Y aunque a mí no me pareció razón de peso, lo entendí pues era persona de buen conformar y me alegré por él. Sin embargo, creo que después de aquello, no volví al sindicato y retomé de nuevo la posibilidad del periódico y sus anuncios por palabras.
Por fin sonó la flauta y cuando una mañana acudí a un anuncio y me dijeron que podía empezar en aquel momento, no me lo podía creer. Todo era muy precario y no existía ningún tipo de contrato, pero el simple hecho de hacer algo ya me bastaba. Se trataba de hacer adornos navideños en un taller y tenía su parte artística y creativa. El sueldo era de miseria, doce pesetas a la hora, pero el trabajo era entretenido y se trataba de hacer algo, colaborar con la comunidad económicamente y, lo más importante para mí, sentirme útil.
Eramos cinco empleados y un encargado. Tres chicos y tres chicas. El dueño del taller era un homosexual declarado, cosa que en aquellos años resultaba hasta peligroso, y para mí fue todo un descubrimiento saber que existía ese tipo de personas. Había oído hablar de ellos en términos despectivos siempre, pero nunca había estado delante de uno. El resto de los compañeros de trabajo constituían una tribu muy especial. Había una chica voluptuosa y hasta sensual, de enormes pechos y cuerpo bien formado, aunque a mí me parecía algo entrado en carnes, que parecía la madre sin llegar a ser mayor. Aquella mujer siempre estaba hablando de que tenía un novio que trabajaba en la telefónica, pero era más peligrosa que un tiburón con hambre. Yo que seguía siendo un pardillo en cuestión de mujeres y no me enteraba o, por mi condición de futuro sacerdote, aunque esto no lo tenía muy claro, no me quería enterar, empecé a notar un cierto acercamiento físico por parte de la susodicha hembra en celo e, infeliz, me asusté como un niño delante del lobo y procuré alejarme de su lado todo lo que me era posible. Ella, no sé si se llegó a ofender, pero se olvidó de mí y la emprendió con el otro muchacho que como yo acababa de entrar en el taller. Era un chico algo mayor que yo que venía cada día desde la Barceloneta, tenía cara de estar enfermo, pero parecía buena persona. El muchacho no tardó en ceder a sus encantos, no sé si se sintió atraído o por necesidades fisiológicas, pero se pasaban más tiempo uno en brazos del otro que trabajando. Eso sí, la mujer solía recordar, viniera o no viniera a cuento, que tenía un novio que trabajaba en la telefónica. Nunca supe si decía la verdad o simplemente se quería dar importancia, aunque a mí no me hacía el peso aquel comportamiento tan libertino en asuntos amorosos.
Otra de las trabajadoras era una muchacha joven de físico agradable pero marcada en la cara por una quemadura inmensa, que según llegué a saber había sido causada por algún ácido corrosivo. Era una persona muy silenciosa y pienso que se sentía acomplejada por su desgracia física. Si no la mirabas con un cierto cariño y una cierta dulzura hubiera podido pasar por un ser monstruoso físicamente hablando. Debía de ser algo amiga del encargado o tal vez su novia, pero ese punto fue algo que nunca llegué a saber porque ambos se comportaban con total normalidad y no daban pábulo para las habladurías o los comentarios. El encargado era un joven con cara de sufridor permanente y que a duras penas hablaba a no ser para encomendarte algún trabajo o para hacer que aquello funcionara. Ni hacía ni deshacía en lo de las relaciones entre el chico de la Barceloneta y la señora voluptuosa que le había engatusado con sus encantos. Para acabar, estaba otra muchacha joven, más o menos de mi edad, que era hermana de la que tenía la cara desfigurada. Ponía cara de celosa o envidiosa y siempre parecía estar enfadada. Esta muchacha, por alguna razón que yo entonces no acertaba a discernir, empezó a tirarme los tejos cuando lo de la otra pareja ya estaba consumado y formalizado. De nuevo me resistí, aunque en esta ocasión no fue por miedo sino porque no me gustaba ni físicamente ni como persona. Menos mal que pasados unos días, un nuevo trabajador vino a engrosar la pequeña empresa y la joven no tardó en olvidarse de mí y lanzarse a la conquista del recién llegado que no parecía tener ningún escrúpulo.
Pasados los primeros sustos, yo había aprendido por lo menos que la vida no solo era oración y trabajo, al menos para muchos de los mortales que había a mi alrededor. Había descubierto que el sexo tenía una importancia fundamental y que a pesar de la represión social, la amenaza de la condenación por el pecado y todas aquellas cosas que durante años me habían inculcado en el seminario, eso no importaba tanto y cada uno hacía lo que podía o al menos lo intentaba. Ya no me escandalizaba tanto ver como se daban gusto con caricias, besos y otras actuaciones y había aprendido a no mostrarme ni moralizador ni crítico. Al fin y al cabo era su vida y yo no tenía derecho a intentar cambiar el curso de sus emociones más primarias.
Sin embargo, una mañana a la hora del bocadillo que solíamos hacer en un bar de la calle fuera del taller, ocurrió algo que estuvo a punto de trastocarme. Había decidido quedarme trabajando pues no tenía ganas de comer y cuando me encontraba solo con mis estrellas doradas y plateadas oí que llamaban a la puerta. Pensé que alguno de los compañeros se había olvidado algo y fui raudo a abrir. Ante mi sorpresa vi que era la mujer de los grandes pechos y la sensualidad a flor de piel. Le pregunté si se había olvidado algo pero por respuesta me sonrió de una manera que me hizo ponerme en guardia.
- He venido a hacerte compañía, me da no se qué que estés aquí solo - dijo.
- Muchas gracias, pero no me importa - le respondí.
Me puse a trabajar de nuevo más nervioso de lo habitual. Ella merodeaba a mi lado. De pronto noté como su mano acariciaba mi cabeza y su cuerpo se pegaba al mío frotándose contra mi espalda. Me quedé paralizado sin saber cómo reaccionar y supongo que aquello fue lo que aprovechó aquel demonio de mujer para apoderarse de mí. Cuando me quise dar cuenta me estaba masturbando sin que yo ofreciera ninguna resistencia. Fue tal el impacto que causó en mí que a punto estuve de marearme cuando exploté como un vendaval y ella, al ver mi aspecto, entre alterado e ido, debió asustarse bastante porque se fue veloz a buscar un trapo húmedo para refrescarme la cara. Yo parecía en otro mundo y a fe mía que, aunque confuso, pensaba que había sido maravilloso. Ella, que seguía a mi lado, no se atrevió a decirme nada y yo pensé que así debía ser, pero la llegada de los compañeros me sacó de mi error cuando me preguntaron si me había pasado algo. Yo mentí y dije que no.
- Pues parece que te haya dado un ataque de locura, tienes la cara como si hubieras pasado un susto.
- Será que hoy no me encuentro bien - respondí con el mayor aplomo que pude.
- Es verdad, cuando he venido ya le he encontrado así - mintió también la mujer que me acababa de hacer la masturbación.
No dije nada más, pero para mis adentros pensé que debía dar una imagen muy rara y fui a mirarme al espejo del lavabo. Cuando me vi creo que tenía cara de idiota y no se me ocurrió otra cosa que soltar una carcajada. Me lavé bien y me refresqué y volví a salir.
Durante un mes y medio fui compaginando el trabajo en el taller con la vida en la comunidad, que desde el punto de vista de apostolado no acababa de arrancar. Tampoco nosotros sabíamos muy bien cómo podríamos encajar en el desconocido y complejo entramado social de una ciudad como Barcelona, y más, viviendo tan lejos de los puntos donde la vida no era ni fácil, ni tan siquiera prometía serlo a corto plazo. Los barrios dormitorio de la periferia y las ciudades de los alrededores, era evidente que no disfrutaban de los mismos privilegios en aspectos urbanísticos, en equipamientos sociales y en calidad de vida. Por todo ello resultaba difícil, me imaginaba, dar el primer paso o saber hacia dónde había que darlo.
En cuanto al grupo que habíamos formado para poner en marcha la experiencia de apostolado en consonancia con los tiempos se podía decir que le faltaba una cabeza pensante que marcara las pautas ya que cada uno de nosotros éramos hijos de nuestro padre y de nuestra madre y, por educación y tradición, necesitábamos que alguien nos dijera lo que teníamos que hacer. El hecho de que de golpe nos hubieran dejado sueltos, propiciaba que cada uno campeara a sus anchas sin tener que dar cuentas a nadie y los más espabilados le echaban cara a la vida y pasaban las horas sin pegarle un palo al agua o lo que era lo mismo, viviendo de gorra y aprovechándose del esfuerzo de los que hacíamos algo, aunque solo fuera material, por sacar adelante la comunidad y el proyecto.
También había el pequeño grupo de dos o tres personas que retomaron sus estudios con vistas a ordenarse sacerdotes más adelante y éstos por razones obvias, dedicaban la mayor parte de su tiempo a su preparación teológica o universitaria.
Curiosamente, siendo un grupo tan numeroso, nos relacionábamos por edades o más exactamente, por grupos naturales procedentes de los cursos en los que cada uno de nosotros habíamos estado encuadrados en el colegio. Así pues, había cuatro grupos diferenciados y dos sacerdotes que hacían las veces de superiores o directores. Era, en definitiva, como una traslación del colegio a un piso de la ciudad, pero sin la disciplina rígida del colegio donde cada segundo estaba destinado a algo concreto.
De los superiores, el más próximo a mi sensibilidad y mi manera de ser era Enrique y mi relación con él era distendida y amistosa. Era una persona que me daba tranquilidad y confianza y debido a esa confianza yo seguía esperando que algún día empezaríamos a hacer cosas para cambiar el mundo, aunque solo fuera un poquito. Sin embargo, Salomón, el otro sacerdote gastaba más mala uva y era el que de vez en cuando nos daba alguna bronca, sobre todo por asuntos económicos, y nos ponía firmes cuando alguno se pasaba o se salía de madre. En cierta ocasión, con una pequeña parte de las cuatrocientas pesetas que teníamos de asignación mensual para viajes y gastos personales hice una pequeña inversión en una quiniela de fútbol y me tocaron unas dos mil pesetas. Yo pensaba que aquel dinero me pertenecía ya que había salido de mi asignación personal, pero cuando Salomón tuvo noticia de ello, hizo que lo entregara para el fondo de la comunidad. Estaba claro que yo desconocía lo que era vivir en comunidad, pero, aunque me dolió darlo, entendí que así debía de ser.
La escasez de medios económicos con la que contábamos no era como para lanzar cohetes y a más de uno se le despertaba el ingenio y buscaba la forma de sisar algunos duros para poder tener un poco más de solvencia. Yo no podía ni pensar en tal solución ya que era tan mísera mi paga como artesano de ornamentos navideños que de haberlo hecho bien hubieran podido pensar que trabajaba por la cara. Sin embargo, administrando las cuatrocientas pesetas aún tenía para ir al cine los fines de semana y tomarme de vez en cuando una caña en la plaza Real o en la bodega del barrio. No tenía otros vicios y, menos mal, ya que hubiera resultado difícil mantenerlos con el poder adquisitivo del que disponía.
Sobre las penurias económicas, recuerdo ahora lo que hizo un mes mi compañero Alfredo. Durante los largos treinta días tan solo gastó dos pesetas y cincuenta céntimos por día laboral que era lo que costaba el billete de ida y vuelta en el metro si se sacaba antes de las ocho de la mañana. Con lo que ahorró aquel mes interminable se pudo comprar unos pantalones de vestir, que dicho sea de paso no le quedaban nada bien, pero él se sentía muy a gusto con ellos, incluso teniendo que soportar las bromas que al respecto le estuvimos gastando todos durante unos cuantos días.
Yo seguía yendo al taller cada mañana. Con el paso de los días, me convertí en un experto artesano en la elaboración de objetos navideños y ya le había cogido gusto a aquel trabajo. Las relaciones con los demás operarios se habían incrementado para bien y, marcadas las posiciones, ya no tuve que vivir más situaciones como la que me había tocado la mañana que fui maravillosamente violentado por la mujer de los grandes pechos. Aquel hecho tardé unos cuantos días en borrarlo de mi mente y más de una noche, en la intimidad del cuarto y en el silencio oscuro, me produjo algún quebradero de cabeza y me hizo pensar cosas que, dada mi condición de aspirante a sacerdote, no estaban bien por lo que tenían de atentado contra el sexto mandamiento. Sin embargo, las aguas volvieron a su cauce y con el paso de los días lo olvidé, aunque he de reconocer que sentía alguna pequeña envidia cuando la veía tontear con el muchacho de la Barceloneta. Tal vez sin yo saberlo, aquello eran celos, pero la cosa no me llegó a traumatizar lo más mínimo. Como iba diciendo, formábamos un grupo alegre y que, historias personales a parte, nos lo pasábamos muy bien, a pesar de las doce o catorce horas que a veces nos tocaba de trabajar. Sin duda, la falta de competitividad y la imposibilidad de escalar en la empresa ayudaba a ello, ya que todos, salvo el encargado, teníamos la misma categoría y todos, cuando acabara la campaña de Navidad, nos iríamos otra vez a la calle y nos volveríamos a quedar a verlas venir.
Lo del despido se produjo un par de días antes de Navidad. Una tarde apareció el dueño del negocio disfrazado de personaje oriental y haciendo gala de su condición de homosexual. Se paró ante nosotros y con voz de mariquita nos preguntó:
- ¿Estoy guapa?
No nos pusimos a reír por respeto o por miedo, no lo sé, pero tuvimos que hacer un enorme esfuerzo para no soltar una estruendosa carcajada. Sin embargo, nadie se atrevía a decir nada y la situación se había convertido en embarazosa. Menos mal que el encargado, que como ya he dicho era persona seria y cabal, se atrevió a decir:
- Sí, muy guapa.
- Es que hoy tenemos una fiesta de disfraces en el club y quería que me vierais antes. Me alegro de que os guste.
A mí me pareció algo horrible y descabellado ir vestido de aquella guisa, pero me cuidé muy mucho de expresar mi opinión. El jefe, no sé si satisfecho por la impresión que había causado en el grupo de sus asalariados, nos dio a cada uno cien pesetas como paga extraordinaria de Navidad. Después se fue más contento que unas pascuas y nosotros pudimos dar rienda suelta a la risa que hasta entonces habíamos reprimido a duras penas.
Acabado el trabajo en el taller, nos despedimos tomando unas cañas y prometiendo volvernos a ver después de las fiestas. Después de todo, el haber estado aquellos días juntos nos había unido pues teníamos algo en común: el tiempo compartido. No les volví a ver nunca más y si esto hubiera ocurrido, hubiera sido difícil de reconocerlos.
Con la llegada de la Navidad, la mayoría de los miembros de la comunidad nos fuimos a visitar a nuestras familias. De nuevo volví a tomar el tren en dirección al Norte. Era un nocturno que iba hasta Bilbao. El viaje de vuelta no tuvo el encanto del que me había traído a Barcelona por primera vez. Tan solo se adivinaba la vida al llegar a alguna estación o al pasar cerca de algún núcleo habitado. Resultaba incómodo estar toda la noche sentado en un departamento repleto de gente y casi sin poderse mover. Algunos dormían, pero otros como yo, nos pasábamos las horas intentando hacer correr el tiempo, cosa que por otra parte no sucedía. No poder asomarme la ventanilla del vagón y ver correr los árboles figuradamente en el sentido contrario de la marcha del tren me producía una cierta frustración. Era algo que me venía desde la primera vez que monté en un tren cuando aún tenía pocos años y no llegaba al marco de la ventanilla. Sucedió que ante mi asombro, cuando aquel primer tren de mi vida se puso en marcha, los árboles se empezaron a mover alocadamente y yo con unos ojos como platos y sin poderlo creer los contemplaba anonadado y sin atreverme a decir nada. Solo pasadas un par de horas le pregunté a mi padre que por qué corrían tanto los árboles. Él me había aclarado el error con una sonrisa condescendiente y en voz baja para que nadie lo oyera: " No son los árboles los que se mueven, es el tren. Lo que ocurre es que a ti te parece lo contrario por ser tan pequeño". Aunque no me convenció del todo, pues yo desde mi escasa estatura los veía moverse, acepté la explicación de mi padre, porque entre otras cosas, confiaba plenamente en él y creía a pies juntillas todo lo que me contaba. Tampoco hubiera podido ser de otro modo en aquellos años de la postguerra y en un momento en el que todavía no había televisión y la radio no era privilegio nada más que de unos pocos.
Desde entonces, siempre que me montaba en un tren, me gustaba recordar aquella primera vez y comprobar si los árboles se movían. Y aunque no lo hacían, era para mí como volver a la infancia en un juego al que yo jugaba y que me hacía sentirme bien por dentro. Por eso, aquel viaje se me hizo eterno. Tan solo, de madrugada, con la llegada del crepúsculo se empezaron a adivinar las primeras cosas, aunque los árboles, dormidos en el sueño profundo del invierno, parecían esqueletos y fantasmas en medio de los campos helados por el frío. Con los primeros rayos del sol, el tren entró en la amplia estación de Miranda de Ebro y los que allí bajamos, más que mostrar alegría por el final de la pesadilla, parecíamos muertos vivientes en busca del elixir que nos volviera de nuevo a la vida. Desde Miranda a Vitoria, tomé un tranvía que en poco más de media hora me dejó en la estación de la capital alavesa.
Vitoria era mi segunda tierra de adopción, pues a ella habían emigrado mis padres y toda mi familia en busca de una oportunidad a principios del año 68. Yo había pasado allí el verano y había tenido la oportunidad de conocerla bien pues había trabajado como repartidor de refrescos con un camión. Aquel trabajo me había dado la oportunidad de recorrerla bar por bar y tienda por tienda y con ello, conocer gentes de los más variados orígenes. Precisamente uno de los lugares que constituía punto de parada era el bar de la estación ya que en él, además de dejar los refrescos, solíamos comer el bocadillo. Ahora volvía al mismo bar después de unos meses y me sentí como en casa. Con la mirada recorrí las viejas mesas en las que nos sentábamos e identifiqué los objetos que me eran familiares. Creo que sentí una cierta nostalgia del pasado. Tomé un café y aproveché para saludar al que atendía el bar por conocerle sobradamente.
Decidí, dado que iba ligero de equipaje como los hombres de la mar, ir caminando hasta la casa de mis padres, recordando lugares y momentos vividos. A aquellas horas de la mañana, aún bostezaba la ciudad intentando sacudirse el sueño de los ojos. Era como si tuviera miedo a abandonar el calor de las sábanas y enfrentarse al frío implacable que recorría sin obstáculos naturales la gran llanada alavesa en que se encuentra la ciudad varada como un gran barco. Crucé por la plaza de la virgen Blanca donde había visto el primer Celedón de mi vida y donde había bailado y saltado como un loco al compás de las charangas el último verano. Al pasar ante una de las casas de la calle Diputación me acordé de ella, de una muchacha a la que había conocido cuando trabajaba repartiendo refrescos. Había sucedido un día cuando llevé la caja de botellas a su casa. Había clientes particulares que se hacían servir a domicilio y en aquella ocasión me abrió la puerta una joven, más o menos de mi edad, que me atendió por no estar su madre. Cuando la vi me quedé como alelado, nunca había estado delante de una muchacha tan bonita. Recuerdo que me puse muy nervioso y que incluso me equivoqué a la hora de darle el cambio. Ella sonreía como un ángel. En mi vida había mirado unos ojos tan grandes y tan hermosos. Creo que me enamoré de ella, pero nunca más la volví a ver. Sin duda, ella había sido mi sueño imposible de aquel verano de sesenta y ocho. Al recordarla pensé en ella de nuevo con nostalgia y me pregunté si aún seguiría viviendo allí y si ella se habría dado cuenta de la impresión que me había causado. Seguro que no.
Mis padres me recibieron muy contentos. Yo era el hijo que desde los nueve años solo volvía a casa en Navidad o en verano y supongo que para ellos representaba recuperarme, lo mismo que para mí representaba recuperarlos a ellos y disfrutar de su cariño y su protección y cuidados.
Aquellas vacaciones me sirvieron para confirmar lo importante que era tener una familia a la que poder volver siempre que el corazón y el alma lo necesitaran. Mi familia, de extracción campesina, era la típica familia castellana que había buscado refugio en la ciudad huyendo de la miseria y de la esclavitud de la tierra en los tiempos en los que todo estaba cambiando y ya no se podía vivir con unas fanegas de grano, un cerdo y dos docenas de gallinas. Habían elegido Vitoria por referencias de otros familiares que ya habían intentado la aventura antes que ellos y la elección, no había sido desacertada ya que no se había producido una ruptura radical en cuanto a costumbres y formas de vida en lo espiritual y en lo social. El cambio de la casa en el pueblo por un piso pequeño, pero con muchas más comodidades, no había traumatizado a nadie de mi familia, al contrario, parecía haberles dado la fuerza para demostrarse a sí mismos que no se habían equivocado y, unos trabajando, otros estudiando y el último, acabando de nacer, todos a una habían conseguido sentirse a gusto y unidos por los lazos de cariño y amor que nada podía romper. Era una gran familia, y aunque yo volvía como el hijo pródigo, me sentía fuertemente unido a ella y la necesitaba para llenar mi corazón de cariño y con ello, saber que estarían allí la próxima vez que volviera.
La vuelta a Barcelona después de unos días de tranquilidad y vida cómoda y fácil se me hizo un poco cuesta arriba. Por un lado estaba la pretensión de mis padres de que me quedara con ellos, pues aún seguían pensando que me encontraba muy lejos y temían por mi futuro, pero por otro lado, estaba mi compromiso con mi otra familia en el sentido de que formaba parte de un grupo con un proyecto de futuro, que aunque no acababa de arrancar, yo seguía confiando en que lo haría algún día.
Y así fue como una vez más cambié la seguridad de la familia por un futuro, que si era bastante incierto y desconocido, lo iba a construir yo y me iba a pertenecer a mí.
Sin embargo, después de mi llegada y de los primeros momentos en los que cada uno contaba los días pasados con el regusto aún del calor familiar, me encontré de nuevo con la triste realidad de que una vez más no sabía qué iba a ser de mi vida pues el trabajo se había acabado y no había perspectivas de nada nuevo. Mis compañeros, por su parte, el que más y el que menos, todos estaban situados y tenían el problema resuelto. Tan solo Alfredo y yo nos habíamos quedado a verlas venir.
Ya no me acuerdo cómo surgió, pero alguien nos sugirió la posibilidad de hacer un cursillo de formación que convocaba el sindicato y sin pensarlo dos veces nos inscribimos con la esperanza de hacernos profesionales en alguno de los muchos oficios que salían en las páginas de los periódicos, pero a los que no podíamos acceder por no tener ningún tipo de formación. Se trataba de ampliar horizontes y en seis meses existía la posibilidad de estar capacitado para un buen trabajo.
Yo elegí chapistería pensando que siempre habría coches que arreglar por lo que había podido observar en los anuncios de trabajo y por lo que con mis propios ojos había visto al pasar por delante de algún taller en los que siempre había coches esperando para ser reparados de golpes y otras averías.
De nuevo volvería a la disciplina académica y la idea me sedujo porque por lo menos durante medio año no tendría que preocuparme por la precariedad laboral existente para personas como yo que lo único que habíamos aprendido era muchos conocimientos generales, pero estaba visto que no servían para competir en el mercado de trabajo. Al menos en aquellos años.
Mientras tanto la vida de la comunidad seguía sin encontrar un objetivo claro a seguir, parecía como si todos nos conformáramos con sobrevivir y dejáramos que el tiempo fuera pasando. Estaba claro que nadie tenía una idea clara, ni tan siquiera una idea de lo que se podía hacer con el potencial humano que había. Bien es verdad que una ciudad como Barcelona no era un país africano de misiones en el que sin duda hubiéramos hecho un estupendo trabajo social y cristiano, pero también en una gran urbe como la capital catalana había lugares y sectores sociales a los que se les podía haber ayudado, si no económicamente, sí con trabajo social y cultural, del que por suerte teníamos un bagaje bastante amplio. Sin embargo, las iniciativas no llegaban y coordinar un grupo tan heterogéneo de personas como el que allí nos encontrábamos, debía resultar difícil y complicado para los dos sacerdotes que por obediencia y buena voluntad se habían puesto al frente de tan complicada empresa.
Entre los componentes del grupo había compañeros ya curtidos dentro de la congregación que sin duda había visto truncado su futuro o sus previsiones del mismo con la nueva propuesta y se resistían a convivir de una manera tranquila y pacífica con personas como yo o mis compañeros que por edad y categoría éramos los últimos monos de la comunidad. Así, les resultaba difícil compartir una habitación con otros de su promoción o tener que buscar un trabajo para entre todos llevar adelante la empresa. Sin duda, el prestigio y también la comodidad perdidas les impedían aportar su grano de arena para que el proyecto pudiera comenzar a funcionar con algo más de entusiasmo y posibilidades de éxito.
Estos compañeros vistos desde el recuerdo y de los que a duras penas me acuerdo de sus nombres, ahora, con el paso de los años, los recuerdo como unos seres egoístas y ruines, sin perspectiva de futuro y faltos de cualquier iniciativa que pudiera beneficiar a la comunidad. Sin embargo, yo era demasiado joven y poco importante para juzgarlos en aquellos tiempos y procuraba mantenerme en un terreno neutral en cuanto a sus conspiraciones y sus intentos de sabotaje del proyecto del que formaba parte porque así lo había querido el destino.






























El invierno en Barcelona era una bendición del cielo si lo comparaba con los inviernos de Castilla. Ya estábamos en enero y aún no había caído un copo de nieve, ni tenía intención de hacerlo. Era algo que me sorprendía, sobre todo recordando las nevadas que solían caer en mi pueblo, por otra parte motivo de regocijo y alegría infantil, y las siguientes heladas que dibujaban un paisaje de fotografía con sus carámbanos colgando de las canales de los tejados, con los árboles vestidos de escarcha cada mañana y la nieve apelmazada y dura que no acababa de deshacerse nunca. Claro que aquel paisaje navideño que duraba semanas y semanas traía consigo un frío impresionante. Y aunque los cuerpos estaban habituados a soportarlo con escaso abrigo, los sabañones siempre acababan haciendo su aparición tarde o temprano.
La diferencia era tan grande entre un clima y otro que me costaba hacerme a la idea. Al principio pensaba ingenuamente que era la ciudad con sus coches y la calefacción de las casas las que daban el calor suficiente para impedir que el frío se apoderara de las calles. Poco a nada sabía yo por aquel entonces de climas o de la influencia del mar o de la altitud como causantes de unas temperaturas más benignas. Prácticamente no hacía falta echar mano del abrigo y con un poco de ropa se iba tan a gusto por la ciudad.
Con tan sorprendentes auspicios climáticos y un poco nervioso por mi nueva vuelta a las aulas, aunque fuera para aprender un oficio manual, me presenté junto con mi amigo Alfredo en la escuela. Era el primer día de clase y había que dar buena imagen y no llegar tarde. AL entrar en la sala de actos en la que nos concentraban para darnos las orientaciones precisas, quedé impresionado por la cantidad de jóvenes y no tan jóvenes que allí nos habíamos dado cita en busca de una oportunidad. Antes de comenzar las actividades, alguien al que no conocía nos endosó una charla para decirnos lo afortunados que habíamos sido por acogernos a aquel cursillo que tan generosamente organizaba la confederación nacional sindical y nos alentaba a aprovechar el tiempo y las enseñanzas que iban a hacer de nosotros unos hombres de bien y de futuro para engrandecer un poco más aún el glorioso régimen bajo cuya tutela habíamos tenido la suerte de nacer. Después de tan alentador discurso, nos fueron llamando por grupos o especialidades que cada uno habíamos escogido y precedidos por el profesor tomamos contacto con el aula taller que durante seis meses iba a ser como nuestra casa y nuestro trabajo. Éramos grupos de unos veinte alumnos y en buen orden y mejor formación le habíamos seguido algo nerviosos por ver en qué iba a consistir la experiencia. El taller era como una gran nave que tenía forma semicilíndrica tumbada sobre la sección. Era como si a un gran tubo le hubieran cortado por la mitad de arriba a abajo y luego le hubieran tumbado. En su interior había todo tipo de aparatos y máquinas que yo no había visto en mi vida. Mesas, bombonas y sopletes de soldar, cizallas y máquinas cortadoras, soldadura de contacto, soldadura eléctrica y otros artilugios necesarios para aprender con su ayuda todo lo necesario para ser un buen chapista en seis meses.
Cada uno de los alumnos tenía un número con el que habíamos de firmar nuestros trabajos y el mío era el catorce. Allí estaban representadas todas las regiones de España en cuanto al origen de los alumnos. Había andaluces, castellanos, aragoneses, gallegos y algún catalán de los mal o bien llamados charnegos. Constituíamos un mosaico, vivo ejemplo de los distintos pueblos que la emigración había propiciado teniendo como meta Cataluña y más concretamente, Barcelona. Algunos eran auténticos animales de carga, con perdón, quiero decir que eran brutos y cortos de entendederas, a la vez que bravucones y a veces pendencieros, pero con el paso de los días cada uno fue ocupando su lugar en el grupo y pronto acabamos formando un equipo unido por un destino común: la chapa. Aquello estaba bien, en cuanto era un seguro en un momento de trifulca, aunque nunca llegó la sangre al río a pesar del espíritu pendenciero y belicoso de más de uno. Yo pasaba más por usar el cerebro en vez del músculo y tenía fama de intelectual. Todo ocurrió un día que le enmendé la plana al profesor a la hora de dar la respuesta a un problema matemático. Al principio no me atrevía, pero ante la evidencia de lo equivocado del resultado y después de calibrar bien las consecuencias, me decidí a discrepar de manera educada y respetuosa:
- Perdone, señor Zamorano, sin ánimo de ser irrespetuoso pero creo que la respuesta del problema que acaba de dar está equivocada.
Todos me miraron con cara de lástima, como diciendo: ya la has jodido. El profesor, por su parte, también me miró de arriba a abajo sin decir nada, luego miró hacia la pizarra para cerciorarse de que no había cometido ningún error para, acto seguido, volverme a mirar y decir con voz autoritaria:
- Espero que tengas razón, si no es así, te aseguro que pagarás cara tu impertinencia.
Más de una sonrisa maliciosa en la cara de alguno de mis compañeros acompañó mis pasos hasta el lugar que había de ser mi fracaso o mi triunfo. Era un problema de geometría y no me resultó difícil encontrar el camino correcto para solucionarlo utilizando la fórmula adecuada. Cuando acabé tan solo dije:
- Así está bien.
Todos esperaban la reacción del profesor y no para alabarme después del pequeño feo que le acababa de hacer, pero ante la sorpresa general y la mía propia, el señor Zamorano reconoció su error y a la vez mi acierto y aprovechó para decir que nadie era perfecto y lo que yo había hecho, en vez de callarme, había sido lo acertado. Desde aquel día gané una cierta fama de chico listo entre los compañeros y el profesor me escogió como su adjunto a la hora de la teórica matemática ya que cada vez que había que hacer algún problema o ejercicio matemático me consultaba antes para ver si estaba bien.
El maestro industrial, señor Zamorano, era una persona excelente, aunque más preparado técnicamente que intelectualmente. Actuaba de manera pedagógicamente correcta, sin tratar de imponer ni su autoridad ni su saber hacer. Era más una persona que orientaba y dejaba vivir sin agobiar a los alumnos. A mí me deparaba un trato especial, tal vez algo paternalista o proteccionista, cosa que yo atribuía a mi preparación académica, pero sobre todo a que éramos paisanos y alguna vez le había contado mi situación en Barcelona lejos de mi familia y no la acababa de entender muy bien. A veces me preguntaba por qué no había seguido estudiando una carrera o algo más provechoso que aprender a arreglar golpes en las carrocerías de los coches y yo, ingenuamente le explicaba mi situación y mi pertenencia a una comunidad religiosa y el proyecto de vida en el que estaba inmerso. Sin embargo, seguía insistiendo y, con ocasión o sin ella, volvía a las andadas como si fuera mi padre y me quisiera aconsejar.
Después de lo del problema, me había ganado el respeto y la admiración de la clase y siendo el benjamín del grupo como era, pues tenía los dieciocho recién cumplidos, gozaba de la confianza y la amistad de todos. Sin embargo con quien mejor me entendía era con un muchacho leonés, llamado Froilán, que había venido desde su tierra a hacer el cursillo y vivía con unos familiares de patrona. Era un muchacho agradable, trabajador y pacífico, que nunca hacía alardes de ningún tipo como muchos de los que había en la clase. Entre los dos se había creado esa corriente de amistad y confianza difícil de explicar, pero que a veces un gesto o una mirada servía para saber qué pasaba o qué había que hacer en un momento dado. Yo le ayudaba en la parte teórica y él, que era más hábil, lo hacía en la parte mecánica y práctica a la hora de hacer las piezas. También, hablábamos de nuestra tierra y solíamos echarla de menos juntos. Con el paso de los días, nos hicimos inseparables y la relación, no solo se limitaba a las horas de clase, sino que se alargaba cuando salíamos y planificábamos las tardes ocupando nuestras horas de ocio en recorrer los cines de los barrios de Barcelona viendo películas de reestreno.
El cine se había convertido en una droga para mí y llegó a ejercer tal atracción que había semanas en las que cada tarde me veía dos películas, a veces en compañía de mis amigos de la escuela y a veces solo.
En el grupo de amigos que nos habíamos hecho inseparables, y no tan solo por el proyecto estudiantil que teníamos en común, si no por el mucho tiempo libre que nos dejaban los estudios, no tardábamos en ponernos de acuerdo para buscar un cine de los muchos que en aquellos años había en Barcelona y como tampoco el dispendio económico era excesivo, pues por tres, cuatro o cinco pesetas podías entrar en un cine y disfrutar de una sesión doble. Tan solo era cuestión de patear la ciudad e ir de un barrio a otro dando largos paseos para evitar el gasto de metro autobuses. Así, llegamos a ser espectadores habituales de sales de cine que hoy en día han dejado de existir y en su lugar se levanta un bloque de pisos o de oficinas, pero que en aquellos años sirvieron para proporcionar a muchas personas algo de diversión y hasta una cierta cultura, aunque ésta en menor grado debido al tipo de películas que habitualmente se proyectaban. Sin embargo, nombres como el Levante, el Verneda, el Recreo, el Atlántida, el Virrey y tantos otros forman parte de la historia y de la memoria de aquellos años en los que el franquismo todavía dirigía los destinos de la mayoría de los españoles. Pero sin duda, la sala emblemática por excelencia era el cine Central donde se solía proyectar películas del Oeste y era refugio de estudiantes y del más variopinto abanico de personas que por aquel entonces pululaban por la ciudad. En algunos, como el Levante, las condiciones de seguridad para el espectador eran bastante lamentables, pues algunas butacas estaban desfondadas y podías acabar colándote por el agujero si se entraba cuando la sesión ya había comenzado. Esta sala, tenía otra característica curiosa y era que para beber agua no había un grifo en el lavabo si no, un botijo colgado de un gancho en la pared y para saciar la sed era menester tirar de la clásica vasija y atinar a la boca. Yo nunca llegué a utilizarlo, más que nada porque me daba un poco de reparo, ya que sabía beber bien, pues en mi tierra siempre se había bebido el agua en botijo.
En cuanto a las películas, pocas son las que recuerdo. En aquella época, el cine servía más para entretener que para manipular, aunque siempre había, sobre todo en las películas españolas, un rancio mensaje alineado con el sistema y cuanto a las extranjeras, el cine americano era el rey como no podía ser de otra manera. Sin embargo, en mi caso concreto, poco importaba la ideología de las películas ya que lo que me movía a ir era un compulsivo afán de ver y vivir historias, como si quisiera recuperar el tiempo perdido de mi infancia en el que apenas si había llegado a ver una docena de películas cuando estaba en el seminario. Sin duda, un film que dejó en mí su impronta y aún hoy en día lo hace, fue "Un hombre para la eternidad", aunque supongo que por el substrato cultural anti inglés que a lo largo de la educación nos había inculcado en el estudio de la historia.
Las clases en la Escuela de Formación Profesional Acelerada eran solo por las mañanas y cuando acababan, el que quería podía comer gratuitamente en los comedores que para tal menester había en el centro. Además teníamos un sueldo de treinta y tres pesetas al día incluidos festivos lo que hacía un sueldo mensual de unas mil pesetas, dinero que yo religiosamente aportaba a las arcas de la comunidad. Esta manera de hacer cursillos, vista desde el recuerdo y con el paso de los años, tenía su parte de encanto y por supuesto no era desmotivadora bajo ningún concepto. Corrían tiempos difíciles y el hecho de que a uno le enseñaran un oficio y además cobrando un pequeño sueldo y la comida, era de agradecer, sobre todo si no se tenía nada mejor que hacer en la vida. A cambio, no todo iba a ser generosidad por parte de la administración, había que asistir a periódicas charlas de contenido sindicalista e marcada ideología en consonancia con el régimen político existente. Pero se podían sobrellevar sin problema alguno prestando atención a lo que decían y que normalmente nadie entendíamos o aprovechando para descansar cómodamente sentados en la sala de cine de la escuela, eso sí, guardando las apariencias y mostrando en todo momento el debido respeto hacia el orador o lo que estuviera diciendo. De vez en cuando, también nos pasaban alguna película o algún programa de variedades. Sin duda se trataba de hacer el cursillo lo más agradable posible y yo, aunque nunca me sirviera para mucho, así lo recuerdo y por nada del mundo he renunciado ni me he avergonzado de aquellos seis maravillosos meses.
La vida en la comunidad, mientras tanto, seguía su curso invariable y sin novedades que hicieran pensar en que algo podía cambiar. El que más y el que menos sobrevivía, con más picardía que seriedad, y todos se habían ido buscando su sitio y su forma de hacer correr los días apaciblemente.
Por aquel entonces, Antonio había conseguido un trabajo en una fábrica textil por las noches. Juanjo seguía con las enciclopedias y Pepe, el más espabilado del grupo de los benjamines, hacía una vida de lo más interesante ya que su trabajo le permitía relacionarse con gente variada y divertida. Además de disponer de sus pequeños ahorros, había dado el salto y de vez en cuando acompañaba a una simpática muchacha que vivía en Santa Coloma. En una ocasión, yo me uní a la pareja y los tres nos fuimos andando desde la última parada del metro hasta la ciudad hermana y vecina antes mencionada. Era de noche y entre ir y volver empleamos más de una hora. Tenía su morbo y su emoción, pero cuando de nuevo volvimos y entramos en el metro para volver al centro, pensé que no merecía la pena darse aquellas caminatas por el solo hecho de acompañar a una muchacha para que no volviera sola a su casa.
Poco después de aquella caminata a la luz de la pálida luna tuve una experiencia algo parecida y pude entender lo que le había entrado a mi amigo. Era una tarde de primavera y yo volvía de la escuela o probablemente de ver alguna película pues ya las sombras se cernían sobre la ciudad cuando al salir del metro me tuve que refugiar en la entrada de una casa debido a la lluvia que caía de forma torrencial. A mi lado se refugió otra persona, una mujer algo mayor que yo, que aprovechó el lugar resguardado para sacar un paraguas y disponerse a seguir. Yo la miraba mientras maniobraba con el protector pluvial y ella pareció captar mi mirada curiosa y ante mi sorpresa me dijo:
- Si quieres puedes cobijarte.
- Muchas gracias - contesté aceptando la invitación tan gentilmente hecha.
Nos pusimos en camino y pronto noté como en el intento de protegerme para que no me mojara se arrimaba y su cuerpo se rozaba con el mío, pues caminábamos pegados. Aquello me empezó a alterar la respiración y los latidos de mi corazón se aceleraron de manera que no podía controlar. Me costaba hablar y en el fondo deseaba que aquel recorrido no se acabara nunca o que pasara algo que lo interrumpiera para poder seguir a su lado. Volvimos a pararnos en un portal, pues ya el paraguas no servía para frenar todo lo que estaba cayendo. Era una puertecita estrecha con una entrada que se adentraba lo suficiente para darnos cobijo. Debía ser la puerta de algún almacén que ya no se utilizaba por el aspecto ruinoso y abandonado que tenía. Durante unos largos segundos nos quedamos el uno al lado del otro sin decir nada. Ella siguió con el paraguas abierto para protegernos de la lluvia que caía racheada. Estábamos tan cerca que nuestros alientos se mezclaban cada vez que nos mirábamos sin saber qué decirnos. La mujer rompió el fuego y dijo con voz suave:
- ¿A ver si vamos a tener que quedarnos aquí toda la tarde?
- Pues a mí no me importaría - respondí sin saber muy bien por qué lo había dicho.
Entonces, se me quedó mirando fijamente a los ojos y poco a poco fue acercando su boca a la mía y me besó. Fue un beso suave y dulce en un principio, pero pronto se hizo apasionado y furioso, como si nos faltara el aire para respirar. Yo la cogí por la cintura y la atraje hacia mí con fuerza y cuando noté su cuerpo pegado al mío y su calor y su pasión, sentí una sacudida que me recorría la espalda y se alojaba en mis genitales produciéndome una excitación tan exagerada que ella al notarlo, sonrió y se desmelenó en su afán de darme el placer que no tardó en llegar en forma de eyaculación. Ella también había alcanzado el orgasmo o al menos así lo dio a entender por los ruidos guturales que dejaba escapar. Compusimos la figura como pudimos y aprovechando un breve respiro en lo que a lluvia se refería, retomamos la marcha y al llegar a mi calle, nos despedimos con la promesa de volvernos a ver. La vi desaparecer calle arriba y la hubiera seguido si no hubiera tenido la certeza de que nos volveríamos a encontrar.
No la volví a ver nunca, aunque la esperé en la boca del metro donde nos habíamos conocido durante largos ratos y diferentes días. A veces pienso que el encuentro con aquella misteriosa mujer había sido un sueño y no una realidad y el recuerdo de su figura aún me perturba.
Pronto la olvidé en vista de que había desaparecido de la faz de la tierra o al menos eso fue lo que yo llegué a pensar después de haberla buscado días y días. Para entonces, la primavera ya se había instalado en la ciudad y desde hacía algún tiempo, los árboles mostraban su nuevo follaje a pesar de los humos y los ruidos de los coches. La buena temperatura y las muchas horas de luz animaban a vivir la vida, aunque solo fuera como mero espectador. Fue ya entrada la primavera cuando ante mi sorpresa, el director de la comunidad me llamó para decirme que había estado pensando en mi actitud con respecto al cine y que lo que me convenía era que me viera un psicólogo. Yo le pregunté si era necesario y ante la solemnidad con la que me dijo que sí, pensé que lo mejor era hacerle caso. Y así fue como una mañana hice mi primera campana involuntaria y me presenté en el despacho de un afamado psicólogo. Estaba ubicado en uno de los edificios emblemáticos de la ciudad: la Pedrera de Gaudí. Cuando entré en la casa y vi las formas de las columnas, la escalera, las ventanas, las puertas y todo el sinfín de detalles, creo que me enamoré del estilo modernista, aunque por aquel entonces no tenía ni idea en que consistía.
El psicólogo, que debía ser un cura rebotado o de verdad, eso es algo que nunca me preocupé de saber, se empeñó, como si de un interrogatorio se tratara, en que yo le dijera que iba al cine por cuestiones eróticas. Yo le comentaba que mi afición al cine era totalmente normal, por la atracción que sobre mí ejercía la forma de contar historias utilizando las imágenes, pero que no había nada oscuro ni morboso en ello. Visto ahora con el paso del tiempo y recordando el cine que llegaba en aquella época a las pantallas, me hace gracia. Sin embargo, el hombre, con aire de jesuita machacón, insistía e insistía queriendo saber si lo que buscaba en las películas tenía algo que ver con el sexo. Me costó hacerle entender mi postura y mi punto de vista, aunque no creo que lo consiguiera, porque me pasó dibujos y figuras raras que yo tenía que interpretar y cuando acabamos, se despidió amablemente. Yo intuí que estaba normal y que no me pasaba nada raro, aunque nunca supe el resultado de aquel estudio y si llegó a tener consecuencias para mi futuro.
A raíz de aquel estudio psicológico, nunca más me volvieron a incordiar con lo del cine, aunque por mi parte, hice el propósito de enmienda de no abusar del séptimo arte y ser más comedido en su consumo.
El proyecto evangélico en la comunidad no acababa de llegar y se limitaba a seguir como hasta el momento: oración a última hora del día si las obligaciones lo permitían y misa los domingos en la parroquia del barrio.
Para Semana Santa hubo una pequeña novedad que consistió en acompañar a uno de los sacerdotes como ayudante y lector en los oficios en una parroquia de monjas que regentaban un psiquiátrico en el barrio de Horta. Casi me había ofrecido voluntario cuando lo comentaron. Aquello de leer en público era todo un reto para mí que era bastante tímido y tenía un fuerte sentido del ridículo. Pensé que dado que nadie me conocía podía ser una buena oportunidad para liberarme de mis fobias en ese campo. La experiencia fue un éxito personal ya que superé la prueba con brillantez y además me sirvió para afianzar mi confianza y mi autoestima. Además, leer el Evangelio de la Pasión de Cristo siempre había sido para mi un ejercicio reconfortante ya que narrativamente hablando es una historia muy bella y llena de altruismo y generosidad por parte del protagonista que, como nos habían contado, había muerto por salvarnos a todos del pecado. Dejando a un lado las cuestiones religiosas, la Biblia, libro que había leído cuando era más joven, me había parecido siempre de una fabulación y una imaginación fuera de lo común, que además podía llegar a enganchar mejor que cualquier novela de aventuras, supongo que por el componente cultural y religioso en el que nos habían educado.
De las lecturas de los cuatro evangelistas, mi favorita era la de San Mateo, aunque no sabría decir por qué, pero siempre me había identificado más con el Evangelio de Mateo que con ningún otro, quizá porque para mí era el más novelesco si se puede usar este calificativo al hablar de los evangelios.
A parte del ejercicio de leer que ya me compensaba, las monjas eran muy detallistas y acabada la ceremonia nos obsequiaban con un desayuno si era por la mañana o una merienda si era por la tarde el oficio. Aquello también me pareció interesante, pues pensaba yo que era una buena manera de agradecer el trabajo realizado para que ellas y los enfermos pudieran vivir un poco más el misterio de la muerte de Cristo.
No fue la última vez que volví al barrio de Horta. Allí, la congregación seguía llevando la parroquia de San Francisco Javier y controlaban no solo la parte religiosa y litúrgica sino también la organización y funcionamiento de grupos de jóvenes. Había para ello un centro cultural en el que se reunían muchachos cristianos y no cristianos y organizaban actividades, salidas, fiestas y otros actos. Cuando nos invitaban, solíamos ir, pues allí se daba cita un tipo de juventud sana y alegre.
En cierta ocasión organizaron una ginkana, juego, si así se puede decir, que yo desconocía. Se trataba de ir superando pruebas en distintos puntos de la ciudad donde un control supervisaba y daba fe de que la prueba había sido pasada correctamente. Normalmente eran pruebas con una cierta dificultad, sobre todo por lo ingeniosas, disparatadas o atrevidas que resultaban.
El juego se hacía por parejas y a mí me tocó con una joven llamada Joaquina, que se hacía llamar Quini. Ella conocía bien la ciudad y ello era parte de precio, porque yo aún estaba un tanto pez a la hora de identificar ciertos lugares.
No tuvimos mucha suerte a la hora de los resultados finales, pero nos lo pasamos muy bien y nos reímos lo nuestro cuando la ginkana hubo acabado y cada uno contaba las peripecias vividas. Una de estas peripecias y de la cual fui protagonista, tenía mucho que ver con lo disparatado de algunas pruebas. Se trataba de presentar un huevo real y, ni corto ni perezoso, entré en un quiosco bar que había al final de las Ramblas. Detrás de la barra, el camarero atento y servicial, me preguntó:
- ¿Qué va a ser?
- ¿Tiene usted huevos? - les espeté sin pensar detenidamente lo que decía.
El hombre empezó a cambiar de color. Entonces me di cuenta de mi insidiosa y desconcertante pregunta. Reaccioné y le aclaré la petición:
- Perdone, huevos de gallina.
Le volvió el color y hasta esbozó una bobalicona sonrisa.
- No, no tengo - dijo algo más sosegado.
Le di las gracias y salí lo más raudo posible. Cuando se lo conté a mi compañera que se había quedado esperando fuera, nos reímos a gusto.
Finalmente, encontramos el famoso huevo, que nos salió casi tan caro como una gallina, pero habíamos superado la prueba con creces. Aunque, después nos enteramos al contarlo, que hubiera bastado con haber presentado un huevo dibujado con una corona. Analizando el aspecto semántico, sin duda era correcto, pero no era lo mismo que presentar uno de verdad.
Con los jóvenes de Horta hicimos el primer viaje al Montseny y algunas excursiones más, bastante interesantes, pero por alguna razón que nunca llegué a descubrir, no llegamos a integrarnos del todo y, poco a poco, la participación en sus actividades se fue diluyendo hasta dejar de existir. Supongo que habíamos llegado con demasiadas ínfulas y ellos, al fin y al cabo, no nos necesitaban para nada o para muy poco, pues ya tenían el grupo formado y funcionando desde hacía tiempo.
Sin embargo, aquel barrio iba a seguir formando parte de mi historia en mi primer año en Barcelona, ya que tuve que volver a menudo, aunque esta vez por razones laborales. Se trataba de dar clases particulares a un muchacho que tenía problemas con el aprendizaje de la lengua. Era uno de esos casos en los que la cerrazón era tal que resultaba difícil, por no decir imposible, conseguir que el muchacho entendiera lo mínimo y elemental para utilizar de una forma medianamente aceptable el lenguaje, sobre todo de manera escrita.
El lenguaje es algo que nos llega de forma espontánea gracias a los desvelos y al esfuerzo de los seres queridos. Ese empeño hace que entremos en el grupo de los humanos y empecemos a participar en la vida familiar de forma más activa y menos dependiente. Hablar bien o no tan bien es algo a lo que todo el mundo acaba accediendo si no hay algún impedimento físico o algún problema que trunque ese natural proceso. El problema se puede llegar a dar cuando la sociedad o el sistema te pide algo más y ese algo más pasa por un entendimiento y comprensión de las normas que regulan la facultad de hablar o escribir. A aquel muchacho al que me tocó de dar clases le pasaba algo parecido, era incapaz de entender esas normas reguladoras y por tanto, incapaz de progresar y de producir en última instancia textos escritos con una mínima coherencia. A ello dediqué casi tres meses en un intento desesperado de conseguir lo que en cinco años no había sido posible, pues el muchacho a sus once años estaba pez.
Mi trabajo se basó en hacer que comprendiera lo que mecánicamente leía y a partir de ahí, empezar a construir todo el entramado que al final pudiera llevarle al objetivo de llegar a producir mensajes escritos de la misma forma que lo hacía oralmente y sobre todo a entender los que otros más aventajados producían en forma de textos, literatura o prensa escrita. Nunca llegué a saber si lo conseguí de una manera eficiente, pues al final quien dictaba la última sentencia eran los profesores que tenía en el colegio por medio de unas calificaciones, pero creo que si le ayudé en su autoestima y en sus posibilidades de ser capaz de conseguirlo.
Mientras tanto, mi vida en la escuela como aprendiz de chapista seguía su curso sin novedad. Rebasado el ecuador, hecho que celebramos con una salida a una playa de Tarragona, nos adentramos en el último trimestre. Para entonces ya tenía un dominio más que aceptable de la soldadura, aunque cuando se trataba de la eléctrica, me resultaba algo más complicado porque a menudo se me acababa agarrando el electrodo a la pieza que estaba soldando, pero ya diseñaba piezas y era capaz de interpretar planos de las mismas sin ningún problema. Aquel aprendizaje sin libros estaba resultando más interesante de lo que en un principio había pensado y me sentía orgulloso de ser capaz de hacer algo en lo que no había pensado nunca. De todas formas, en mi fuero interno seguía pensando que aquello no iba a ser lo mío por mucho que lo estuviera haciendo con la mayor ilusión del mundo. Esta ilusión con la que lo había tomado obedecía a mi manera de ser fundamentada en el principio de que el saber no ocupa lugar y era algo que desde muy niño me había gustado tener presente. Así era como me ilusionaba con cualquier novedad que pudiera aportarme algo nuevo a mi bagaje cultural general y el hecho de aprender un oficio no era ajeno a esa curiosidad mía permanente en mi manera de pensar.
A veces, el mismo profesor me preguntaba si me iba a dedicar a ello como queriendo decirme que yo estaba capacitado para otras cosas y yo siempre le decía que el tiempo sería el que diera la respuesta, porque una cosa son los planes que uno puede ir teniendo a lo largo de los años, sobre todo en la infancia y la juventud, y otra, lo que la vida te puede llegar a ofrecer en un momento dado y te ves abocado a cogerlo.
Respecto a esos sueños de futuro, yo de niño siempre había querido ser fraile misionero, supongo que por la educación católica que recibíamos tanto en la escuela como en la iglesia, pero también, y esto no se lo decía a nadie, porque ir a los frailes era la única manera de poder seguir estudiando y yo eso lo tenía muy claro desde que tuve un mínimo de uso de razón. Y lo tenía claro porque las perspectivas de futuro en un pueblo que vivía de una agricultura de subsistencia no existían en aquella época y me dolía ver como mis padres se debatían en la miseria y la falta de medios para sacar adelante a la familia con una cierta dignidad.
Ahora seguía dentro de lo que había pensado de niño, pero empezaba a dudar seriamente si realmente tenía vocación de servir a Dios de por vida como religioso y más cuando, había empezado a descubrir que el mundo y la vida eran algo más que la oración, el sacrifico y la remota esperanza de ir al cielo y no al infierno cuando la muerte llegara. Había más cosas que no me habían enseñado y que yo iba descubriendo poco a poco y que cada vez ocupaban una parte más importante en mi pensamiento.
A comienzos de mayo conocí a una persona que iba a cambiar mi vida y dar un empujón decisivo a mi debilitada vocación sacerdotal. Era una muchacha que vivía en un piso vecino al nuestro y que a veces veía cuando me entretenía mirando hacia patio interior de la manzana. Por aquella época habíamos hecho amistad con los hijos de una familia y entre todos habíamos inventado un sistema de comunicación consistente en una especie de teleférico manual que iba desde su ventana a la nuestra por unas cuerdas y en el que nos enviábamos mensajes y objetos. Era un juego, pero resultaba divertido y nos servía para conectar con la familia, sobre todo con los hijos que siempre estaban dispuestos a improvisar algo. Fue en uno de aquellos momentos cuando me fijé en ella al verla observando atentamente las evoluciones del pequeño teleférico y al percatarse de que la miraba hizo una especie de saludo con la cabeza, o al menos eso fue lo que interpreté, y se metió en la casa. La siguiente vez que la vi observando la vagoneta, que así habíamos bautizado al artilugio que subía y bajaba por las cuerdas, me dedicó una esperanzadora sonrisa que más que alegrarme, lo que hizo fue ponerme muy nervioso. Era una muchacha menuda, de cara redonda y aspecto juvenil, ojos vivarachos y muy grandes y una sonrisa dulce que al esbozarla le dibujaba unos hoyuelos en las mejillas la mar de simpáticos. Cuando miraba el subir y bajar de la vagoneta parecía disfrutar con el invento y hacía que sonriera dulcemente, tal vez con envidia o quizás con admiración por lo fácil que resultaba entretenerse con un objeto tan original y poco costoso. Yo la solía mirar de reojo cuando el artilugio evolucionaba y no me perdía detalle de su sonrisa o de sus gestos. Una tarde que me encontraba mirando por la ventana, supuestamente esperando a los amigos de la vagoneta, apareció ella en el balcón. Yo estaba solo y pude responder con tranquilidad y comodidad a su saludo:
- ¡Hola! - me dijo con una voz suave y natural.
- ¡Hola! ¡Buenas tardes!
El corazón me latía aceleradamente. Me había hablado por primera vez y su voz me resultaba dulce y melodiosa.
- ¿Hoy no funciona el aparato ese tan simpático? - preguntó como queriendo alargar la conversación.
- No lo sé - respondí del todo nervioso -, no deben estar en casa.
En aquel momento la llamaron de dentro de la casa porque apresuradamente me dijo que tenía que entrar:
- Bueno, tengo que irme, ya nos veremos, hasta luego.
Y desapareció dejándome azorado y nervioso. Se había dirigido a mí como si quisiera conocerme y yo, que me consideraba el último mono del universo, no me lo podía creer. Me pasé un buen rato a la ventana esperando a ver si volvía a salir al balcón, pero mi espera fue en vano, ya que no la volvía ver hasta pasados unos días. No sabía quién era, ni qué hacía en aquella casa, ni por qué se había fijado en mí, pero estaba seguro de que me interesaba como persona. Era sábado, la siguiente vez que la vi y rápidamente la saludé. Ella me dedicó una amplia sonrisa que me volví a encender el corazón. No sé de qué hablamos, pero ante lo arriesgado del sistema de comunicarnos, ya que entre su balcón y mi ventana había unos cuantos metros, decidí conocerla más de cerca y de manera más tranquila. Entonces se me ocurrió la idea de cómo quedar: escribí un mensaje en un papel y lo envolví a una canica y lo lancé hasta su balcón. Cuando lo recogió y lo leyó dijo que sí enseguida y al cabo de media hora nos encontramos en la calle y buscamos un bar tranquilo para hablar.
Era realmente muy pequeña de estatura, parecía una muñeca de bolsillo, pero eso no me pareció significativo y la encontré muy bonita al verla de cerca. Además, yo tampoco era buen mozo, por lo que formábamos una pareja normal. Sentado el uno delante del otro y mirándonos de frente daba la impresión de que nos conociéramos de toda la vida. Yo ya sabía su nombre y ella el mío porque ya nos lo habíamos dicho en nuestras conversaciones de balcón, pero quise volver a empezar de nuevo:
- Hola, María Luisa.
- Hola, José Manuel - me contestó.
- Tenía ganas de saber cómo eras de cerca.
- ¿Y cómo soy?
- Normal, bien, bueno, ya me entiendes. ¿Y yo?
- Pareces algo tímido.
- Sí, estoy algo nervioso, nunca he estado con ninguna chica como estoy ahora, aunque parezca mentira.
Ella parecía estar más tranquila y dominar la situación mejor que yo. Me preguntó de dónde era y qué hacía en Barcelona. Cuando le expliqué mi vida y mi situación se quedó un tanto confusa, pues creía que vivía en un piso de estudiantes y nunca había pensado que aquello fuese una comunidad religiosa. Tal fue su sorpresa que decidió que lo mejor sería no volver a vernos. Yo no dije nada, pero me quedé triste y desanimado el resto del tiempo que estuvimos juntos.
Volvimos a casa, yo cabizbajo y ella dicharachera y charlatana, como si no hubiera pasado nada. Nos dimos la mano y nada más. Cuando subí al piso, pensé que el mundo se había hundido bajo mis pies. Sin darme cuenta me había enamorado de aquella muchacha y ahora sabía lo que era el sentirme rechazado. Aquella noche me costó dormir. Di vueltas y más vueltas. Inventé maneras de volver a hablar con ella. Soñé despierto y dormido. Estaba aprendiendo a sufrir por causa del amor.
Se me ocurrió una tarde, después de haber probado a hacer que me encontraba con ella por casualidad, de haberla esperado sin éxito en la ventana y en la calle. Decidí copiar algunos de los poemas que tenía hechos y meterlos en un sobre con una nota dirigido a ella y dejarlos en el buzón donde vivía. La cita era para un sábado por la tarde en la iglesia de la Concepción a la salida de la misa. Acudí sin muchas esperanzas, pero ante mi sorpresa vi como se colocaba a mi lado en uno de los bancos del final. Supongo que sonreí como un idiota por la emoción.
Cuando acabó la misa salimos rápidamente para evitar encuentros molestos y durante unos minutos paseamos alejándonos del lugar. Le propuse ir al cine y aceptó. Yo ya me había olvidado de los poemas, pero en la oscuridad de la sala y en silencio me lo recordó al oído con un suave cosquilleo:
- Me han gustado mucho tus poesías.
- Me alegro, de verdad, ya no me acordaba.
- Me tendrás que explicar a quién se las has hecho.
- Las hice para ti - mentí en voz baja.
- No me lo creo.
- Todas no, pero alguna sí la he hecho pensando en ti.
Entonces ocurrió algo que estuvo a punto de hacer que me desmayara. Me cogió el brazo y reclinó su cabeza sobre mi hombro y así se quedó como si estuviera descansando o soñando. Yo no me atrevía a moverme por no deshacer la magia de aquel momento. Parecíamos una pareja de enamorados, juntos el uno al lado del otro, y con el pecho a punto de estallar de la emoción.
Ya en la calle, cogidos de la mano, paseamos hasta que la prudencia nos hizo volver de nuestro sueño. Éramos dos almas gemelas que iniciaban un camino guiados por la misma ilusión.
Desde aquel día nos volvimos a ver siempre que pudimos y cada vez nuestro amor iba en aumento, al menos eso era lo que yo pensaba y quería pensar. Era tal el secreto con el que llevábamos nuestra relación que nadie en la comunidad llegó a sospechar nada. Yo me había enamorado de tal forma que ya no me preocupaba nada que no fuera aquella muchacha. Era mi primer amor en serio y no me paraba a pensar en que ella no pudiera sentir lo mismo que yo sentía.
De la vida en comunidad participaba tan solo lo indispensable para mantener el tipo y, por qué no decirlo, la estabilidad y la seguridad que me daban el tener un sitio donde comer y dormir. Por lo demás, nada había cambiado y cada uno hacía lo que podía para sobrevivir sin dar cuentas a nadie de sus actos o de su vida privada. Era un hecho evidente que la experiencia no había resultado y el que más y el que menos se había aprovechado para buscarse la vida de la mejor manera posible.
A finales de junio se acabó la escuela y con ello mi tranquilidad, y aunque había obtenido el título de chapista con buena nota, no veía nada claro mi futuro y menos en aquel momento en el que estaba hecho un lío y no sabía qué decisión tomar o qué camino seguir.
La respuesta me la dio el padre superior cuando me llamó a su cuarto para comunicarme que habían pensado que lo mejor era que me saliera una año de la comunidad para recapacitar y replantearme si al cabo de ese plazo tenía la vocación suficiente como para reintegrarme en la vida religiosa con todas las de la ley. En principio me quedé parado, pues pensé que alguien me había visto con María Luisa, la muchacha de la que estaba enamorado o creía estarlo, pero más tarde me di cuenta que aquello no tenía nada que ver, ya que la misma solución les fue dada a la mayoría de los miembros de la comunidad exceptuando a dos o tres.
Estaba claro que la experiencia no había funcionado y que de los objetivos previstos en un principio pocos o ninguno se habían cumplido, como no fuera el de saber si seríamos capaces de mantener viva la vocación religiosa.
En el fondo de mi corazón, aquella decisión la viví como un fracaso personal y me sentí triste por ver cómo había acabado. Tal vez yo tenía mi parte de culpa, pero pienso que había estado mal organizado desde del principio y que había faltado dirección, ideas y un proyecto claro. Tampoco se podía enviar a unos infelices a conquistar el mundo cuando aún no habían salido del cascarón. Ahora, con el paso de los años, pienso que el impacto fue tan fuerte y la libertad, tan bonita, que todos sucumbimos como si realmente la hubiéramos conquistado.
Y así fue como a principios de julio, con la sensación de haber acabado una etapa de mi vida, volví a tomar el tren en la misma estación a la que había llegado nueve meses antes y partí de nuevo hacia el Norte a la sombra de mis padres y de mi familia. No podía hacer otra cosa, ya que, aunque María Luisa se quedaba en Barcelona todavía unos días, yo no tenía ni trabajo, ni ganas de buscarlo, para haber seguido a su lado. La idea de que había fracasado me perseguía y por primera vez en muchos años, tuve miedo a no saber salir yo solo adelante. En la huida me llevaba el recuerdo de aquella mujer y un beso de despedida que había quedado inmortalizado en la tira de fotos que nos habíamos hecho juntos en la máquina del fotomatón de la estación.
Desde la ventanilla le dije adiós hasta que la perdí de vista. No sé si llegué a llorar, pero estuve triste y cabizbajo durante todo el viaje.




Durante un tiempo no les comenté nada a mis padres sobre mi futuro. Era algo que guardaba para mí solo y prefería no dar un disgusto a mi madre que siempre había soñado con que sus hijos se hicieran sacerdotes. Era una católica convencida, aunque no entendiera nada, y representaba la mayor ilusión del mundo ver a sus hijos al servicio de Dios.
Así fue como pasé los primeros días zanganeando y pensando lo menos posible en mi futuro. Para ello traté de buscar trabajo y no tardé en dar con un taller de chapistería donde podría poner a prueba mis conocimientos. Sin embargo, una cosa es la teoría y otra, la practica. Y cuando me tuve que enfrentar a la chapa abollada del techo de un seiscientos para hacer una ventosa, me rajé y dije que me iba, que no quería el trabajo. Me había entrado un miedo tremendo a hacer un agujero en la chapa, ya que la prueba se las traía, y con ello hacer el ridículo. Otra vez salía mi falta de seguridad.
En casa me excusé diciendo que no me habían contratado porque ya habían cogido a otro, pero solo era una excusa, una vulgar mentira. Por suerte, pronto me salió otro trabajo y no tenía que demostrar a nadie si sabía soldar o no. Se trataba de montar sistemas de aire acondicionada en una gran fábrica de neumáticos. Allí tan solo tenía que hacer de ayudante y muchacho de los recados de un oficial que era el único empleado que había trabajando. Me resultó sumamente fácil y cómodo y además, me lo pasaba muy bien, pues el oficial era una persona agradable y simpática que se pasaba la mayor parte del tiempo contando chistes. Era un gaditano con gracia y salero y hacía que las horas corrieran divertidas a su lado.
Cuando acabamos con lo del aire acondicionado me destinaron dentro de la misma empresa a la colocación del sistema de calefacción en un grupo de viviendas que se estaban construyendo en plena vorágine expansionista de la ciudad de Vitoria. Mi trabajo en la nueva obra era más bien de mozo de carga en el sentido literal de llevar tubos del agua y radiadores de un habitáculo a otro de aquel esqueleto de paredes y huecos que aún no había tomado la forma definitiva.
Mientras tanto, mi vida se limitaba a la familia, a tomar algún vaso de vino en los bares para mantener la tradición y a ir los sábados y los domingos a ver como bailaba la juventud en el parque de la Florida a los sones de la banda municipal. Pero solo eso, a ver bailar, porque nunca tuve el valor de atreverme a pedir un baile a alguna muchacha por más que me muriera de ganas. Una vez más, el miedo al ridículo me lo impedía, y cuando volvía a mi casa pensando que nunca superaría mi timidez, me acordaba de María Luisa y soñaba con ella pensando que a su lado todos los miedos se me iban y la echaba de menos. Esperaba que el verano se acabara para volverla a ver y con ello recuperar la ilusión.
A mediados del verano llegó una carta dirigida a mis padres que venía de Barcelona. Era del padre superior y estaba ansioso por saber qué decía. Mi madre me pidió que se la leyera. Al hacerlo, no daba crédito a lo que leía. En ella recomendaban a mis padres que no me dejaran volver a Barcelona a la vez que le informaban de mi nueva situación con respecto a la comunidad. Las razones que aducían para hacer tal recomendación iban desde lo peligroso que podía resultar para un joven como yo una ciudad tan grande a mi relación con una muchacha. Después de todo se habían enterado.
Había otras opiniones que junto a las anteriores dejaron a mi madre sumida en un mar de lágrimas, por lo que tuve que explicarle todo lo que había pasado. Ya más tranquila, le dije que mi intención era volver en contra de lo que la carta decía y que ya era hora de disponer de mi vida. Sin duda me había molestado el intento de manipulación a mis padres, o al menos así lo entendí yo en aquel momento, y pienso que fue la razón que me decidió a volver, al precio que fuera y costara lo que costara.
Mi madre solo me dijo unas palabras:
- Haz lo que mejor veas, pero si te quedas ya sabes que yo estaría más tranquila.
- No te preocupes, mamá, que sé cuidar de mí mismo - le dije.
Tanto ella como yo sabíamos que nada me iba a hacer cambiar de idea.
A finales de agosto volví a coger el tren y me presenté en Barcelona. No sabía dónde iba a dormir ni tampoco tenía trabajo. Llevaba cuatro duros del dinero que había ganado trabajando el verano, pero aquel dinero no podía durar eternamente y menos, cuando con él tenía que pagar una pensión y comer cada día.
Me presenté en la comunidad que durante los meses de verano había cambiado de casa y de barrio. Se habían mudado al barrio de San Andrés y vivían en tres pisos recién comprados unidos entre sí. Aquello tenía una pinta excelente, pues cada uno de los nuevos miembros de la comunidad tenía su cuarto salvó algunos que lo compartían entre dos. Sentí una cierta envidia de ni poder seguir formando parte del grupo, aunque supongo que era más por la tranquilidad que por otra cosa, pero todo cuenta en esta vida y si uno no tiene donde caerse muerto, todavía es más importante la seguridad de cuatro paredes y un plato de comida caliente. Sin embargo, la decisión por parte de la superioridad estaba tomada y yo allí no tenía cabida por más que lo hubiera deseado, al menos durante el año de prueba al que había sido enviado. Me sentí dolido y triste, abandonado y solo, inútil y miserable, pero la suerte estaba echada y no cabían lamentos. Y así fue como el mismo día de mi vuelta a Barcelona me marché al exilio, a Santa Coloma de Gramanet, a una pensión regentada por una señora mayor y su solterona hija. Allí, en la parte alta de la montaña, lejos de mis amigos y de María Luisa, perdido en mi soledad, inicié mi segundo año en Barcelona. Tenía el consuelo de que desde allí arriba se podía contemplar una vista excelente de mi ansiada Barcelona, pero más de una noche lloré de pena y maldije el día en que había decidido volver, a pesar de haberlo hecho por amor y por orgullo.
No tardé en superar la situación, sobre todo cuando volví a ver a María Luisa, bella y radiante como una flor. La encontré algo distante en un principio, como si los dos meses de separación hubieran enfriado nuestra relación. Cuando le expliqué mi nueva situación, pareció sentirse culpable. Le hice ver que ya no tenía arreglo y que nada más contaba con ella para salir adelante. Aquello pareció confundirla aún más y pensé que lo mejor era no meterle más presión. Las horas que pasé con ella me aliviaron lo suficiente como para volver a mi exilio en la montaña contento, sin embargo, en aquel momento tan solo le podía ofrecer amor y bonitas palabras. No tenía trabajo, no tenía perspectivas de encontrarlo, tan solo tenía ilusión, mucha ilusión, y aunque de ilusión también se vive, se necesitaba algo más, como dinero, comida, una cierta estabilidad.
Un buen día, me ofrecieron la posibilidad de demostrar todo lo que había aprendido en la escuela de formación profesional. Se trataba de un trabajo como soldador en una fábrica ubicada en Sabadell. Tomé el tren de cercanías dispuesto a todo y después de un par de horas de buscar encontré el lugar. Curiosamente, no había nadie trabajando, tan solo un encargado, no sé si porque era fiesta o porque se habían ido a comer.
El hombre que me atendió me dijo de qué se trataba y me pidió que le hiciera una prueba de lo que sabía hacer. Una vez más, el miedo a hacerlo mal me venció y empecé a poner excusas como que no había traído la ropa adecuada y cosas por el estilo. Aquel hombre, que parecía tener interés en que cogiera el trabajo, me proporcionó un mono para hacer la prueba. Mientras dudaba si ponérmelo o no en un frío vestuario, por mi cabeza pasaron cientos de ideas y de dudas, como verme trabajando en una fábrica, como verme siempre haciendo lo mismo, pero sobre todo una, el miedo a hacerlo mal y fracasar. Era algo superior a mis fuerzas. Salí del vestuario y aquel buen hombre todavía insistió, pero yo ya había tomado la decisión. Me fui dándole las gracias por la paciencia que había tenido conmigo y aún recuerdo como me dijo que estaba seguro de que lo podía hacer bien. No tuve valor.
Cuando me encontré solo en la calle, renegué de todo y contra todo, principalmente contra mí mismo por no haberme decidido a hacer la prueba. Sentado en la acera de una calle y apoyando mi espalda contra una pared me comí el bocadillo que me había preparado la patrona. Volví a coger el tren y me dejó en San Andrés. Sin nada mejor que hacer y con ganas de olvidar la negativa experiencia vivida me metí en el cine. La película me importaba poco, pero me alegré de que fuera Boinas Verdes de Jhon Wayne con toda su carga de fascismo y de imperialismo americano. Necesitaba sacar de mi corazón toda la rabia que llevaba dentro y aquella película en la que los buenos, los americanos, hacían todas las salvajadas habidas y por haber, pensé que me podría ayudar. No sé si lo hizo, pero me ayudó a olvidarme de mi fracaso y me entretuvo hasta que llegada la noche volví a mi exilio. Nadie me preguntó cómo me había ido y a nadie le importaba mi pena y mi situación.
Con el paso de los días me fui animando y aunque no veía a María Luisa todo lo que yo hubiera deseado, pues parecía que me estuviera esquivando, si comencé a relacionarme con alguno de los antiguos compañeros que como yo se habían quedado por Barcelona. Antonio, que era uno de ellos, seguía trabajando en la empresa textil y Juanjo seguía en la comunidad de San Andrés. Pepe y Alfredo habían marchado a Francia y habían buscado trabajo por allí. También empecé a relacionarme con alguno de los nuevos que habían venido a la comunidad y ello me ayudó a soportar mejor la soledad y el abandono en el que me veía sumido. Angel e Ildefonso resultaron ser los más solidarios y de vez en cuando me invitaban a comer en la comunidad, cosa a la que no me negaba, pues pensaba que habían sido muchos los años que había vivido con ellos y los lazos que me unían aún eran lo suficientemente fuertes como para no cortarlos del todo.
A mediados de noviembre, cuando mis reservas económicas estaban a punto de agotarse, la suerte llamó a mi puerta en forma de trabajo. Entré a trabajar en la fábrica textil en el lugar que había dejado mi amigo Antonio. Aquello venía a ser para mí un regalo del cielo.
Las tres primeras semanas estuve como aprendiz a las ordenes de una mujer ya mayor, pero increíblemente guapa y protectora. Siempre me ha perseguido esa especie de sino de que la gente ha intentado protegerme. Pienso que mi aire desvalido tenía bastante que ver o tal vez fuera mi aspecto de persona a la que se podía engañar o manipular. Nunca he sabido el por qué, pero es una sensación que he sentido a lo largo de mi vida en diferentes ocasiones y momentos. Aquella mujer me trataba como una madre, mientras me enseñaba el oficio. Se preocupaba de espantar a las muchachas que en el turno de mañana y tarde eran mayoría y si alguna se ponía más pesada de la cuenta, mostraba su genio como si fuera una tigresa defendiendo a su cría. Yo era la novedad en un mundo donde solo había mujeres y algún encargado, que aparecía de vez en cuando a solucionar algún problema con alguna máquina, y era normal que fuese el centro de atención de sus miradas y cuchicheos. Jóvenes como eran, estaban allí por ganar algo de dinero y con ello, ayudar en casa, pero por su forma de hablar y de pensar en el futuro, más bien parecía que estuvieran esperando que alguien las sacara de allí y las ofreciera una vida más placentera y tranquila. Yo me encontraba un tanto acobardado y cuando al salir del trabajo o en la hora del bocadillo alguna me abordaba y me preguntaba dónde iba a bailar el fin de semana, me tenía que inventar una mentira creíble que consistía en decir que los fines de semana los pasaba estudiando y preparándome para entrar en la universidad. Lo hacía sobre todo porque con ello me evitaba dar negativas y también porque los fines de semana los dedicaba a María Luisa cuando ella tenía a bien salir, que no era tanto como yo deseaba.
De todas las muchachas que trabajaban en el turno de tarde, había dos que mostraban un interés especial por mí. Una intentaba darme celos haciéndome creer que tenía un novio que llevaba un coche mercedes, cuando yo sabía que no salía con nadie y lo que decía lo hacía para sentirse como las demás y no un bicho raro o un patito feo. En realidad no me atraía lo más mínimo y cuando me explicaba sus cosas la escuchaba atentamente sin hacer comentarios que pudieran herirla, pero en el fondo me daba un poco de pena. La otra, sin embargo, era diferente. No hablaba nunca y tan solo se limitaba a mirar furtivamente con unos ojos grandes y profundos que parecía que me iban a traspasar. Solía hacer el viaje de vuelta a Santa Coloma en el mismo autobús que yo y cuando llegaba su parada, se bajaba. No decía nunca adiós, pero yo sabía que se quedaba mirando el autobús en que yo seguía hasta que se perdía de vista. Una noche, en uno de estos viajes, unos días antes de que me cambiaran de turno, volvíamos los dos en el autobús como cada día. Yo la observaba sin demasiada atención como hacía normalmente pues ya sabía su manera de ser, pero aquel día, ante mi sorpresa, vi que no se bajaba en la parada habitual y que seguía en el autobús. Al llegar al final descendió y se colocó a mi lado empezando a caminar junto a mí, como si fuéramos en la misma dirección. En un principio pensé que su actitud obedecería a cosas suyas y que tal vez aquella noche tuviera que ir a algún lugar diferente. Pero allí seguía, a mi lado sin decir palabra y sin intención de cambiar de dirección. Algo confundido decidí preguntarle:
- ¿Te ocurre algo?
- Nada - creo que era la primera vez que la oía hablar.
- Lo digo porque me parece raro verte por aquí.
- Ya me lo imagino - contestó.
Estábamos a la altura de la iglesia. La calle, a penas iluminada, encontraba desierta. Nos encontrábamos al lado de una iglesia y parecíamos dos sombras en la oscuridad. A pesar de ello, noté un brillo distinto en sus ojos y un ligero temblor en sus labios.
- Si vais a alguna parte y quieres que te acompañe, no tengo inconveniente - le dije para aclarar aquella situación que comenzaba a ser engorrosa para mí.
- No voy a ninguna parte, tan solo quiero acompañarte para despedirme de ti antes de que te cambien al turno de noche.
Aquella respuesta me dejó atónito. Me encontraba allí, en medio de la oscuridad, delante de una muchacha que me miraba atentamente con unos ojos oceánicos. Le tendí la mano para despedirme pero ella me dijo:
- No, así no.
- Entonces, ¿cómo?
Me echó los brazos al cuello y busco mis labios. Empezó a besarme. Pronto respondí a su caricia arrastrado por la pasión que no tardó en embargarme y convertirme en una especie de poseso. Abrazaba su cuerpo y lo apretaba contra el mío como si en ello me fuera la vida. La excitación nos dominaba y nuestros cuerpos empezaron a restregarse y rozarse con tanta fuerza que parecía que nos quisiéramos fundir el uno en el otro. Cuando nos llegó el orgasmo, nos distendimos y seguimos abrazados durante unos segundos. Ella temblaba como una hoja y mis piernas estaban a punto de doblarse. La miré a los ojos y en ellos había dibujada una sonrisa, creo que era la primera vez que la veía sonreír.
Compusimos la figura y entonces me di cuenta de que seguíamos en la calle, medio ocultos y perdidos entre las sombras de la noche como dos furtivos. La muchacha volvió a su mutismo y sin decir nada comenzó a caminar. Me puse rápidamente a su lado y la cogí de la mano. Así, como dos enamorados fuimos andando hasta las proximidades de su casa sin decirnos nada. De pronto, se paró y se volvió hacia mí, me miró con sus ojos misteriosos y profundos y me dijo:
- Será mejor que no me acompañes hasta la puerta. Puede estar mi novio esperándome.
Me soltó la mano y salió corriendo. Yo me quedé viendo como se iba sin dar crédito a lo que acababa de oír. En aquel momento la hubiera seguido al fin del mundo y seguro que lo hubiera dejado todo por ella, pero no me moví y no la seguí. En mi interior todavía no me acababa de creer lo que me había pasado.
Volví sobre mis pasos y caminé montaña arriba hasta llegar a mi casa. Aquella noche me costó dormir más de lo habitual. En mi interior se empezó a librar una batalla ética que no me dejaba conciliar el sueño: había traicionado a María Luisa y ya no estaba seguro de nada en mi vida amorosa.
Al día siguiente, después de la noche en blanco, estaba ansioso por volver a la fábrica y ver que actitud tenía aquella muchacha, que me había encandilado con su despedida tan apasionada y emotiva. No tardé en comprobar que solo había sido un adiós, pues por mucho que la miré y la observé no me dedicó ni una mirada en toda la tarde.
Aunque más de una vez me he acordado de ella y me hubiera gustado volverla a encontrar, nunca más volvimos a vernos y ni tan siquiera me llegó a decir su nombre.
Cuando acabó el tiempo de aprendizaje, me pasaron al turno de noche, de diez a seis de la mañana, y me pusieron al frente de una máquina. Echaba de menos a la mujer que me había enseñado y a las compañeras pululando a mi alrededor, pero pronto me hice a la nueva responsabilidad y empecé a relacionarme con un grupo de gente diferente ya que por la noche solo trabajábamos hombres. Allí había desde el que llevaba toda su vida en el ramo del textil hasta los que como yo y un par de jóvenes más empezábamos para tomar el relevo de los mayores.
Uno de los jóvenes, con el que pronto hice amistad, era una muchacho valenciano que había entrado porque su tío, un homosexual con aficiones musicales, trabajaba en la empresa. También había entrado un muchacho que quería ser cantante de flamenco y asistía a clases de voz por las tardes, según nos contaba.
Con el muchacho valenciano, Francisco, que era un joven apuesto y sin ningún complejo hice una buena amistad y el hecho de ser los benjamines de la fábrica en el turno de noche nos daba una cierta relevancia pues siempre estábamos dispuestos para lo que fuera a la hora de trabajar y lo hacíamos con alegría y sin titubeos.
El trabajo de noche era mucho más aburrido que por la tarde y las horas no parecían correr, además estaba el hecho de tener que dormir de día y al principio resultaba extraño. Con el tiempo, encontré que tenía sus ventajas al disponer de toda la tarde y poderla dedicar a intentar ver a María Luisa, hecho este, que por alguna razón que se me escapaba, a ella no le apetecía tanto como a mí.
Entre la gente que trabajaba de noche había un muchacho, algo mayor que yo, con el que trabé una cierta amistad, aunque más tarde me di cuenta que había sido él el que se había acercado a mí con otras intenciones que las de hacer amistad. Cuando tuvo la suficiente confianza me ofreció la posibilidad de irme a vivir a su casa. Las condiciones económicas eran mejores que las que tenía y la proximidad al trabajo me iba a evitar el hecho de coger autobuses y caminar montaña arriba. Acepté encantado, aunque pronto me arrepentí del cambio. El muchacho, un joven neurótico y con algunas paranoias, vivía con su madre. Era una mujer extraña, dominadora y a la vez protectora, que le cuidaba como si fuera su bebé y como si fuera un cerdo. Cuando volvíamos del trabajo a la seis de la mañana le tenía preparado un almuerzo digno de Epulón con carnes de todo tipo, embutidos, potajes y otras viandas. El joven comía hasta reventar mientras la madre le miraba satisfecha. A mí nunca me invitaron ni a un vaso de agua, aunque solo de ver comer al muchacho ya me daban náuseas. Pienso que la mujer me hacía aguantar durante el tiempo que duraba la diaria comilona por el simple hecho de demostrarme lo bien que cuidaba de su hijo, mientras intentaba convencerme de que yo, que tenía estudios, hiciera algo para ayudarla a recuperar a otro hijo que se le había ido de casa y no sabía nada de él. Quería que escribiera a programas de radio explicando su problema y diciendo lo mucho que estaba sufriendo y lo triste que se encontraba. Nunca llegué a implicarme en sus historias, pues aunque la ausencia del hijo fuera cierta, pensaba que viviendo con una madre como ella todo era posible, hasta salir huyendo con lo puesto. Lo que no entendía era el comportamiento del hijo que vivía con ella: el trabajo, comer como un cerdo y encerrarse en un cuartucho donde decía estudiar electrónica por correspondencia.
Pronto empecé a sentirme mal, no solo por el trato de aquella mujer que era tan desagradable y ruin como para vigilar si tenía la luz encendida más del tiempo necesario para desvestirme al ir a dormir o tenerme a la puerta de la calle hasta que le daba la gana abrir, porque nunca me quiso dar una llave, sino porque comencé a creer que estaba loca y en cualquier momento me podía meter en algún lío. Así, y sin decir nada por si las moscas, me busqué un nuevo sitio para vivir y una tarde, después de saldar lo que debía, salí pitando de aquel horrendo sitio y abandoné la compañía de aquella extraña pareja. A partir de entonces, el muchacho no me volvió a dirigir la palabra en el trabajo y aunque no me pareció normal, tampoco le di demasiada importancia ya que seguía pensando que algo raro le pasaba.
Me fui a vivir de nuevo al ensanche a casa de una mujer viuda que tenía habitaciones alquiladas. Allí vivía mi amigo Antonio con el que iba a compartir habitación, y un muchacho valenciano, con un ramalazo de homosexual impresionante, pero persona respetuosa y atenta como el que más.
Aquello ya era otra cosa, el barrio, los compañeros, incluso la patrona, una tal señora María, a la que cariñosamente llamábamos Catalina. Esta mujer era una viuda amable y simpática que siempre tenía un saludo dispuesto y una taza de café. Solía fumar como un carretero y a veces, del cigarrillo que llevaba entre los labios, le caía la ceniza sin que se enterara. Era una gran conversadora y disfrutaba contando aventuras y chascarrillos de su juventud o escuchando las nuestras que no solían ser tan interesantes. Jamás se enfadaba, ni tan siquiera la vez que apareció quemado el sofá. Tampoco se metía en nuestros asuntos, ni controlaba las idas y venidas de los inquilinos.
Antonio, mi amigo y compañero desde los diez años en el colegio, había empezado a estudiar peritaje en la escuela Industrial que se encontraba a dos manzanas de la pensión y había sido él quien me había ofrecido la posibilidad de trasladarme. Gracias a él empecé a introducirme en el mundo estudiantil, aunque solo fuera de manera parcial. Por aquel entonces, Barcelona era una ciudad plagada de jóvenes estudiando oficios y carreras, que habían venido de fuera y que solían vivir como Antonio o yo, de inquilinos en alguna casa. También era una época en la que el dinero solía escasear, sobre todo en colectivos como el de los estudiantes, y por ello una inmensa mayoría nos concentrábamos cada mediodía y cada noche en los bien o mal llamados comedores del SEU que estaban ubicados por aquellos años en unos bajos de la mastodóntica Escuela Industrial de la Calle Urgell. Se servían comidas y cenas todos los días de la semana excepto sábados y domingos y aquello parecía la cola del racionamiento después de la guerra o las colas de los pobres en albergues en pos de la sopa boba. Los abonos semanales costaban ciento ochenta pesetas por la comida y la cena, por lo que salía cada menú a dieciocho pesetas. La comida no estaba mal, pues constaba de dos platos y postre, y aunque era de rancho y sin ningún lujo, se solía dar buena cuenta de ella, sobre todo después de haber estado haciendo cola de una a dos horas para acceder al preciado banquete. Lo peor era cuando los encargados se ponían legalistas y empezaban a pedir carnets de estudiante, ya que aquello era un servicio par estudiantes, y había que hacer uso de la imaginación para aquel día no quedarse sin comer. La excusa que mejor funcionaba era la del olvido en casa o cosas parecidas.
Tener el comedor tan cerca para mí era una suerte, ya que al mediodía me levantaba y cubría la necesidad de hacer por la vida y por la noche, me podía ir al trabajo con la cena ya hecha. Lo peor eran los fines de semana pues cada uno se tenía que buscar la vida por bares de comidas caseras a lo largo y ancho de la ciudad. Solíamos ir en grupo unos cuantos amigos y ya teníamos unos cuantos fichados en los que con la comida del mediodía se pasaba hasta el bocadillo de la noche sin mayores dificultades. Normalmente el plato fuerte en estos bares era el arroz tipo paella y el pollo al ajillo con la mayor guarnición posible de patatas. La peregrinación pasaba por bares en la zona de Correos detrás de la catedral, la plaza España, San Andrés u Horta y siempre que alguien daba con algo nuevo y barato, lo probábamos y si era del agrado general se le incluía en nuestra particular guía de bares baratos y populares donde comer los fines de semana.
A finales de noviembre del sesenta y nueve conocí a una persona que a lo largo de los años y sobre todo en los momentos difíciles iba a ser mi ángel de la guarda a la vez que mi seguro para no verme abocado a la mendicidad y la miseria. Mi padre, que no las debía tener todas consigo respecto a mi situación, me escribió una carta comunicándome que en el instituto de bachillerato de Santa Coloma, el Puig Castellar, trabajaba como catedrática una prima de la familia a la que yo no conocía. En la carta me animaba a que fuera a verla, supongo que pensando que me podría echar una mano. Y así fue como una tarde de un lluvioso mes diciembre de aquel año me presenté en el instituto y pregunté por ella. Afortunadamente estaba dando clases y no me tuve que ir, lo que sin duda hubiera representado no volver ya que me había costado mucho dar el paso de ir a ver a una persona a la que no conocía y sin razón o motivo justificado.
Cuando apareció me hice el fuerte y la abordé con mi timidez habitual:
- Hola, ¿eres María Arroyo?
- Sí - respondió un tanto confundida al ver ante sí un personaje desconocido.
- Yo soy tu primo - le dije de sopetón.
- ¿Qué primo? - preguntó ella que sin duda pensaba le estaba tomando el pelo.
- El hijo de Agustín y la Felicidad, de Villanueva.
- ¿De Agustín y Felicidad? No caigo.
Yo pensé que ya había metido la pata y aquella mujer no tenía ni idea de lo que le estaba hablando.
- De Palencia. Es que me ha escrito mi padre diciéndome que viniera a verte - dije ya como último recurso.
- Ah, ahora sí. ¿O sea que tú eres Pedro?
- No, Pedro es mi hermano mayor, yo soy José Manuel.
- Ya recuerdo, claro que recuerdo, pero eras tan pequeño cuando te vi.
- Yo he oído hablar de ti solamente, al único que conozco es a tu hermano Mariano.
- No te preocupes. Me alegro mucho de que hayas venido a verme y de conocernos.
Aquello me sonaba a música celestial, pues notaba que lo decía con todo el sentimiento.
- Yo he pasado ratos muy buenos en tu pueblo y en casa de tu abuela - continuó -. Tu familia es una gente estupenda.
A partir de entonces todo fue sobre ruedas y par celebrar el encuentro me invitó a tomar algo en un bar cerca del instituto. Allí conversamos largo y tendido de la familia, de la tierra y de ella y de mí. Después la acompañé a su casa, un pequeño apartamento en el barrio de la Verneda. Conducía un viejo seiscientos y a mí me pareció una mujer moderna y diferente a las que conocía hasta entonces: catedrática, haciendo su propia vida, libre, intelectual y dueña de sus actos.
Cuando aquella noche me fui a trabajar a la fábrica, lo hice con el convencimiento y la satisfacción de haber encontrado no solo a una prima sino a una amiga.
Por la fábrica, las cosas seguían su curso y ya era un experto en el manejo de la máquina de hacer conos de hilo, incluso había noches que para hacer más llevadero el trabajo, me dedicaba a producir como si trabajara a destajo y con ello ganar alguna pequeña prima de productividad. El sueldo, aunque no fuera para echar las campanas al vuelo, me daba para cubrir mis necesidades básicas y tener algo para mis pequeños vicios. En cuanto a los compañeros, me llevaba bien con todo el mundo. A veces, sobre todo los sábados por la mañana, solíamos ir un grupo a casa de uno y allí tomar unas copas. El que nos solía invitar era un señor de unos cuarenta años que vivía solo y gustaba de hacer este tipo de invitaciones. Yo solía ir en el grupo y nunca noté nada especial, pero un día en el que por alguna razón que entonces se me escapaba, nos habíamos quedado los dos solos y ante mi sorpresa, empecé a intuir que allí pasaba algo raro. Aquel hombre, en un principio trató de hacer que bebiera más de lo acostumbrado y en un momento dado, noté que empezaba a acariciarme. Me separé rápidamente, pero él seguía insistiendo y en vista de que yo no estaba por la labor comenzó a ofrecerme dinero, dos mil pesetas, para que me acostara con él, mientras decía con cara de bobalicón que no iba a pasar nada. Yo, que en mi vida me había visto en tal aprieto y no estaba acostumbrado a recibir tales propuestas ni me apetecían lo más mínimo aquel tipo de relaciones, llegué a sentirme tan ofendido por la petición que para zanjar aquella situación con dignidad le dije:
- Pensaba no solo que éramos compañeros sino amigos, pero me has ofendido tanto que a partir de ahora habré de plantearme si dirigirte la palabra o no.
Aquello surgió su efecto y pude salir de la casa sin sufrir ningún percance y a partir de entonces, aunque nos seguimos hablando y saludando, me trataba con un cierto recelo y un respeto.
No lo comenté con nadie por la vergüenza que me daba y tardé en aceptar que me hubiera hecho tal proposición. Por aquel entonces, según los cánones culturales, ser homosexual era algo antinatural y yo, desconocedor de muchas cosas sobre el mundo de la homosexualidad, los consideraba como unos degenerados y unos enfermos tal como siempre había oído.
Mientras tanto, mi vida sentimental ni avanzaba ni dejaba de avanzar. Cada día estaba más enamorado de María Luisa y no pasaba día sin que la llamara por teléfono y sábado o domingo, que no le pidiera de salir al cine, a pasear o simplemente ir a un bar y estar toda la tarde a su lado. A veces accedía a mis peticiones y salíamos, pero otras veces me daba plantón y yo la esperaba tardes enteras hasta ver que volvía a casa. Una de aquellas tardes de espera interminable, yendo de un sitio para otro para no parecer un sospechoso a la gente del barrio, la vi llegar en un coche que conducía un hombre. La sangré se me agolpó en la cabeza y el corazón empezó a latir aceleradamente. Me puse muy nervioso. No podía dar crédito a lo que veían mis ojos, me estaba engañando con otro. La llamé enseguida por teléfono desde una cabina y tratando de parecer normal le pregunté:
- ¿Dónde has estado, que te he estado esperando toda la tarde?
- Dando una vuelta con unas amigas - mintió ella.
- ¿Te lo has pasado bien? - seguí con toda la sangre fría que de la que pude hacer acopio.
- No ha estado mal.
Ya no pude más y salté encendido como si algo me quemara por dentro.
- Me estás mintiendo, te he visto llegar en un coche.
- Lo siento - dijo a modo de excusa.
Y le expliqué todo lo que había sufrido aquella tarde esperando y, sobre todo, cuando la había visto bajar del coche que conducía un hombre.
Ella trató de calmarme, pero yo estaba tan dolido que no atendía a razones y menos, si lo que estaba tratando de decirme era que no existía ningún compromiso entre los dos.
Cuando salí de la cabina, me sentía el hombre más desgraciado de la tierra, el más inútil, el más engañado, el más triste.
Durante unos días no volví a llamarla. Intentaba hacerle ver el daño que me había hecho, pero lo único que conseguía era sufrir más. No podía dejar de pensar en ella y no me quedó más remedio que buscar una manera de reconducir la situación. Era tal mi inseguridad y mi miedo, que pensaba que si ella no me aceptaba de nuevo, mi vida volvería a ser un fracaso.
La llamé y le dije que mi vida era un infierno y también que le perdonaba lo que me había hecho. No sé si por lástima o por amor, accedió y nos volvimos a ver. Era como encontrar de nuevo el cielo y todo pareció arreglarse. Sin embargo, cada vez que me ponía alguna excusa para no encontrarnos volvía a sufrir. Descubrí que los celos eran el peor sufrimiento que puede pasar un enamorado.
Afortunadamente no todo iba a ser sufrimiento y por suerte para mí, María Arroyo se iba a convertir sin darme cuenta en la persona que iba a organizar mi destartalada vida intelectual. Cuando nos encontrábamos en su casa y al calor de una copa de brandy hablábamos de la vida o del trabajo, me empezó a sugerir la posibilidad de retomar los estudios. No había vuelto a pensar en tal cuestión de una manera seria y tampoco sabía muy bien qué pasos seguir. Tenía acabado el bachillerato y para acceder a la universidad tan solo había de hacer el preuniversitario, que era el curso previo a la universidad. Ella me matriculó por libre y me orientó en lo que debía hacer y lo que debía preparar. Y volví a encontrarme con los libros, aunque en solitario y sin el aliciente de asistir a las clases.
El resultado fue el normal, no pude aprobar por culpa del griego, asignatura que resultaba absolutamente novedosa para mí, y aunque dominaba verbos y gramática, en la histórica retirada de los diez mil o de las Termópilas de Jenofonte, dejé enterradas mis ilusiones de entrar en la universidad. Sin embargo, había recuperado la ilusión por seguir estudiando y estaba convencido de que lo volvería a intentar.
Con María había vivido momentos mágicos, que con el paso del tiempo se han convertido en anecdóticos, pero no por ello exentos de encanto y aventura. Un de esos momentos fue sin duda el viaje que hicimos al Norte en su viejo seiscientos. El pequeño caballo de hierro y hojalata, duro y curtido en mil batallas, se había portado muy bien hasta llegar a Cervera en la provincia de Lérida, pero allí empezó a soltar humo y quejarse amargamente de sus dolencias. Nadie de los tres que íbamos dentro tenía idea de lo que le podía pasar, Diodoro, un paisano mío, que acababa de abandonar la comunidad de San Andrés y se dirigía a Bilbao en busca de una nueva vida, lo único que sabía de coches era que tenían cuatro ruedas. María, a pesar del mimo con el que lo había conducido, pensaba que el viejo motor se había quemado y yo, de lo único que entendía sobre coches era de chapa y ello, gracias al curso que había hecho en la escuela sindical y que en este caso no me servía para nada. Afortunadamente, alguien nos dijo que era problema del radiador y por suerte allí cerca había un taller.
Mientras lo arreglaban, no se nos ocurrió nada mejor que sobrellevar la espera cantando al compás de una guitarra, que más mal que bien aporreaba nuestro colega Diodoro, a la orilla de la carretera. Mientras recordábamos las viejas canciones del colegio, de la infancia y de siempre, más de un coche y camión se paró pensando que éramos un grupo de música con problemas y nos ofrecieron su vehículo para continuar el camino. Supongo que por aquel entonces nuestro aspecto no inspiraba temor alguno.
Por fortuna, el viaje lo pudimos reanudar al cabo de unas horas, pero cuando llegamos a Vitoria era casi la media noche.
Con mis amigos y antiguos compañeros de la comunidad, que seguían viviendo en el barrio de San Andrés, un lugar más acorde con el proyecto evangélico y su filosofía de vida que el elitista barrio del Ensanche, tenía escasa relación. De alguna manera aún no había acabado de asumir mi despido de la comunidad por la puerta falsa, aunque sin duda hubieran tenido razones y justas para hacerlo. Me costaba asumir, por mi orgullo, que yo no servía para la vida en comunidad y por ello, la relación durante el año había sido más bien fría y se había limitado a algunos compañeros en concreto y en esporádicos encuentros. Sin embargo, ellos seguían siendo mi referencia y mi familia, aunque las relaciones fueran algo frías.
Solía verme principalmente con Juanjo, uno de los que habían empezado conmigo en el Ensanche y que por razones que no acertaba a entender, seguía dentro del grupo. Lo hacíamos algunos sábados por la tarde en un local de unas monjas donde él daba clases de guitarra y a las que yo acudía con una guitarra que le había comprado a uno de los compañeros de la escuela cuando estábamos haciendo el curso de chapistería en un momento en el que el joven andaba escaso de dinero.
Lo de la música siempre había sido mi asignatura pendiente y lo sigue siendo, pero en aquellos años de juventud, aun tenía la esperanza de llegar a dominar un instrumento y poder interpretar música y melodías con la facilidad y destreza que lo hacía otra gente. Era una ilusión que había perseguido desde pequeño en el colegio, cuando me designaron para aprender a tocar el piano. Lo había cogido con ganas e ilusión, pero el hecho de que las clases fueran a la hora de los recreos había sido superior a mi ilusión y a mis fuerzas en aquellos años de infancia todavía. Y así, cada vez que aporreaba el teclado y oía a mis compañeros gritar en el patio, una fuerza interior me hacía mirar por la ventana y entonces, la envidia y el natural deseo de divertirme me hacía dudar de mi vocación musical. Un día, ya no pude más y cerré la tapa del piano y salí a jugar. Allí acabó mi primer intento y si me he arrepentido alguna vez, tampoco lo he lamentado. Más tarde, y también en el colegio, intenté tocar el laúd y la bandurria y lo único que llegué a interpretar fueron algunos acordes sueltos de la popular canción de la Tarara con la chillona bandurria.
Las clases con Juanjo tampoco fueron una excepción y aunque me afanaba lo que podía, pues sentía que el tiempo se me acababa en lo de intentar conseguir algo en el mundo de la música, lo único a lo que llegué fue a aprender media docena de posiciones con mis torpes dedos de la mano izquierda que producían algo parecido a sones encadenados. Me parece que las posturas se llamaban arpegios.
Sin embargo, éramos un grupo de jóvenes animado y nos lo pasábamos bien, aunque la figura era mi compañero Juanjo con su aire de músico inglés y su facilidad para conseguir con la guitarra emociones que hacían que a las nenas se les cayese la baba.
No sé si porque no avanzaba o porque allí era el último mono del grupo, pero un día, ya a las puertas del verano, puse fin a mis aspiraciones musicales y poco a poco, mi relación con el grupo se fue enfriando.
Por estas fechas, mi amigo Pepe, que después de la salida de la comunidad se había ido a probar la aventura francesa como trabajador, ya había vuelto y se había aposentado en Barcelona. Su retorno fue para mí un motivo de alegría y a la vez, volver a estar al lado del amigo más importante que había tenido desde los primeros días del colegio. Venía un tanto afrancesado y hasta se había comprado una chaqueta negra que era la envidia de todos por su elegancia. Esta chaqueta serviría para más de una boda en el futuro, ya que siempre que teníamos algún compromiso importante alguno de los del grupo acudíamos a él para que nos la dejara y con ello salvar el compromiso con cierta dignidad.
Se instaló en el barrio en una casa cerca del comedor de la Escuela industrial y cerca de donde yo vivía, por lo que nos veíamos a menudo y teníamos nuestro lugar de encuentro en un bar donde nos solíamos reunir estudiantes de todo tipo por las noches. Aquel iba a ser durante algunos años lugar de parada y centro social de toda una enjambre de muchachos que como yo, Pepe o cualquier otro, tan solo íbamos por la pensión a dormir, debido a la poca o nula posibilidad de poder hacer otra cosa en casa ajena.
Por aquella época ya había dejado la fábrica textil en el industrial barrio de Pueblonuevo y vivía de los ahorros que había conseguido hacer, aunque pronto la remesa iba a empezar a mermar y con ello, mi preocupación. Finalmente tuve que buscarme un trabajo para acabar de pasar los últimos días antes de disfrutar de vacaciones al amparo y la protección de la familia.
Se trataba de repartir por domicilios particulares y algunos bares de la ciudad sifones y gaseosas. Era un trabajo que no me venía de nuevo, pero en esta ocasión, las cajas eran bastante más pesadas que cuando desempeñaba dicha actividad en la empresa de refrescos de Vitoria. El problema se presentaba cuando en algún bloque de pisos no se podía utilizar el ascensor y había que subir a lomo escaleras arriba con las pesadas cajas de botellas. Pero, como al perro flaco todo se le vuelven pulgas, en esta ocasión no iba a ser menos y una desafortunada infección en una mano, producida por un corte de los mejillones que solíamos ir a pescar a las costas de Garraf para comerlos en buena armonía, me hizo perder el trabajo. El corte se había infectado con el sudor y la suciedad que se producía al llevar las cajas y cuando le quise hacer ver al dueño de la empresa lo que me había ocurrido, me recompensó con el despido y sin ningún tipo de finiquito y menos aún de poder acogerme a servicios médicos ya que no me tenía asegurado.
La mano se fue hinchando más y más hasta ponerse como un botijo, que diría mi padre, y cuando ya era imposible aguantar el dolor, no me quedó más remedio que acudir a la beneficencia pública. La monja que me atendió en el Hospital Clínico se asustó mucho al ver como tenía la mano y rápidamente me dio prioridad para que me operaran.
No sé quién me operó, pues me dieron una dosis tan alta de anestesia que cuando me desperté medio borracho, tenía la mano vendada como un mutilado de guerra y la sensación de que me habían abierto el brazo entero. Cuando me encontré en condiciones de irme a casa, alguien me preguntó si me esperaba algún familiar. ¿Quién me iba a esperar si estaba más solo que la una? Le expliqué mi problema y mi situación.
Volví a casa con una receta de un antibiótico que tenía que tomar por si había infección y la recomendación de que hiciera reposo y volviera cuando ya me encontrara bien. El antibiótico que pagué íntegramente de mi bolsillo, pues no tenía cartilla ni ningún tipo de protección, me dejó sin un duro y creo que aún dejé algo a deber en la farmacia.
Cuando me sentí bien y me quité el vendaje vi que me habían dejado un costrón, pero como no me dolía lo di por bueno y estaba agradecido, aunque no me atreví a volver al hospital por si me hacían pagar la operación. Años más tarde me enteré que los hospitales de beneficencia cubrían la atención y cura de personas necesitadas y sin posibles como era mi caso. Desde que lo supe lamenté no haber tenido valor para presentarme en el hospital para que cerraran mi caso y a veces pienso que mi ficha médica por aquella operación aún debe seguir abierta.
Mi obsesión por no implicar en mis problemas a nadie hizo que aquel mal trago lo sobrellevara solo. Pasado ya todo y cuando pude ver a María Luisa, que pensaba que había desaparecido, se enfadó mucho por la falta de confianza que había demostrado tener hacia ella al no decirle nada. Yo, en mi fuero interno me sentía satisfecho porque pensaba que era una prueba de que de verdad me amaba y me excusé con la fácil respuesta de que no quería preocupar a nadie.
Por aquella época vivimos unos días felices y aunque yo seguía sin tener un duro, ella se encargaba de que pudiéramos ir al cine, a la playa o tomar algo. También por aquella época, mi otro ángel de la guarda, mi prima María, me sorprendió con algo insólito e inesperado. Por su cuenta y riesgo me había matriculado en la escuela de magisterio. Cuando me lo dijo me quedé de una pieza, pero, mediante sabias palabras me hizo ver que era una salida a mi futuro tan buena como otra cualquiera y más práctica de cara a solucionar mi vida. Yo no había pensado en el magisterio como objetivo, más bien había pensado en la universidad y en una carrera de cinco años, sin embargo me pareció bien, incluso muy bien, pues en tres años podría acceder a un puesto de trabajo digno y la idea de ser maestro tampoco me desagradaba ya que guardaba un grato recuerdo del maestro que tuve en la escuela del pueblo, aunque a veces se hubiera pasado dando palos y orientando nuestra educación en el régimen franquista, y de los profesores que había tenido en el colegio durante el bachillerato. Supongo que también me gustó el hecho de que ya todo estuviera hecho y no me tuviera que preocupar de nada.
Los días anteriores a mi marcha de vacaciones, inútil como me encontraba para el trabajo, los viví gracias a la caridad de mis amigos y cuando ya me pareció que había abusado de su confianza, me metí en el tren una noche de verano y amanecí en Vitoria con el alma cansada y el cuerpo necesitado de comida.
Al verme aparecer por la puerta, recuerdo que mi padre me dijo con cierta preocupación:
- ¿Qué te ha pasado, hijo? Vienes amarillo.
- Será por el viaje que ha sido un poco pesado - mentí yo para no preocuparle más.
Al cabo de unos días de estar en casa se me quedó mirando y me volvió a decir:
- Ya te ha cambiado el color.
Esta vez no respondí nada, pero sabía perfectamente por qué me lo había dicho. A él no le había podido engañar.
- Ponle más de comer de comer a este chiguito, parece que ha venido con hambre - acabó diciendo.
Había sido un año duro y difícil, yo aún seguía contando los años por cursos escolares, pero había conseguido sobrevivir y entre las sombras se acertaba adivinar el principio del camino que había comenzado a buscar después de abandonar la seguridad y la protección de la comunidad.













Durante el verano del setenta, mi vida transcurrió apacible y tranquila. Una existencia entre el dejarme querer y el quiero, pero no puedo. Tan solo ya avanzado el mes de julio traté de buscar un trabajo que me sacara de mi atontamiento y me proporcionara algún beneficio, pues empezaba a tener la sensación de que explotaba a mi familia. El trabajo no era ninguna ganga, pero me sirvió para descubrir algunos parajes y paisajes del País Vasco que encerraban una belleza y un encanto inigualables. La empresa se dedicaba a hacer pistas en el monte para extraer la madera de los pinos, abundante fuente de riqueza en la zona.
El lugar se encontraba en un monte cerca del pantano de Villarreal que miraba apaciblemente hacia el recóndito y profundo valle de Aramayona. Un lugar para conocer y disfrutar donde las montañas que dibujan la uve del valle están tan juntas que parece que vayan a darse la mano. El trabajo no resultaba complicado, pues consistía en arreglar trozos que las máquinas no podían hacer, pero las horas se hacían interminables en medio de aquella soledad y silencio.
Pronto me acostumbré a la soledad, y aunque no hablaba con nadie o casi nadie hasta la hora de la comida, aquel reencuentro con la naturaleza me ayudó a valorar muchas cosas y plantearme el futuro de una manera más seria. No me podía pasar la vida dependiendo de los demás y a la espera de que alguien viniera a ofrecerme la oportunidad de mi vida.
Aquel trabajo me sirvió para conocer un poco a los vascos. Después de seis años en un colegio en un pueblo de lo más vasco, no había aprendido nada de aquella gente, tan solo sabía que algunos caseros hablaban el euskera, una lengua muy antigua de la que apenas entendía cuatro palabras. Sin embargo, aquellos días de trabajo en el monte de la Cruceta me sirvieron para conocerlos un poco mejor y llegar a la conclusión de que eran diferentes e introvertidos y resultaba difícil entrar en su mundo si no eras uno de ellos o ellos no decidían admitirte en el clan, cosa que por otra parte me resultó absolutamente imposible. Mi relación con los empleados y los jefes se limitaba a hacer lo que me mandaban y a esperar que en alguna ocasión me preguntaran quién era, qué hacía o por qué estaba allí tirando de pico y pala. A nadie le interesó y a nadie le expliqué mi vida. Creo que en el poco tiempo que permanecí en la empresa, ni tan siquiera me preguntaron cómo me llamaba y no sé si llegaría a cruzar más de cuatro palabras seguidas con alguno de los miembros del grupo. Realmente fue una experiencia que en el aspecto humano me sirvió para nada y en el económico, para ganar cuatro duros y no seguir explotando a mi familia.
A veces, cuando vuelvo por aquellas tierras, paso por la carretera de la Cruceta para volver a Vitoria y contemplo el lugar sin demasiada emoción, pero sin olvidarme que allí pasé unos días de mi vida y tan solo la fuente donde comía algunos días el bocadillo que mi madre me preparaba me trae algún recuerdo entrañable.
El día que se acabó el camino, se acabó el trabajo y volví de nuevo a la inactividad, aunque en vísperas de las fiestas de la Virgen Blanca no me pareció tan mala situación.
A finales de Agosto, volví a Barcelona y me instalé en una nueva pensión. En esta ocasión con mi amigo Pepe, en casa de una viuda bastante más metomentodo y desagradable que la señora María a la que tuve que dejar para no pagar los dos meses de alquiler del verano, cosa que por otra parte me hubiera resultado imposible.
Allí compartía habitación con mi amigo y pensión con un muchacho gallego del que recuerdo tan solo que trabajaba en una fundición y los ratos libres se los pasaba haciendo quinielas de fútbol y probando combinaciones que le hicieran rico algún día. No sé si lo habrá conseguido, pero por intentarlo seguro que bien se lo merecía.
La nueva casa se encontraba en el mismo barrio y muy cerca de los comedores del SEU por lo que el cambio no había significado ningún descalabro. Además, el bar de encuentro pronto se convirtió en una especie de club social y en el lugar en la pasábamos las horas muertas un variopinto grupo de estudiantes que con el paso del tiempo acabamos haciéndonos como de la familia.
Tal era el potencial humano que allí nos dábamos cita que el hijo del dueño del bar, el Enric, decidió montar un equipo de fútbol federado y rememorando los años en el colegio pasé a formar parte del mismo. El equipo se llamaba el Rayo Provenza. Solíamos jugar los domingos por la mañana y cuando lo hacíamos en casa, jugábamos en un campo de la Federación Catalana que estaba ubicado en unos terrenos de San Adrián del Besos. El equipo estaba formado principalmente por estudiantes y aunque no había demasiada conjunción, no lo hacíamos del todo mal, pues el que más y el que menos había jugado en el colegio y tenía alguna idea aunque fuera a título individual. A veces costaba un poco reunir a once jugadores, sobre todo si la noche del sábado había sido movida.
Mi situación amorosa perduraba más por el interés que yo ponía que por las ganas que le echaba María Luisa, que sin embargo me seguía aceptando y hasta queriendo, más por costumbre que por pasión. Había llegado a la conclusión que éramos una pareja de la que solo tiraba yo, pero no podía hacer otra cosa ya que en mi ignorancia o en mi romántica idea del amor, pensaba que ella era la única mujer a la que podría amar. Nos solíamos ver a ratos perdidos y nuestra relación se había convertido más en una relación telefónica, pues cualquier hora me parecía buena para llamarle por teléfono. Sin embargo cuando nos veíamos, aunque yo intentaba pasar del beso amistoso y tierno, a ella le faltaba emoción y le sobraba compostura y buenos modales, aunque por mi falta de experiencia, yo entendía como normal su comportamiento tan formal en el buen sentido de la palabra.
Con el paso del tiempo, me di cuenta que lo que le retenía y le hacía ser tan comedida en su relación conmigo, era debido al poco porvenir que veía en nuestra relación, sobre todo por las pocas o nulas expectativas de futuro que yo le podía ofrecer en forma de seguridad y aunque lo intuía, me negaba a pensar que el amor se había de sustentar en la seguridad económica y en la idea de un porvenir resuelto. Seguía pensando que el amor era mirarse a los ojos y adivinar lo que ella estaba pensando, seguía creyendo que el amor era estar imaginando en todo momento que ella también estaba pensando en mí en el mismo segundo de la vida, seguía soñando que el amor era repetir una mil veces las mismas palabras bonitas.
La actividad laboral pronto iba a convertirse en mi principal problema existencial. Pensando en el curso que estaba a punto de empezar creí que lo mejor era buscar algo que me ocupara nada más las mañanas, ya que el horario de clase que había elegido era el de tarde. Sin embargo, por más que miré y busqué no encontré nada que me fuera bien ni de mañana, ni de tarde, ni para todo el día. Al final acabé en precario mundo del reparto de propaganda por los buzones que por aquellos años empezaba a entrar con fuerza en nuestra cada vez más consumista sociedad. Básicamente la oferta se la repartían detergentes para lavar la ropa, los jabones y algún tipo de champú que quería introducirse en los hábitos consumistas de las amas de casa. Nombres de marcas que en la actualidad han desaparecido, pero que en la época causaron auténtico furor gracias también a la publicidad televisiva que solía reforzar desde la pequeña pantalla la llegada de los mágicos productos. Eran vales de descuento que no solían ascender a más de cinco pesetas, que el vendedor te descontaba a la hora de comprar el producto en cuestión.
El trabajo consistía en repartir buzón por buzón y casa por casa uno de aquellos papelitos y anotar la cantidad que en cada vivienda se habían regalado tan generosamente. Así, comencé a recorrer las ciudades y pueblos más importantes de la provincia de Barcelona y con ello a conocerlos y darme cuenta de la cantidad de personas que en ellos vivían.
La jornada laboral comenzaba a las ocho de la mañana en algún almacén ruinoso de la zona industrial de Pueblonuevo. Se hacían los equipos, normalmente de cinco personas de los que uno era el jefe y el conductor, pues era el que ponía el coche. Al llegar a la ciudad o pueblo que tocaba, comenzaba la peregrinación hasta dejar la zona batida o el pueblo lleno de regalos de tres o cinco pesetas. Si había suerte y tocaba una zona de bloques altos y masificados, el trabajo resultaba más entretenido ya que se veía como iba disminuyendo el montón de papeles, pero cuando eran casas unifamiliares, todo era más lento y aburrido, con el agravante de que en muchas viviendas había que llamar para dejar el regalito que muchas veces era recibido de malas maneras pues el pequeño ahorro no compensaba las molestias.
Fue entonces cuando descubrí la miseria y la precariedad en la que vivía mucha gente de las ciudades industriales y de los que más tarde se dieron en llamar el cinturón rojo de Barcelona. Había barrios en los que las condiciones eran tercermundistas y donde las viviendas parecían más chabolas que casas diseñadas para albergar personas. Faltaban infraestructuras y sobraban edificaciones que habían crecido sin control ni orden, como las setas.
Recuerdo que fue en uno de esos barrios dejados de la mano de Dios y de las administraciones donde viendo corretear a los niños en el patio de un colegio me dije que algún día yo sería maestro de niños parecidos a aquellos. Todavía no habían empezado las clases en la Normal de Magisterio, pero ya quedaba poco y al ver toda aquella multitud de pequeños corriendo alegremente, me emocioné pensando que algún día yo iba a guiar en parte sus destinos por unos años.
El trabajo de repartir publicidad, aunque esclavo y mal pagado, se había de hacer con seriedad y eficacia ya que de vez en cuando pasaban una especie de inspectores controlando si se había hecho bien e incluso preguntando por las casas si las señoras habían recibido el obsequio en forma de papelito. A mí me parecía ridículo que por tan escasa cantidad se tomaran tantas molestias, pero eran las nuevas técnicas de entrar en el mercado y yo tan solo era un simple empleado que servía a sus intereses por doscientas cincuenta pesetas al día.
Era evidentemente que con sueldos como el que recibíamos, no nos podíamos permitir el lujo de ir de restaurante y a la hora de comer, la solución más socorrida era la del bocadillo y la botella de cerveza. Solo había que comprar el pan en la panadería y lo que podía ir dentro, en alguna tienda. Mi bocadillo favorito empezó a ser el de mejillones en conserva y durante todo aquel año en que por suerte o por desgracia hice varias campañas me sirvió de sustento para seguir vivo, aunque por las noches siempre tenía la alternativa de los comedores del SEU donde se comía algo caliente y bastante más abundante y variado que el sencillo bocadillo.
Las campañas solían durar de dos a tres semanas y cuando acababan no había ni paro ni finiquito, pues tampoco existía contrato laboral. Siempre quedaba el consuelo de que a la próxima te volvieran a llamar si no habías hecho algo que fuera en contra de los intereses de la empresa.
Por fin empezaron las clases y para mí fue como volver al colegio después de las vacaciones de verano. No conocía a nadie, pero pronto me hice un sitio entre los compañeros y aunque no fuera el más atrevido y sabio de la clase, pues nunca me ha gustado destacar en ese aspecto por mi natural timidez, tenía un cierto carisma que me hacía relacionarme con la mayoría de los compañeros. Sin embargo, pronto elegí el que había de ser mi amigo por encima de cualquier otro u otra. Se llamaba Miguel y era un muchacho de extracción humilde como yo que vivía con sus padres en un piso de alquiler en uno de las ciudades más deprimidas y pobladas del cinturón de Barcelona. También, como yo había estado estudiando en un colegio de frailes y como yo, buscaba una oportunidad y una forma de ganarse la vida honradamente. Como se dice vulgarmente, nos habíamos juntado el hambre con las ganas de comer y en más de una ocasión tuvimos que compartir una cerveza porque no llegaba para dos.
No tardé en hacerme con la dinámica del curso y aunque algunas asignaturas y profesores me atraían poco, procuraba no perder comba, pues tampoco se trataba de dejar pasar el tiempo como si uno tuviera todo el del mundo. Normalmente, me servía con escuchar lo que explicaban los profesores en clase y mal lo hubiera tenido de no haber sido así y no haber contado con mi capacidad retentiva y memorística, ya que estudiar o trabajar en las pensiones en las que solíamos vivir los estudiantes en aquellos años siempre chocaba con la cerrado oposición de las amas que veían en el quehacer un consumo exagerado de luz que no estaban dispuestas a pagar.
Con el tiempo, y ante la evidencia de que los estudios de magisterio eran una ampliación del bachillerato exceptuando asignaturas tan específicas como la pedagogía o la psicología, empecé a relajarme y a tomarme las cosas de manera más divertida y en consonancia con lo que era la vida universitaria, y a las largas estancias en el bar, mariposeando de un lado para otro pronto, se unió la pasión desmesurada por el ajedrez con mi colega y amigo Miguel al otro lado de un minúsculo tablero. Horas de pedagogía y otras asignaturas transcurrían entre jaques y mates sin enterarnos del paso del tiempo. Aquellas partidas llegaron a ser centro de interés y de atención de muchos de los compañeros que de vez en cuando preguntaban cómo iban.
Nunca llegué a saber si los profesores se enteraban de lo que al final de la clase se cocía, porque jamás nos cogieron con las manos en la masa, aunque me imagino que si se enteraron, poco les debía importar ya que el ajedrez es un juego tranquilo y nada perturbador del orden.
De los compañeros guardo un recuerdo vago, salvo de los que se movían en la onda, y creo recordar que intentaban pasar desapercibidos y cumplir con su obligación. El movimiento estudiantil, si existía, era prácticamente nulo en la clase y de la noche a la mañana, más por afán de destacar que por que se hiciera justicia, me vi encabezando alguna pequeña revuelta estudiantil contra una profesora empeñada en hacernos la vida difícil y dispuesta a demostrar con hechos que en su clase se hacía lo que ella mandaba. Yo en eso estaba de acuerdo hasta cierto punto y pronto más de uno quiso canalizar sus miedos a suspender tratando de hacer llegar al decano la incipiente protesta y eligiéndome como improvisado cabecilla. Supongo que acepté por satisfacer mi ego, pues ni era líder de nada ni quería serlo. Eran tiempos duros políticamente y resultaba bastante peligroso alterar el orden establecido.
La pequeña aventura me costó una bronca por parte del director de la Escuela acompañada de la amenaza de expulsión, cuando me llamó a solas y en privado a su despacho. Cuando volví a la clase, durante un tiempo fui el centro de atención de muchas miradas que pronto se trocaron en parabienes al conocerse que la visita no había desembocado en nada grave. Aquel pequeño incidente sirvió para que la profesora suavizara su estilo y su aspereza didáctica y a mí, para darme cuenta que no se podía ir por la vida encabezando rebeliones y durante algún tiempo, traté de ser un alumno modelo. Pronto se olvidó todo el asunto y la normalidad volvió a regir los plácidos y monótonos días en la Escuela, que tan solo se veían alterados de vez en cuando por pequeños incidentes, sobre todo de caire monetario y comercial.
Corrían malos tiempos en lo económico y por aquella época no había ninguna campaña de publicidad a la que acudir para reponer los escurridos bolsillos. Sin embargo, aún no sé por qué lo hizo, un profesor me encargó que le vendiera unos cuantos apuntes que había hecho a máquina y fotocopiado. Accedí gustoso entre otras razones porque mi parte en el negocio consistía en que yo los tendría gratis. La venta fue un éxito y de la noche a la mañana me vi con un dinero fácil en el bolsillo, que sin ser mío, estaba en mi poder y como puede más el hambre que nada en este mundo, empecé a gastar con la idea de reponer cuando encontrara algún trabajo. Todo fue bien hasta que el profesor me reclamó el producto de la venta y como pude me salí por la tangente diciéndole que lo tenía a buen recaudo en mi casa. Sin embargo, cada vez que le veía, era una prueba de fuego para mí, pues no me quedaba ni un duro de lo que en buena ley le tenía que haber devuelto. Durante algún tiempo opté por no asistir a clase y así evitar el bochorno de afrontar mi irresponsabilidad. Estaba realmente asustado y dispuesto a hacer cualquier cosa para reponer mi honor y encontrar de nuevo la tranquilidad.
Una noche, en compañía de un amigo, intentamos abrir algunas cabinas telefónicas, pero lo que para otros debía resultar fácil, pues a menudo se encontraban cabinas desvalijadas, para nosotros resultó imposible y eso que íbamos armados de un destornillador y un martillo. Por suerte, no tuvimos que salir por piernas, aunque el botín fue nulo. Estaba visto que no servíamos ni para rateros.
Al final, el asunto del dinero se solucionó de la manera más insospechada y gracias a la luna. Alguien me había hablado de un concurso de poesía que se hacía en la Escuela y que estaba dotado económicamente. Me presenté con una poesía titulada "Oda a la Luna" y aún no sé si porque lo necesitaba o porque la poesía había gustado al jurado, pero obtuve el premio y con ello la posibilidad de reponer mi deuda con el angustiado profesor que ya debía haber perdido las esperanzas de cobrar.
Aquello me devolvió la tranquilidad y de nuevo hizo que mi prestigio ganara algunos enteros, aunque nunca supe aprovecharme de ello o nunca me atreví. Curiosamente, dentro de la escuela, aunque me llevaba bien con todo el mundo, no intenté nunca hacer amistades con las compañeras que a veces te pedían una poesía o te miraban con ojos de lechuza, tenía claro que la muchacha a la que yo amaba por encima de todas era a María Luisa y por nada del mundo iba a serle infiel otra vez, ni en obra ni en pensamiento. Por ello nunca atendí cantos de sirena, ni me preocupé de pensar que pudiera gustar a alguna de las compañeras de la clase.
Seguía viviendo la idea del amor como algo puramente romántico y salvo algún pequeño desliz en forma de masturbaciones vivido en el pasado con mujeres a las que nunca llegué a amar, mi virginidad, si es que se puede hablar así, estaba intacta ya que mi relación con María Luisa era casta y pura y no traspasaba el umbral del beso o la caricia cuando nos encontrábamos en la oscuridad del cine o en alguna plaza solitaria dejando pasar las horas. Por ello, cuando algún fin de semana íbamos a dar una vuelta los amigos del bar al barrio Chino, sobre todo a la calle Robador y a las Tapias, para ver las putas en los bares, me sentía totalmente perdido y con la sensación de estar defraudando a María Luisa. Era como un juego, pues ninguno teníamos dinero para ir con una prostituta, pero se trataba de ir mirando y hacer lo que hacían los demás. Yo nunca me atreví a preguntar cuánto costaba un servicio y si alguna me interpelaba, lo pasaba tan mal que había veces que me volvía a casa lleno de vergüenza y desconcierto.
En una ocasión, uno de mis amigos probó con una y cuando días más tarde volvimos por el barrio para enseñarme con quien había estado, no pude por menos que sentir cierta envidia del valor que había tenido, aunque, cuando me ofreció darme el dinero para que fuera yo, me negué y hasta creo que llegué sentirme ofendido.
De cualquier forma, mi relación con María Luisa seguía adelante contra viento y marea y a pesar de que a veces me daba plantones que duraban tardes enteras de domingo y que yo aguantaba estoicamente, no sé si por masoquismo o por tener una excusa a la hora de pedir justificaciones cuando volvía a verla. Era como un juego en el que el que más a menudo perdía era yo, pero lo hacía, porque estaba convencido que si ella me dejaba, la vida no iba a tener ningún sentido para mí.
Así, mi despertar a la vida seguía anclado en la espiritualidad de un amor más platónico que pasional, pero al que no podía renunciar por nada del mundo y mi compromiso social dependía de los avatares del destino y de las campañas de publicidad que las empresas de productos de limpieza pudieran poner en marcha en unos tiempos en los que los electrodomésticos empezaban a formar parte de la familia como elementos necesarios, aunque fueran comprados a plazos y suponiendo la privación de otras cosas más lúdicas y entretenidas.
Políticamente, era poca o nula la cultura existente y, si como yo se procedía de una educación nacional-catolicista, bastante había con no meterse en líos que pudieran acabar para siempre con el incierto porvenir de uno. Porque, aunque el tiempo lo cura todo y hace olvidar muchas cosas, por aquel entonces, el dictador no daba muestras de envejecer y mucho menos de suavizar sus modales de ordeno y mando y en el país no se movía nadie y los infelices como yo, aún creíamos o no nos importaba creer que los comunistas tenían rabo y eran el diablo en persona, dispuestos a enterrar los valores que con tanto esfuerzo, ardor y valentía habían salvado las fuerzas nacionales después de una cruenta y larga guerra civil.
En la primavera del setenta y uno, María Arroyo ya había mejorado de posición y había abandonado el barrio de la Verneda para irse a vivir a la zona alta de la ciudad, también había cambiado su viejo seiscientos por un coche nuevo y de vez en cuando hacía algún viaje y me invitaba. En uno de esos viajes nos fuimos a Andorra una fría tarde de finales de marzo. Antes de llegar a Puigcerdá se nos hizo de noche y tuvimos serios problemas para encontrar un lugar para dormir. De cualquier forma, el viaje había sido una especie de bautismo político, ya que fue donde por primera vez oí hablar del régimen de manera contraria a lo que estaba acostumbrado. Aquella tarde supe que había muchas personas que no estaban de acuerdo con la política del incombustible general Franco y que existía una corriente, sobre todo en el mundo intelectual, que esperaba ansiosa que la pesadilla de la dictadura se acabase. Fue la primera vez que canté canciones contrarias al sistema y años más tarde, aquellas mismas canciones las recordaría como canciones de lucha y de protesta.
Pasamos la noche en un hotelito muy confortable y al día siguiente nos dispusimos a pasar a Andorra. Sin embargo, al llegar a la frontera con Francia, tuve que darme la vuelta y volver a Puigcerdá, pues no llevaba pasaporte y sin el mencionado documento no se podía pasar al país vecino para después entrar en Andorra por la parte francesa. María y los que nos acompañaban si llevaban pasaporte y pudieron pasar. Yo les esperé dando vueltas por la capital de la Cerdanya y con la pena de no haber podido traspasar la frontera por culpa de un documento.
La espera fue larga y hasta angustiosa, pues en más de un momento llegué a pensar que me había quedado allí solo a unos cuantos kilómetros de Barcelona y sin saber qué podría pasar. Afortunadamente, a la hora prevista pasaron a recogerme y me tuve que conformar con lo que me contaron de lo que habían visto.
Aquella misma Semana Santa, viajé por primera vez a Madrid acompañando a María y tuve ocasión de conocer la capital. El viaje por la carretera nacional y en compañía de unos amigos de María se convirtió en mi confirmación en el ámbito político. Uno de los que viajaban era un muchacho políticamente de izquierdas, aunque aquello estuviera prohibido social y externamente, sin embargo, dentro del coche y con la confianza y la seguridad que daba el grupo, cada uno hablaba y exponía sus teorías sobre lo que necesitaba el país y sobre los abusos del régimen. A mí me daba la impresión que íbamos a la capital a cargarnos al dictador, dada la euforia y la emoción con la que departían mis compañeros de viaje. De vez en cuando, alguna canción de guerra servía para animar la discusión, que en definitiva discurría en una única dirección: todos contra el régimen. Excepto yo, que para no meter la pata, no opinaba, pues tampoco tenía opinión, aunque se me estaban empezando a abrir los ojos y comenzaba a tener claro que lo de los cuarenta años de paz, el glorioso alzamiento y todo lo demás no eran sino propaganda del sistema para seguir subsistiendo a costa de tener a tener al pueblo sumiso y callado por la fuerza. Recuerdo que fue entonces cuando aprendí la canción del gallo negro y el gallo rojo y aunque no entendía su significado, muchas veces me ha venido a la mente y me ha servido para recordar aquellos días y para entender cómo se intentaba luchar contra la dictadura con actos tan ingenuos como cantar una canción que ahora parecería una tontería.
En Madrid descubrí que la gente era más animada y campechana que en Barcelona, aunque, como ciudad me pareció más bonita la capital catalana. Recorrí los lugares más populares y como pasa en todos los lugares del mundo, una vez vistos y admirados, empiezan a formar parte de la memoria y los recuerdos hasta que se vuelven a vivir o siguen ahí en la memoria anquilosados como algo que un momento te perteneció.
Del par de días en Madrid, recuerdo sobre todo a dos personas. Una era la criada gallega que había en la casa en la que nos hospedamos María y yo. La muchacha, que me atendió magistralmente en lo culinario la primera noche que permanecí en aquella casa, pareció interesarse por mi persona y me contó su vida lejos de la familia con pelos y detalles a la vez que me hacía ciertas insinuaciones que yo entonces no llegué a captar o no quise entender. Creo que amparada en el hecho de encontrarnos solos en la casa, pues todos los demás se habían ido, intentó tirarme los tejos y ponerse tierna conmigo. Sin duda mi falta de experiencia o mi fidelidad a prueba de bombas no me dejó ver más allá de que aquella joven intentaba ser amable conmigo por el hecho de ser invitado en la casa y haberme quedado solo con ella. No pasó nada.
La otra persona con la que tuve cierta relación fue el hermano de María, un joven cura que trabajaba en una parroquia del entonces duro barrio de Vallecas y que ya por aquellos años tenía claro que la Iglesia estaba también formada por los pobres y los necesitados. La segunda tarde de mi estancia en Madrid vino a buscarme con su vieja moto tipo vespa y me llevó al cine. La película era de las que se llamaban en aquella época de arte y ensayo: Iván IV el Terrible. Y aunque no entendí nada, acabé teniendo la sensación de que había estado viendo una obra de arte por lo que decía Mariano y trataba de hacerme ver sobre el mensaje de la película del famoso director soviético S. Eisenstein al que años más tarde en la universidad llegaría a admirar y estudiar con verdadero entusiasmo.
De Mariano, con el que me lo pasé muy bien aquella tarde, sobre todo por el paseo que me dio en su moto por las calles de Madrid en plan un tanto alocado y temerario, recuerdo que le conocí en mi infancia, cuando yo aún no había salido del pueblo y el universo de los niños como yo se limitaba a lo que te explicaba el maestro en la escuela, a lo que decían los padres y a lo que te inculcaba el cura. El limitado mundo de aquellos maravillosos años giraba en torno a la fe, la santidad, el pecado y la salvación del alma. Y fue sobre el pecado por lo que yo le recordaba de manera clara e imborrable. Mariano acababa de ser ordenado sacerdote y estaba de visita a la familia y un domingo de finales del verano llegaba a mi casa a estar con mi familia y a hacer su presentación como nuevo sacerdote, algo que en aquella época era muy importante, y a un amigo mío y a mí no se nos había ocurrido otra cosa a la salida del rosario de las cuatro de la tarde que ir a robar fruta a uno de los huertos del pueblo. Una vez hecha la travesura, me invadió un serio problema de conciencia: Estaba convencido que Mariano, el recién ordenado sacerdote, iba a descubrir que yo había estado robando en los huertos. La angustia fue creciendo dentro de mí y llegó un momento en el que me resultó imposible volver a mi casa. No quería que me delatara delante de todos. Esperé hasta la noche para volver. Cuando entré en la casa, lo hice tan acobardado que hasta mis padres se empezaron a preocupar por si me pasaba algo. Con el paso de los minutos y al ver que Mariano no hablaba del robo empecé a sentirme más aliviado y hasta pensé que si lo había descubierto, no quería decir nada y aquello me pareció estupendo. Todavía, y a pesar de las muchas veces que me ha venido a la mente aquella tarde, no sé de dónde había sacado yo la idea de que los sacerdotes adivinaban el pensamiento de los niños. Probablemente había sido el cura del pueblo, Don Isaac, el que en la catequesis había fijado aquella creencia en mi cabeza, en una edad en la que era fácil hacer creer a un niño cualquier cosa mágica o misteriosa.
Después de aquella tarde de cine, no he vuelto a ver a Mariano, pero sé que ha seguido con su lucha desde la iglesia de base y al lado de los más pobres y desheredados, incluso en países de Sudamérica y en momentos en los que la lucha y el trabajo no eran ni fáciles, ni cómodos y menos aún, seguros.
Pasados dos o tres días en Madrid, María me llevó a la estación y allí tomé el tren que me había de subir hasta el norte donde me esperaba una vez más la familia, que como siempre, me recibió con los brazos abiertos y la despensa surtida para que en los pocos días que me quedaban, mi aspecto físico mejorara y el color de mi cara pasara del amarillo al rosa.
En aquella ocasión llevaba una cámara de fotos que me había dejado María (la primera cámara de mi vida), y con ella comenzó mi afición a la fotografía y de paso, empecé a formar el álbum familiar. Era algo que echaba de menos, ya que yo no tengo ninguna fotografía de mi infancia, y la primera en la que me veo, con un grupo de amigos del colegio, se remonta a cuando tenía ya doce o trece años.
Con ella fotografié a mi familia y a partir de entonces he podido seguir la evolución y el paso del tiempo en cada uno de los míos y con ello retener momentos de la vida ayudando a la memoria a fijar más fácilmente esos segundos de mi historia personal. La fotografía siempre me ha parecido algo mágico y a la vez, intransigente. Retazos y momentos que si no hubiera sido por ella hubieran desaparecido para siempre de la memoria, aunque a veces volver la vista y retomar el tiempo capturado en una imagen produzca una cierta angustia al comprobar como el paso del tiempo no perdona en eso tan valorado hoy en día como la juventud y la presencia física, dentro de los cánones actuales de la belleza. Sin embargo, sirve también para evocar la vida, la alegría, los buenos momentos, la presencia de un ser querido, aunque haya desaparecido y en definitiva, para revivir la memoria, que una vez pasado el tiempo, es lo único que nos queda a los humanos.
De vuelta a Barcelona para acabar el último trimestre de aquel primer curso de magisterio, aún me tocaron de vivir momentos de penuria y preocupación, sobre todo en lo tocante a mi situación laboral y económica. A tal grado había llegado mi descalabro económico que tuve que aceptar algo de lo que si bien no me he arrepentido nunca, tampoco me ha parecido lo más edificante de mis actos. Se trataba de sustraer vales de publicidad para poder comercializarlos fuera de los circuitos habituales. Alguien, un conocido, me había sugerido la manera de ganar unas pesetas extras. La trampa consistía en no repartir en todos los buzones los mencionados vales e irlos guardando. Una vez acabada la jornada, el material sustraído se hacía llegar al intermediario que negociaba con ello y obtenía pingües beneficios. Sin embargo, los que en realidad hacíamos el trabajo duro, sucio y peligroso, pues en cualquier momento podíamos ser pescados, recibíamos unos céntimos por vale que cobrábamos cuando el intermediario quería y que en más de una ocasión no llegábamos a cobrar nunca.
Eran momentos difíciles y las pequeñas cantidades suplementarias que se podían obtener con la sustracción de algunos vales de publicidad comercial no servían para cubrir ni las más mínimas de las necesidades y eran más de uno los días en los que había que ir a la cama sin comer o con el estómago a medio llenar, sobre todo en los fines de semana en los que no funcionaba el comedor universitario del SEU. Más de una noche, mi amigo y compañero de habitación y yo nos tuvimos que contentar con un racimo de uvas y pedazo de pan en la soledad de la habitación y sin que se diera cuenta la patrona que a buen seguro nos hubiera preparado un buen sarao en forma de bronca. Aquellos momentos en los que en pleno siglo veinte rememorábamos a Lazarillo y al ciego sin definir quien era uno u otro mientras íbamos cogiendo granos de uva de un racimo que probablemente había costado unas pocas pesetas y alguna vez había sido regalado forman parte de la historia y de las penurias que en los últimos años del franquismo se vivían en este país, a pesar de la mejora económica, en los sectores estudiantiles. Cada grano de uva comido en buena armonía y complicidad con la penuria y las ganas de subsistir eran como un cántico a la vida y una muestra de la capacidad de subsistencia de la raza humana en los momentos difíciles y en los que faltaba lo imprescindible, pero no las ganas de salir adelante y de sobrevivir, mientras al lado se tuviera a alguien con quien compartir esos momentos pasajeros de miseria, hacían que se produjera el milagro de llegar a un nuevo día con la esperanza de que el sol iba a salir para todos y las oportunidades iban a llover del cielo como si fueran el maná de los hebreos en su larga travesía del desierto.
Eran tiempos difíciles y había que recurrir a cualquier solución, por eso el racimo de uvas y la barra de pan se constituían en delicioso manjar y sólido alimento al menos en vitaminas y algún hidrato de carbono. Aunque en aquellos días, poca preocupación había por la dieta y aún menos por mantener un tipo de figurín, no hacía ninguna falta ya que la vida misma te lo proporcionaba sin pretenderlo.
Desde finales de mayo y todo el mes de junio, las campañas de publicidad ya no eran la solución pues por alguna razón que desconozco ya no se hacían y hube de recurrir al trabajo nocturno, que cuando había suerte surgía en el mercado del Borne, descargando caminos que llegaban a Barcelona repletos de alimentos que la ciudad necesitaba y no podía producir. El trabajo en el gran mercado central funcionaba como una especie de mafia o sindicato de los de las películas americanas en los muelles de Nueva York. Un tal San Pedro, que de santo no tenía nada y al que supongo llamaban así por las barbas de figura del renacimiento, era el encargado de repartir la faena y lo hacía siguiendo criterios muy particulares, ya que primero eran los habituales y si quedaba algo tenían su oportunidad los que como yo aparecían esporádicamente por el viejo mercado barcelonés.
El trabajo, cuando se conseguía, era duro y agotador, pues cientos de cajas pasaban de los camiones a las pilas del bello recinto modernista, y cuando acababa la jornada y ya las luces del alba estaban próximas, el cuerpo sudoroso había recibido tal paliza que quedaba uno para el arrastre, como se dice vulgarmente.
Lo del trabajo algunas contadas noches en el mercado, no fue la solución, pero sirvió para seguir vivo el mes de junio, mes en el que el comedor universitario ya dejaba de funcionar y había que buscarse la vida a base de bocadillos o bares de comidas caseras que siempre eran bastante más caros de lo que uno estaba acostumbrado.
Una vez acabadas las clases, que me habían ido muy bien pues había aprobado todo, me apunté a hacer los campamentos de la OJE. Era un requisito previo para obtener el título de maestro y como la posibilidad de hacerlos durante la carrera era opcional escogí el primer turno entre otras razones, para que durante quince días me dieran de comer y no tuviera que preocuparme de cómo alimentar mi cuerpo.
Una mañana luminosa del mes de julio nos reunieron a los que nos habíamos apuntado en aquel primer turno, todos hombres, y nos metieron en unos autocares para llevarnos de campamento. Yo había oído hablar de la OJE a algunos compañeros en el colegio, pero no sabía muy bien de qué iba la cosa, por eso mi actitud era un tanto o expectante mientras no tuviera conciencia de la nueva experiencia y tomara contacto con la realidad.
Nos descargaron en un bonito valle cerca de un pueblo llamado San Quirico de Safaja y después de caminar unos cientos de metros ante nuestros ojos se abrió una explanada inmensa llena de tiendas de campaña alrededor. A la entrada del campamento, un letrero decía: "Campamento Jaime Balmes".
Nos instalamos en las tiendas de lona gris a nuestro aire y yo lo hice con algunos conocidos de la clase. Aquello funcionaba siguiendo un poco el régimen militar pero sin armas. Estábamos distribuidos por escuadras, creo recordar, y teníamos una serie de obligaciones como hacer guardia a la puerta de entrada y en algún punto más del campamento. También se izaba y arriaba bandera, la cual estaba en un mástil muy alto en medio del campamento y de vez en cuando había que formar militarmente o parecido para cantar o recibir alguna de las consignas que habían de guiar nuestros actos a lo largo del día.
La vida en el campamento no estaba tan mal como a primera vista hubiera podido parecer. A lo largo del día se hacían un montón de cosas que teóricamente podían sernos útiles en nuestro trabajo más adelante. También recibíamos la consiguiente ración de ideología a cargo de un señor que se tomaba muy en serio lo de inculcarnos las bondades del régimen y los logros del glorioso alzamiento nacional, aunque la mayoría de nosotros pasábamos de ideología ya que habíamos ido allí a pasarlo lo mejor posible.
Entre el montón de activadas que estaban programadas yo me apunté a tres: Salvamento y socorrismo, Jefe de acampada y Nudos.
La de salvamento y socorrismo, con la idea de que pudiera aprender a salvar a alguien en caso de peligro. Sin embargo, el cursillo se limitó a aspectos teóricos y métodos de reanimación en caso de ahogamiento, pero en ningún momento llegamos a hacer prácticas con maniquíes o algo parecido que era lo que a mí me entusiasmaba. No obstante, aprendí lo suficiente en el ámbito teórico como para atreverme en caso de necesidad a echar una mano a quien lo hubiera necesitado. El cursillo de acampada resultó ser más práctico y entretenido y lo que en él me enseñaron si que lo he tenido en cuenta cuando he salido al campo con la tienda de campaña. Sobre el cursillo de nudos, del cual también me dieron el pertinente diploma que acreditaba mi destreza, solo me acuerdo del nudo del ahorcado, ese que tan a menudo sale en las películas del oeste americano.
Por lo demás, sin duda, lo más interesante eran los ratos libres que solíamos utilizar para ir al pueblo a hacer vida de normal e intentar ligar a alguna moza del lugar. Cosa que por otra parte no conseguíamos, supongo que porque las muchachas ya debían estar escamadas de las bandadas de crápulas que cada cierto tiempo aterrizaban por el pueblo, pero intentarlo tenía su encanto y su morbo. También resultaba interesante el fin de semana en el que te dejaban libertad para volver a tu casa o pasar el día dando vueltas por los pueblos de los alrededores.. El primero, volví a Barcelona y se lo dediqué a María Luisa. Aprovechamos para ir a la playa y reencontrarnos una vez más, sin embargo, ante mi sorpresa, el estar a su lado no me producía las mismas vibraciones y emociones que en otras ocasiones y era como si la proximidad de su cuerpo en vez de excitarme y ponerme tierno y romántico tuviera el efecto contrario. Volví muy preocupado y bastante confuso al campamento. En realidad no había pasado nada para que mi actitud hacia ella cambiara en unos días. Finalmente obtuve la respuesta a mi angustiosa situación. Uno de los compañeros de tienda me comentó que nos estaban metiendo tales cantidades de bromuro en la comida que no había forma de que se empinara ni aunque se pusiera delante la mismísima M. Monroe exhibiendo sus encantos naturales. Aquello me hizo mucha gracia, pues desconocía tal práctica, pero pronto fue del dominio general y sirvió para bromas y otras gracias. Reconozco que en mi caso me sirvió para quitarme un peso de encima. Lo que ya no entendí muy bien era que aquello lo hicieran para evitar posibles casos de homosexualidad entre nosotros.
En otra de las salidas de fin de semana nos fuimos a comer a uno pueblo cercano, huyendo un poco de la ración de bromuro, y finalmente recalamos en el casino del pueblo. El encargado del bar se prestó a prepararnos una comida generosa, pero la cosa resultó bastante diferente a lo estipulado y ni la comida fue generosa ni el precio ajustado. Ante semejante abuso decidamos negarnos a pagar si el aprovechado restaurador no entraba en razón. EL asunto se fue complicando y ni él bajaba del burro, ni nosotros estábamos dispuestos a claudicar. La aparición de la guardia civil, a la cual nosotros no habíamos llamado, intentó poner paz en el contencioso después de oír a las partes. Curiosamente, la Benemérita no tiró por la derecha y la emprendió a porrazos con nosotros, cosa que hubiera sido por otra parte de esperar y con consecuencias nefastas, sino que entendió que el precio demandado era exagerado y así se lo hizo ver al señor del bar. A regañadientes aceptó bajarlo sustancialmente y nosotros ya no tuvimos ningún inconveniente en pagar.
Tan satisfechos habíamos quedado con la solución que decidimos invitar a los agentes a tomar algo, pero ellos, con buen criterio, declinaron la invitación y nos recomendaron que lo mejor era no liar más la troca ni provocar al encargado del bar que estaba que echaba fuego por la boca. Sin hacer mucho ruido y siguiendo el consejo de los agentes del orden abandonamos el pueblo más contentos que unas pascuas por no habernos dejado engañar ni avasallar por el avaro restaurador. Aquel día llegué a pensar que algo estaba empezando a cambiar en el régimen cuando la guardia civil había sido tan comedida y justa con unos muchachos que a nadie le importaban un pito en el pueblo.
De aquella experiencia al aire libre, sin duda, el recuerdo más emocionante fue la excursión y visita a San Miquel del Fai. Aquel día habíamos madrugado y hacía un día espléndido y lleno de sol. Había que caminar unos kilómetros hasta el lugar, pero no fueron obstáculo después de varios días de entrenamiento y vida en contacto con la naturaleza. La visión del lugar resultó para mí algo impactante y sobrecogedora. Parecía el valle perdido, uno de esos lugares que a veces se ven en las películas. Era como un refugio natural lejos de todo ruido y contaminación, donde la vida había sido en una época posible y seguramente muy especial. Presidiendo la profunda garganta el majestuoso monasterio que en su día había estado habitado por monjes, con su hostería y su capilla cavada en la piedra. Abajo, en el fondo, el río que se formaba allí mismo con el agua de las cascadas que caían desde lo alto de la montaña. A ambos lados del valle, una exuberante vegetación en las laderas que en otra hora habían sido tierras de cultivo en pequeñas terrazas cuando los monjes las labraban.
Tanta belleza natural me dejó maravillado y lo disfruté como nunca llenando la mirada y la mente de imágenes que nunca se han llegado a borrar.
No había normas ni consignas de grupo y cada uno podía hacer lo que quisiera e ir a donde le apeteciera dentro del contorno, así que opté por darme un baño en la piscina para refrescarme de la caminata y después me dediqué a recorrer el lugar encantándome con cada rincón que iba descubriendo. Finalmente decidí bajar al fondo del valle donde el río corría vivo y juguetón entre las piedras. Lo hice por la parte de las terrazas en las que años atrás, los monjes habían cuidado con el esmero de las vides que después les darían el vino que sin duda les ayudaba a sobrevivir o al menos a llevar la vida con más alegría de ánimo.
Iba solo descubriendo rincones. Cuando llegué al fondo de la garganta me dirigí hacía un recodo del río que había visto desde arriba y donde el agua formaba un pozo en que bañarse tranquilamente. Pensaba que no había nadie pues ya era la parte final del valle, pero para mi sorpresa en sus aguas arremansadas y cristalinas se bañaba una sirena. Me quedé mirándola con la boca abierto y los ojos a punto de salírseme de las órbitas. Ella me sonrió y me dijo:
- Está muy buena, puedes meterte.
No era una sirena, era una muchacha de ojos grandes y luminosos, con una sonrisa en su cara de terciopelo que parecía un ángel.
- ¿No está fría? - pregunté de manera natural.
- No, en absoluto, parece como si en este remanso el sol la calentara.
Me metí y comencé a nadar azorado intentando aparentar normalidad, pero la presencia y la proximidad de la muchacha hacían que la mirara como si fuera un espejo o tuviera algún tipo de imán o atracción. A veces, nadábamos tan cerca el uno del otro que nuestros cuerpos llegaban a tocarse y aquello, pienso que creo un estado de confianza, porque ella empezó a hacerme aguadillas como si quisiera jugar o iniciar algún tipo de relación o contacto. Sin darnos cuenta o voluntariamente, acabamos enlazados en medio del agua en un abrazo húmedo, uniendo nuestros labios y dejando que la pasión se esparciera por el agua del pozo tranquilo como si fuera el elixir del amor. En plena efervescencia idílica ella se separó y fue a sentarse sobre una piedra redonda que parecía el pedestal para una sirena. Se me quedó mirando con ojos tristes y llenos de humedad. Por su piel se deslizaban gotas transparentes de agua como si fueran perlas de cristal. Sus pechos aún se movían al compás de la respiración agitada, excitados y erguidos como dos grandes limones bajo el bañador azul marino. En sus labios temblaba la emoción del momento reciente y brillaba la caricia de mis besos. Yo la miraba en silencio desde dentro del agua con ojos de esperanza, con la ilusión de que no fuera un sueño y con una enorme excitación, a pesar del bromuro. La deseaba, me había trastocado su sonrisa y su hermosa juventud. Me había seducido y estaba a punto de enloquecer de amor. Era tan bella que cerré los ojos para abrirlos y cerciorarme de que no era una alucinación. Cuando los abrí, había desaparecido. La roca donde hacía unos segundos se sentaba como una sirena misteriosa estaba vacía y en el lugar donde había estado sentada, aún quedaba la humedad del agua. Miré a un lado y a otro, pensando que me estaba gastando una broma, pero mi búsqueda anhelante resultó infructuosa, había desaparecido. Salí del agua con la idea de ir tras ella. Seguí río abajo hasta un sendero que se abría justo a la orilla del cauce. Anduve y anduve sin encontrar a nadie. Ya no se oían voces ni ruidos por lo que decidí volver al lugar donde la había visto por última vez. No había nadie, pero sobre la roca donde había estado sentada había un pañuelo de seda de color azul claro y unas flores amarillas. Lo acerqué a mi nariz y el olor me remitió a ella. La había tenido tan cerca que me había impregnado de su aroma a vida, tierra y fuego.
No la volví a ver nunca más, pero el recuerdo que me dejó aún lo conservo y en más de una ocasión su imagen se me ha reproducido y la recuerdo como algo celestial que una mañana de finales de julio pasó por mi vida como una ráfaga de viento que estuvo a punto de enloquecerme. Y no creo que fuera un sueño o el producto de una insolación, aunque bien pudiera haber sido en un lugar tan mágico como el de San Miquel del Fai.
La vuelta al campamento fue para mí el retorno a la vulgaridad. Después de la experiencia vivida, todo me parecía una tontería. Incluso llegué a pensar que junto a María Luisa nunca había sentido aquel fuego recorriéndome el cuerpo. Más tarde, ya más tranquilo, le pedí perdón en silencio, pues por segunda vez le había sido infiel.
Con la entrega de diplomas y las últimas recomendaciones acabó aquella estancia que, a pesar de la ideología, el bromuro y algunas actitudes militaristas, había sido interesante y me había aliviado durante quince días de mis problemas reales, que no eran otros que los de la dura y diaria subsistencia. Me hubiera quedado a gusto allí para no tener que enfrentarme a la cruda realidad. Mis reservas económicas estaban por los suelos y no tenía ni para comprar un billete de tren que me llevara junto a mi familia.
Siempre se ha dicho que las desgracias nunca vienen solas y es un dicho tan cierto como que cada día sale el sol. De vuelta en Barcelona aún tuve que sufrir un nuevo revés que ya colmó mi paciencia y me hizo tirar por la derecha. Recién llegado del campamento tuve una pequeña discusión con la patrona, que no me tenía buena ley y era una metomentodo. De cualquier forma, del altercado salí perdiendo ya que me dio un par de días para abandonar la pensión. Sin saber qué hacer y sin medios para salir del paso no tuve más remedio que perdirle a mi compañero Pepe que me dejara quinientas pesetas para comprar un billete de tren y que por suerte pudo prestarme.
Llegado el día, la inflexible patrona, de la que guardo un mal recuerdo y cuyo trato conmigo fue de lo más inhumano, me puso de patitas en la calle con mis cuatro libros, mi guitarra y una destartalada maleta donde guardaba la poca ropa que tenía. Como pude le hice ver a la portera cual era mi situación y accedió a dejarme guardar las cosas en su casa.
Compré un billete en el que gasté hasta el último céntimo y deambulé por Barcelona hasta la noche intentando olvidar que no había comido desde el día anterior. Y acarreando la maleta, la guitarra y mis libros de texto, atravesé media ciudad, me fui andando hasta la estación de Francia y esperé a que el tren saliera y me llevara lo antes posible junto a mi familia.
Cuando llegué a la casa de mis padres y pude tomar un vaso de leche y comer, pensé, sin comentarlo con nadie, que pasar hambre era algo muy duro y desolador. Tanto que no me importaba abandonar a la persona que más quería en el mundo para volver al lado de las personas que más se preocupaban por mí y que por suerte, siempre me esperaban con los brazos abiertos y me daban la libertad de elegir mi forma de vida.
Agustín Villegas