9/2/07

5ª Entrega

El cine era uno de los muchos cines de barrio que por entonces había en Barcelona, cuando la televisión todavía no había suplantado al séptimo arte en los gustos de los españoles. Estaba lleno de gente y a cada acción victoriosa de los buenos, aplaudían a rabiar. Era como en las películas que nos pasaban en el colegio, pero sin cortes inoportunos cuando había algún beso o cosas parecidas. Fue la primer vez que vi una película en la trabajaba Buster Keaton que con el tiempo llegaría a ser uno de mis actores favoritos.
Cuando salimos del cine después de casi cuatro horas, nos conjuramos para no decir nada. Habíamos descubierto una nueva manera de evasión y pasatiempo, que nos iba a proporcionar muchas tardes de asueto y ocio, y, concretamente en mí, se iba a convertir en una obsesión. Acababa de descubrir la posibilidad de escoger la película que me interesaba ver y acababa de descubrir que el cine me gustaba más de lo que nunca hubiera imaginado.
Aquella noche cuando llegamos a la casa, comunicamos el abandono del trabajo, pero a nadie pareció importarle. Tan solo Juanjo estaba dispuesto a seguir.
Pasados cuatro o cinco días ya nos mudamos a una vivienda en el ensanche, muy cerca del paseo de Gracia y de la plaza de Cataluña. Era uno de esos pisos inmensos que se construyeron según el plan Cerdà, aunque nunca se acabara de llevar a término tal como el insigne urbanista había proyectado. Tenía la friolera de dieciocho habitáculos o cuartos, entre habitaciones, lavabos, cocina, comedor y sala de estar y un larguísimo pasillo por el que se podía pasear haciendo metros en cada recorrido. Era viejo, pero proporcionaba una cierta intimidad y aunque los jóvenes seguimos durmiendo en una gran habitación que daba a la parte interior de la manzana, ya no dormíamos en el suelo sino en literas, lo que comportaba una cierta comodidad y algo más de orden.
El día del cambio, yo había mirado el periódico y le había echado el ojo a una película que reponían en un cine en una barriada de la zona de Verdún. Creo recordar que el cine se llamaba Diamante y la película que había elegido, Un hombre para la Eternidad. Si la memoria no me falla, contaba los hechos que llevaron a Tomás Moro a la muerte por oponerse al rey Enrique y a sus componendas para legalizar sus continuos divorcios en contra de la opinión de la Iglesia de Roma. Lo que además provocó la ruptura con la Iglesia Católica y el nacimiento del Anglicanismo. Recuerdo que yo conocía la historia que nos habían explicado en el colegio, siempre de manera sesgada y parcial, y aquella película acabó por acrecentar mi fobia hacia los ingleses, que además nos habían humillado con lo de la Armada Invencible, la batalla de Trafalgar y lo del pirata Francis Drake, o al menos así me lo habían contado desde siempre. Creo que aquel día odié a los ingleses por lo que le habían hecho al bueno de Tomás, persona por otra parte, íntegra y leal, a la vez que defensora sin fisuras de los principios de una Iglesia en la que yo por aquel entonces creía de manera bastante clara, y supongo, que por la falta de conocimiento de otros puntos de vista y otras ideologías. Más tarde, con el paso del tiempo, y con la apertura a nuevos horizontes y diferentes maneras de explicar la historia, mis prejuicios cambiaron con respecto a los enemigos que históricamente lo habían sido de España, ya que entendí que lo que siempre había estado en juego había sido la idea de poder sobre los demás, y para ello, unas y otras potencias habían hecho lo que habían podido y se habrían aliado hasta con el diablo si hubiera hecho falta. De cualquier forma, mi fobia hacia los ingleses, nunca llegó a desaparecer del todo y aún hoy día sigo viéndolos como un pueblo que no me hace ninguna gracia.
Cuando llegué aquella noche, después de haberme confirmado a mí mismo que los ingleses eran unos animales de la peor calaña, pronto me di cuenta que el cambio de vivienda había sido como pasar de una chabola a un palacio. No me podía creer que existieran pisos tan grandes y con tantas habitaciones y menos aún, que yo fuera a vivir en uno de ellos, con todo lo que eso comportaba de comodidad y tranquilidad. Además, una cocinera se encargaría de hacernos la comida y atendernos, ya que nuestra misión no era la de subsistir como grupo, sino la de integrarnos en el mundo laboral y colaborar en facetas de apostolado con alguna parroquia. La idea era revolucionaria si se tenía en cuenta el pasado, pues se rompía con la tradición de muchos años consistente en preservar la fe y la vocación dentro de los gruesos muros del seminario pero sin saber nada o muy poco de lo que pasaba fuera de tan recias paredes.
Después de la llegada al nuevo piso, los primeros días fueron anodinos y los pasamos lo mejor que pudimos adaptándonos a la nueva vivienda o conociendo el barrio para hacernos al nuevo tipo de vida. Sin nada mejor que hacer, pues después de la primera experiencia laboral no parecía haber nada nuevo bajo el sol, algunas tardes acabábamos en el cine viendo cualquier programa doble y así fue como en cierta ocasión, Pepe, Alfredo, J. Antonio y yo nos pusimos de acuerdo para ir a ver "En el calor de la noche", que según la crítica era una buena película, que además de tratar el problema racial en Estados Unidos, contaba una interesante historia policiaca y detectivesca. No habíamos dicho nada a nadie por miedo a que los que gobernaban nos pusieran alguna pega o impedimento. Llegamos con la película ya empezada y nos instalamos cómodamente guiados por la luz de la linterna del acomodador, dispuestos a disfrutar con el duelo interpretativo entre Sidney Poitier Y Rod Esteiger. Sin embargo, cuál no sería mi sorpresa y la de mis amigos, cuando en el descanso al encenderse las luces de la treintena de personas que había en la sala, la mitad eran compañeros de la comunidad que como yo y mis amigos habían ido a ver la película. De nada sirvió tratar de esconderse o intentar pasar desapercibidos, todos nos habíamos visto a todos y supongo que habíamos pensado lo mismo. No pasó nada, pues entre los asistentes había también algún fraile de los que ostentaban la jefatura del grupo. A la salida, cada uno nos fuimos por un lado y nadie se quedó para no tener que dar explicaciones de la curiosa coincidencia de gustos, de horario y de personas hacia una misma película sin habernos puesto previamente de acuerdo.

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