21/10/07

26 entrega y ultima

Con el tiempo, y ante la evidencia de que los estudios de magisterio eran una ampliación del bachillerato exceptuando asignaturas tan específicas como la pedagogía o la psicología, empecé a relajarme y a tomarme las cosas de manera más divertida y en consonancia con lo que era la vida universitaria, y a las largas estancias en el bar, mariposeando de un lado para otro pronto, se unió la pasión desmesurada por el ajedrez con mi colega y amigo Miguel al otro lado de un minúsculo tablero. Horas de pedagogía y otras asignaturas transcurrían entre jaques y mates sin enterarnos del paso del tiempo. Aquellas partidas llegaron a ser centro de interés y de atención de muchos de los compañeros que de vez en cuando preguntaban cómo iban.
Nunca llegué a saber si los profesores se enteraban de lo que al final de la clase se cocía, porque jamás nos cogieron con las manos en la masa, aunque me imagino que si se enteraron, poco les debía importar ya que el ajedrez es un juego tranquilo y nada perturbador del orden.
De los compañeros guardo un recuerdo vago, salvo de los que se movían en la onda, y creo recordar que intentaban pasar desapercibidos y cumplir con su obligación. El movimiento estudiantil, si existía, era prácticamente nulo en la clase y de la noche a la mañana, más por afán de destacar que por que se hiciera justicia, me vi encabezando alguna pequeña revuelta estudiantil contra una profesora empeñada en hacernos la vida difícil y dispuesta a demostrar con hechos que en su clase se hacía lo que ella mandaba. Yo en eso estaba de acuerdo hasta cierto punto y pronto más de uno quiso canalizar sus miedos a suspender tratando de hacer llegar al decano la incipiente protesta y eligiéndome como improvisado cabecilla. Supongo que acepté por satisfacer mi ego, pues ni era líder de nada ni quería serlo. Eran tiempos duros políticamente y resultaba bastante peligroso alterar el orden establecido.
La pequeña aventura me costó una bronca por parte del director de la Escuela acompañada de la amenaza de expulsión, cuando me llamó a solas y en privado a su despacho. Cuando volví a la clase, durante un tiempo fui el centro de atención de muchas miradas que pronto se trocaron en parabienes al conocerse que la visita no había desembocado en nada grave. Aquel pequeño incidente sirvió para que la profesora suavizara su estilo y su aspereza didáctica y a mí, para darme cuenta que no se podía ir por la vida encabezando rebeliones y durante algún tiempo, traté de ser un alumno modelo. Pronto se olvidó todo el asunto y la normalidad volvió a regir los plácidos y monótonos días en la Escuela, que tan solo se veían alterados de vez en cuando por pequeños incidentes, sobre todo de caire monetario y comercial.
Corrían malos tiempos en lo económico y por aquella época no había ninguna campaña de publicidad a la que acudir para reponer los escurridos bolsillos. Sin embargo, aún no sé por qué lo hizo, un profesor me encargó que le vendiera unos cuantos apuntes que había hecho a máquina y fotocopiado. Accedí gustoso entre otras razones porque mi parte en el negocio consistía en que yo los tendría gratis. La venta fue un éxito y de la noche a la mañana me vi con un dinero fácil en el bolsillo, que sin ser mío, estaba en mi poder y como puede más el hambre que nada en este mundo, empecé a gastar con la idea de reponer cuando encontrara algún trabajo. Todo fue bien hasta que el profesor me reclamó el producto de la venta y como pude me salí por la tangente diciéndole que lo tenía a buen recaudo en mi casa. Sin embargo, cada vez que le veía, era una prueba de fuego para mí, pues no me quedaba ni un duro de lo que en buena ley le tenía que haber devuelto. Durante algún tiempo opté por no asistir a clase y así evitar el bochorno de afrontar mi irresponsabilidad. Estaba realmente asustado y dispuesto a hacer cualquier cosa para reponer mi honor y encontrar de nuevo la tranquilidad.
Una noche, en compañía de un amigo, intentamos abrir algunas cabinas telefónicas, pero lo que para otros debía resultar fácil, pues a menudo se encontraban cabinas desvalijadas, para nosotros resultó imposible y eso que íbamos armados de un destornillador y un martillo. Por suerte, no tuvimos que salir por piernas, aunque el botín fue nulo. Estaba visto que no servíamos ni para rateros.
Al final, el asunto del dinero se solucionó de la manera más insospechada y gracias a la luna. Alguien me había hablado de un concurso de poesía que se hacía en la Escuela y que estaba dotado económicamente. Me presenté con una poesía titulada "Oda a la Luna" y aún no sé si porque lo necesitaba o porque la poesía había gustado al jurado, pero obtuve el premio y con ello la posibilidad de reponer mi deuda con el angustiado profesor que ya debía haber perdido las esperanzas de cobrar.
Aquello me devolvió la tranquilidad y de nuevo hizo que mi prestigio ganara algunos enteros, aunque nunca supe aprovecharme de ello o nunca me atreví. Curiosamente, dentro de la escuela, aunque me llevaba bien con todo el mundo, no intenté nunca hacer amistades con las compañeras que a veces te pedían una poesía o te miraban con ojos de lechuza, tenía claro que la muchacha a la que yo amaba por encima de todas era a María Luisa y por nada del mundo iba a serle infiel otra vez, ni en obra ni en pensamiento. Por ello nunca atendí cantos de sirena, ni me preocupé de pensar que pudiera gustar a alguna de las compañeras de la clase.
Seguía viviendo la idea del amor como algo puramente romántico y salvo algún pequeño desliz en forma de masturbaciones vivido en el pasado con mujeres a las que nunca llegué a amar, mi virginidad, si es que se puede hablar así, estaba intacta ya que mi relación con María Luisa era casta y pura y no traspasaba el umbral del beso o la caricia cuando nos encontrábamos en la oscuridad del cine o en alguna plaza solitaria dejando pasar las horas. Por ello, cuando algún fin de semana íbamos a dar una vuelta los amigos del bar al barrio Chino, sobre todo a la calle Robador y a las Tapias, para ver las putas en los bares, me sentía totalmente perdido y con la sensación de estar defraudando a María Luisa. Era como un juego, pues ninguno teníamos dinero para ir con una prostituta, pero se trataba de ir mirando y hacer lo que hacían los demás. Yo nunca me atreví a preguntar cuánto costaba un servicio y si alguna me interpelaba, lo pasaba tan mal que había veces que me volvía a casa lleno de vergüenza y desconcierto.
En una ocasión, uno de mis amigos probó con una y cuando días más tarde volvimos por el barrio para enseñarme con quien había estado, no pude por menos que sentir cierta envidia del valor que había tenido, aunque, cuando me ofreció darme el dinero para que fuera yo, me negué y hasta creo que llegué sentirme ofendido.
De cualquier forma, mi relación con María Luisa seguía adelante contra viento y marea y a pesar de que a veces me daba plantones que duraban tardes enteras de domingo y que yo aguantaba estoicamente, no sé si por masoquismo o por tener una excusa a la hora de pedir justificaciones cuando volvía a verla. Era como un juego en el que el que más a menudo perdía era yo, pero lo hacía, porque estaba convencido que si ella me dejaba, la vida no iba a tener ningún sentido para mí.
Así, mi despertar a la vida seguía anclado en la espiritualidad de un amor más platónico que pasional, pero al que no podía renunciar por nada del mundo y mi compromiso social dependía de los avatares del destino y de las campañas de publicidad que las empresas de productos de limpieza pudieran poner en marcha en unos tiempos en los que los electrodomésticos empezaban a formar parte de la familia como elementos necesarios, aunque fueran comprados a plazos y suponiendo la privación de otras cosas más lúdicas y entretenidas.
Políticamente, era poca o nula la cultura existente y, si como yo se procedía de una educación nacional-catolicista, bastante había con no meterse en líos que pudieran acabar para siempre con el incierto porvenir de uno. Porque, aunque el tiempo lo cura todo y hace olvidar muchas cosas, por aquel entonces, el dictador no daba muestras de envejecer y mucho menos de suavizar sus modales de ordeno y mando y en el país no se movía nadie y los infelices como yo, aún creíamos o no nos importaba creer que los comunistas tenían rabo y eran el diablo en persona, dispuestos a enterrar los valores que con tanto esfuerzo, ardor y valentía habían salvado las fuerzas nacionales después de una cruenta y larga guerra civil.
En la primavera del setenta y uno, María Arroyo ya había mejorado de posición y había abandonado el barrio de la Verneda para irse a vivir a la zona alta de la ciudad, también había cambiado su viejo seiscientos por un coche nuevo y de vez en cuando hacía algún viaje y me invitaba. En uno de esos viajes nos fuimos a Andorra una fría tarde de finales de marzo. Antes de llegar a Puigcerdá se nos hizo de noche y tuvimos serios problemas para encontrar un lugar para dormir. De cualquier forma, el viaje había sido una especie de bautismo político, ya que fue donde por primera vez oí hablar del régimen de manera contraria a lo que estaba acostumbrado. Aquella tarde supe que había muchas personas que no estaban de acuerdo con la política del incombustible general Franco y que existía una corriente, sobre todo en el mundo intelectual, que esperaba ansiosa que la pesadilla de la dictadura se acabase. Fue la primera vez que canté canciones contrarias al sistema y años más tarde, aquellas mismas canciones las recordaría como canciones de lucha y de protesta.
Pasamos la noche en un hotelito muy confortable y al día siguiente nos dispusimos a pasar a Andorra. Sin embargo, al llegar a la frontera con Francia, tuve que darme la vuelta y volver a Puigcerdá, pues no llevaba pasaporte y sin el mencionado documento no se podía pasar al país vecino para después entrar en Andorra por la parte francesa. María y los que nos acompañaban si llevaban pasaporte y pudieron pasar. Yo les esperé dando vueltas por la capital de la Cerdanya y con la pena de no haber podido traspasar la frontera por culpa de un documento.
La espera fue larga y hasta angustiosa, pues en más de un momento llegué a pensar que me había quedado allí solo a unos cuantos kilómetros de Barcelona y sin saber qué podría pasar. Afortunadamente, a la hora prevista pasaron a recogerme y me tuve que conformar con lo que me contaron de lo que habían visto.
Aquella misma Semana Santa, viajé por primera vez a Madrid acompañando a María y tuve ocasión de conocer la capital. El viaje por la carretera nacional y en compañía de unos amigos de María se convirtió en mi confirmación en el ámbito político. Uno de los que viajaban era un muchacho políticamente de izquierdas, aunque aquello estuviera prohibido social y externamente, sin embargo, dentro del coche y con la confianza y la seguridad que daba el grupo, cada uno hablaba y exponía sus teorías sobre lo que necesitaba el país y sobre los abusos del régimen. A mí me daba la impresión que íbamos a la capital a cargarnos al dictador, dada la euforia y la emoción con la que departían mis compañeros de viaje. De vez en cuando, alguna canción de guerra servía para animar la discusión, que en definitiva discurría en una única dirección: todos contra el régimen. Excepto yo, que para no meter la pata, no opinaba, pues tampoco tenía opinión, aunque se me estaban empezando a abrir los ojos y comenzaba a tener claro que lo de los cuarenta años de paz, el glorioso alzamiento y todo lo demás no eran sino propaganda del sistema para seguir subsistiendo a costa de tener a tener al pueblo sumiso y callado por la fuerza. Recuerdo que fue entonces cuando aprendí la canción del gallo negro y el gallo rojo y aunque no entendía su significado, muchas veces me ha venido a la mente y me ha servido para recordar aquellos días y para entender cómo se intentaba luchar contra la dictadura con actos tan ingenuos como cantar una canción que ahora parecería una tontería.
En Madrid descubrí que la gente era más animada y campechana que en Barcelona, aunque, como ciudad me pareció más bonita la capital catalana. Recorrí los lugares más populares y como pasa en todos los lugares del mundo, una vez vistos y admirados, empiezan a formar parte de la memoria y los recuerdos hasta que se vuelven a vivir o siguen ahí en la memoria anquilosados como algo que un momento te perteneció.
Del par de días en Madrid, recuerdo sobre todo a dos personas. Una era la criada gallega que había en la casa en la que nos hospedamos María y yo. La muchacha, que me atendió magistralmente en lo culinario la primera noche que permanecí en aquella casa, pareció interesarse por mi persona y me contó su vida lejos de la familia con pelos y detalles a la vez que me hacía ciertas insinuaciones que yo entonces no llegué a captar o no quise entender. Creo que amparada en el hecho de encontrarnos solos en la casa, pues todos los demás se habían ido, intentó tirarme los tejos y ponerse tierna conmigo. Sin duda mi falta de experiencia o mi fidelidad a prueba de bombas no me dejó ver más allá de que aquella joven intentaba ser amable conmigo por el hecho de ser invitado en la casa y haberme quedado solo con ella. No pasó nada.
La otra persona con la que tuve cierta relación fue el hermano de María, un joven cura que trabajaba en una parroquia del entonces duro barrio de Vallecas y que ya por aquellos años tenía claro que la Iglesia estaba también formada por los pobres y los necesitados. La segunda tarde de mi estancia en Madrid vino a buscarme con su vieja moto tipo vespa y me llevó al cine. La película era de las que se llamaban en aquella época de arte y ensayo: Iván IV el Terrible. Y aunque no entendí nada, acabé teniendo la sensación de que había estado viendo una obra de arte por lo que decía Mariano y trataba de hacerme ver sobre el mensaje de la película del famoso director soviético S. Eisenstein al que años más tarde en la universidad llegaría a admirar y estudiar con verdadero entusiasmo.
De Mariano, con el que me lo pasé muy bien aquella tarde, sobre todo por el paseo que me dio en su moto por las calles de Madrid en plan un tanto alocado y temerario, recuerdo que le conocí en mi infancia, cuando yo aún no había salido del pueblo y el universo de los niños como yo se limitaba a lo que te explicaba el maestro en la escuela, a lo que decían los padres y a lo que te inculcaba el cura. El limitado mundo de aquellos maravillosos años giraba en torno a la fe, la santidad, el pecado y la salvación del alma. Y fue sobre el pecado por lo que yo le recordaba de manera clara e imborrable. Mariano acababa de ser ordenado sacerdote y estaba de visita a la familia y un domingo de finales del verano llegaba a mi casa a estar con mi familia y a hacer su presentación como nuevo sacerdote, algo que en aquella época era muy importante, y a un amigo mío y a mí no se nos había ocurrido otra cosa a la salida del rosario de las cuatro de la tarde que ir a robar fruta a uno de los huertos del pueblo. Una vez hecha la travesura, me invadió un serio problema de conciencia: Estaba convencido que Mariano, el recién ordenado sacerdote, iba a descubrir que yo había estado robando en los huertos. La angustia fue creciendo dentro de mí y llegó un momento en el que me resultó imposible volver a mi casa. No quería que me delatara delante de todos. Esperé hasta la noche para volver. Cuando entré en la casa, lo hice tan acobardado que hasta mis padres se empezaron a preocupar por si me pasaba algo. Con el paso de los minutos y al ver que Mariano no hablaba del robo empecé a sentirme más aliviado y hasta pensé que si lo había descubierto, no quería decir nada y aquello me pareció estupendo. Todavía, y a pesar de las muchas veces que me ha venido a la mente aquella tarde, no sé de dónde había sacado yo la idea de que los sacerdotes adivinaban el pensamiento de los niños. Probablemente había sido el cura del pueblo, Don Isaac, el que en la catequesis había fijado aquella creencia en mi cabeza, en una edad en la que era fácil hacer creer a un niño cualquier cosa mágica o misteriosa.
Después de aquella tarde de cine, no he vuelto a ver a Mariano, pero sé que ha seguido con su lucha desde la iglesia de base y al lado de los más pobres y desheredados, incluso en países de Sudamérica y en momentos en los que la lucha y el trabajo no eran ni fáciles, ni cómodos y menos aún, seguros.
Pasados dos o tres días en Madrid, María me llevó a la estación y allí tomé el tren que me había de subir hasta el norte donde me esperaba una vez más la familia, que como siempre, me recibió con los brazos abiertos y la despensa surtida para que en los pocos días que me quedaban, mi aspecto físico mejorara y el color de mi cara pasara del amarillo al rosa.
En aquella ocasión llevaba una cámara de fotos que me había dejado María (la primera cámara de mi vida), y con ella comenzó mi afición a la fotografía y de paso, empecé a formar el álbum familiar. Era algo que echaba de menos, ya que yo no tengo ninguna fotografía de mi infancia, y la primera en la que me veo, con un grupo de amigos del colegio, se remonta a cuando tenía ya doce o trece años.
Con ella fotografié a mi familia y a partir de entonces he podido seguir la evolución y el paso del tiempo en cada uno de los míos y con ello retener momentos de la vida ayudando a la memoria a fijar más fácilmente esos segundos de mi historia personal. La fotografía siempre me ha parecido algo mágico y a la vez, intransigente. Retazos y momentos que si no hubiera sido por ella hubieran desaparecido para siempre de la memoria, aunque a veces volver la vista y retomar el tiempo capturado en una imagen produzca una cierta angustia al comprobar como el paso del tiempo no perdona en eso tan valorado hoy en día como la juventud y la presencia física, dentro de los cánones actuales de la belleza. Sin embargo, sirve también para evocar la vida, la alegría, los buenos momentos, la presencia de un ser querido, aunque haya desaparecido y en definitiva, para revivir la memoria, que una vez pasado el tiempo, es lo único que nos queda a los humanos.
De vuelta a Barcelona para acabar el último trimestre de aquel primer curso de magisterio, aún me tocaron de vivir momentos de penuria y preocupación, sobre todo en lo tocante a mi situación laboral y económica. A tal grado había llegado mi descalabro económico que tuve que aceptar algo de lo que si bien no me he arrepentido nunca, tampoco me ha parecido lo más edificante de mis actos. Se trataba de sustraer vales de publicidad para poder comercializarlos fuera de los circuitos habituales. Alguien, un conocido, me había sugerido la manera de ganar unas pesetas extras. La trampa consistía en no repartir en todos los buzones los mencionados vales e irlos guardando. Una vez acabada la jornada, el material sustraído se hacía llegar al intermediario que negociaba con ello y obtenía pingües beneficios. Sin embargo, los que en realidad hacíamos el trabajo duro, sucio y peligroso, pues en cualquier momento podíamos ser pescados, recibíamos unos céntimos por vale que cobrábamos cuando el intermediario quería y que en más de una ocasión no llegábamos a cobrar nunca.
Eran momentos difíciles y las pequeñas cantidades suplementarias que se podían obtener con la sustracción de algunos vales de publicidad comercial no servían para cubrir ni las más mínimas de las necesidades y eran más de uno los días en los que había que ir a la cama sin comer o con el estómago a medio llenar, sobre todo en los fines de semana en los que no funcionaba el comedor universitario del SEU. Más de una noche, mi amigo y compañero de habitación y yo nos tuvimos que contentar con un racimo de uvas y pedazo de pan en la soledad de la habitación y sin que se diera cuenta la patrona que a buen seguro nos hubiera preparado un buen sarao en forma de bronca. Aquellos momentos en los que en pleno siglo veinte rememorábamos a Lazarillo y al ciego sin definir quien era uno u otro mientras íbamos cogiendo granos de uva de un racimo que probablemente había costado unas pocas pesetas y alguna vez había sido regalado forman parte de la historia y de las penurias que en los últimos años del franquismo se vivían en este país, a pesar de la mejora económica, en los sectores estudiantiles. Cada grano de uva comido en buena armonía y complicidad con la penuria y las ganas de subsistir eran como un cántico a la vida y una muestra de la capacidad de subsistencia de la raza humana en los momentos difíciles y en los que faltaba lo imprescindible, pero no las ganas de salir adelante y de sobrevivir, mientras al lado se tuviera a alguien con quien compartir esos momentos pasajeros de miseria, hacían que se produjera el milagro de llegar a un nuevo día con la esperanza de que el sol iba a salir para todos y las oportunidades iban a llover del cielo como si fueran el maná de los hebreos en su larga travesía del desierto.
Eran tiempos difíciles y había que recurrir a cualquier solución, por eso el racimo de uvas y la barra de pan se constituían en delicioso manjar y sólido alimento al menos en vitaminas y algún hidrato de carbono. Aunque en aquellos días, poca preocupación había por la dieta y aún menos por mantener un tipo de figurín, no hacía ninguna falta ya que la vida misma te lo proporcionaba sin pretenderlo.
Desde finales de mayo y todo el mes de junio, las campañas de publicidad ya no eran la solución pues por alguna razón que desconozco ya no se hacían y hube de recurrir al trabajo nocturno, que cuando había suerte surgía en el mercado del Borne, descargando caminos que llegaban a Barcelona repletos de alimentos que la ciudad necesitaba y no podía producir. El trabajo en el gran mercado central funcionaba como una especie de mafia o sindicato de los de las películas americanas en los muelles de Nueva York. Un tal San Pedro, que de santo no tenía nada y al que supongo llamaban así por las barbas de figura del renacimiento, era el encargado de repartir la faena y lo hacía siguiendo criterios muy particulares, ya que primero eran los habituales y si quedaba algo tenían su oportunidad los que como yo aparecían esporádicamente por el viejo mercado barcelonés.
El trabajo, cuando se conseguía, era duro y agotador, pues cientos de cajas pasaban de los camiones a las pilas del bello recinto modernista, y cuando acababa la jornada y ya las luces del alba estaban próximas, el cuerpo sudoroso había recibido tal paliza que quedaba uno para el arrastre, como se dice vulgarmente.
Lo del trabajo algunas contadas noches en el mercado, no fue la solución, pero sirvió para seguir vivo el mes de junio, mes en el que el comedor universitario ya dejaba de funcionar y había que buscarse la vida a base de bocadillos o bares de comidas caseras que siempre eran bastante más caros de lo que uno estaba acostumbrado.
Una vez acabadas las clases, que me habían ido muy bien pues había aprobado todo, me apunté a hacer los campamentos de la OJE. Era un requisito previo para obtener el título de maestro y como la posibilidad de hacerlos durante la carrera era opcional escogí el primer turno entre otras razones, para que durante quince días me dieran de comer y no tuviera que preocuparme de cómo alimentar mi cuerpo.
Una mañana luminosa del mes de julio nos reunieron a los que nos habíamos apuntado en aquel primer turno, todos hombres, y nos metieron en unos autocares para llevarnos de campamento. Yo había oído hablar de la OJE a algunos compañeros en el colegio, pero no sabía muy bien de qué iba la cosa, por eso mi actitud era un tanto o expectante mientras no tuviera conciencia de la nueva experiencia y tomara contacto con la realidad.
Nos descargaron en un bonito valle cerca de un pueblo llamado San Quirico de Safaja y después de caminar unos cientos de metros ante nuestros ojos se abrió una explanada inmensa llena de tiendas de campaña alrededor. A la entrada del campamento, un letrero decía: "Campamento Jaime Balmes".
Nos instalamos en las tiendas de lona gris a nuestro aire y yo lo hice con algunos conocidos de la clase. Aquello funcionaba siguiendo un poco el régimen militar pero sin armas. Estábamos distribuidos por escuadras, creo recordar, y teníamos una serie de obligaciones como hacer guardia a la puerta de entrada y en algún punto más del campamento. También se izaba y arriaba bandera, la cual estaba en un mástil muy alto en medio del campamento y de vez en cuando había que formar militarmente o parecido para cantar o recibir alguna de las consignas que habían de guiar nuestros actos a lo largo del día.
La vida en el campamento no estaba tan mal como a primera vista hubiera podido parecer. A lo largo del día se hacían un montón de cosas que teóricamente podían sernos útiles en nuestro trabajo más adelante. También recibíamos la consiguiente ración de ideología a cargo de un señor que se tomaba muy en serio lo de inculcarnos las bondades del régimen y los logros del glorioso alzamiento nacional, aunque la mayoría de nosotros pasábamos de ideología ya que habíamos ido allí a pasarlo lo mejor posible.
Entre el montón de activadas que estaban programadas yo me apunté a tres: Salvamento y socorrismo, Jefe de acampada y Nudos.
La de salvamento y socorrismo, con la idea de que pudiera aprender a salvar a alguien en caso de peligro. Sin embargo, el cursillo se limitó a aspectos teóricos y métodos de reanimación en caso de ahogamiento, pero en ningún momento llegamos a hacer prácticas con maniquíes o algo parecido que era lo que a mí me entusiasmaba. No obstante, aprendí lo suficiente en el ámbito teórico como para atreverme en caso de necesidad a echar una mano a quien lo hubiera necesitado. El cursillo de acampada resultó ser más práctico y entretenido y lo que en él me enseñaron si que lo he tenido en cuenta cuando he salido al campo con la tienda de campaña. Sobre el cursillo de nudos, del cual también me dieron el pertinente diploma que acreditaba mi destreza, solo me acuerdo del nudo del ahorcado, ese que tan a menudo sale en las películas del oeste americano.
Por lo demás, sin duda, lo más interesante eran los ratos libres que solíamos utilizar para ir al pueblo a hacer vida de normal e intentar ligar a alguna moza del lugar. Cosa que por otra parte no conseguíamos, supongo que porque las muchachas ya debían estar escamadas de las bandadas de crápulas que cada cierto tiempo aterrizaban por el pueblo, pero intentarlo tenía su encanto y su morbo. También resultaba interesante el fin de semana en el que te dejaban libertad para volver a tu casa o pasar el día dando vueltas por los pueblos de los alrededores.. El primero, volví a Barcelona y se lo dediqué a María Luisa. Aprovechamos para ir a la playa y reencontrarnos una vez más, sin embargo, ante mi sorpresa, el estar a su lado no me producía las mismas vibraciones y emociones que en otras ocasiones y era como si la proximidad de su cuerpo en vez de excitarme y ponerme tierno y romántico tuviera el efecto contrario. Volví muy preocupado y bastante confuso al campamento. En realidad no había pasado nada para que mi actitud hacia ella cambiara en unos días. Finalmente obtuve la respuesta a mi angustiosa situación. Uno de los compañeros de tienda me comentó que nos estaban metiendo tales cantidades de bromuro en la comida que no había forma de que se empinara ni aunque se pusiera delante la mismísima M. Monroe exhibiendo sus encantos naturales. Aquello me hizo mucha gracia, pues desconocía tal práctica, pero pronto fue del dominio general y sirvió para bromas y otras gracias. Reconozco que en mi caso me sirvió para quitarme un peso de encima. Lo que ya no entendí muy bien era que aquello lo hicieran para evitar posibles casos de homosexualidad entre nosotros.
En otra de las salidas de fin de semana nos fuimos a comer a uno pueblo cercano, huyendo un poco de la ración de bromuro, y finalmente recalamos en el casino del pueblo. El encargado del bar se prestó a prepararnos una comida generosa, pero la cosa resultó bastante diferente a lo estipulado y ni la comida fue generosa ni el precio ajustado. Ante semejante abuso decidamos negarnos a pagar si el aprovechado restaurador no entraba en razón. EL asunto se fue complicando y ni él bajaba del burro, ni nosotros estábamos dispuestos a claudicar. La aparición de la guardia civil, a la cual nosotros no habíamos llamado, intentó poner paz en el contencioso después de oír a las partes. Curiosamente, la Benemérita no tiró por la derecha y la emprendió a porrazos con nosotros, cosa que hubiera sido por otra parte de esperar y con consecuencias nefastas, sino que entendió que el precio demandado era exagerado y así se lo hizo ver al señor del bar. A regañadientes aceptó bajarlo sustancialmente y nosotros ya no tuvimos ningún inconveniente en pagar.
Tan satisfechos habíamos quedado con la solución que decidimos invitar a los agentes a tomar algo, pero ellos, con buen criterio, declinaron la invitación y nos recomendaron que lo mejor era no liar más la troca ni provocar al encargado del bar que estaba que echaba fuego por la boca. Sin hacer mucho ruido y siguiendo el consejo de los agentes del orden abandonamos el pueblo más contentos que unas pascuas por no habernos dejado engañar ni avasallar por el avaro restaurador. Aquel día llegué a pensar que algo estaba empezando a cambiar en el régimen cuando la guardia civil había sido tan comedida y justa con unos muchachos que a nadie le importaban un pito en el pueblo.
De aquella experiencia al aire libre, sin duda, el recuerdo más emocionante fue la excursión y visita a San Miquel del Fai. Aquel día habíamos madrugado y hacía un día espléndido y lleno de sol. Había que caminar unos kilómetros hasta el lugar, pero no fueron obstáculo después de varios días de entrenamiento y vida en contacto con la naturaleza. La visión del lugar resultó para mí algo impactante y sobrecogedora. Parecía el valle perdido, uno de esos lugares que a veces se ven en las películas. Era como un refugio natural lejos de todo ruido y contaminación, donde la vida había sido en una época posible y seguramente muy especial. Presidiendo la profunda garganta el majestuoso monasterio que en su día había estado habitado por monjes, con su hostería y su capilla cavada en la piedra. Abajo, en el fondo, el río que se formaba allí mismo con el agua de las cascadas que caían desde lo alto de la montaña. A ambos lados del valle, una exuberante vegetación en las laderas que en otra hora habían sido tierras de cultivo en pequeñas terrazas cuando los monjes las labraban.
Tanta belleza natural me dejó maravillado y lo disfruté como nunca llenando la mirada y la mente de imágenes que nunca se han llegado a borrar.
No había normas ni consignas de grupo y cada uno podía hacer lo que quisiera e ir a donde le apeteciera dentro del contorno, así que opté por darme un baño en la piscina para refrescarme de la caminata y después me dediqué a recorrer el lugar encantándome con cada rincón que iba descubriendo. Finalmente decidí bajar al fondo del valle donde el río corría vivo y juguetón entre las piedras. Lo hice por la parte de las terrazas en las que años atrás, los monjes habían cuidado con el esmero de las vides que después les darían el vino que sin duda les ayudaba a sobrevivir o al menos a llevar la vida con más alegría de ánimo.
Iba solo descubriendo rincones. Cuando llegué al fondo de la garganta me dirigí hacía un recodo del río que había visto desde arriba y donde el agua formaba un pozo en que bañarse tranquilamente. Pensaba que no había nadie pues ya era la parte final del valle, pero para mi sorpresa en sus aguas arremansadas y cristalinas se bañaba una sirena. Me quedé mirándola con la boca abierto y los ojos a punto de salírseme de las órbitas. Ella me sonrió y me dijo:
- Está muy buena, puedes meterte.
No era una sirena, era una muchacha de ojos grandes y luminosos, con una sonrisa en su cara de terciopelo que parecía un ángel.
- ¿No está fría? - pregunté de manera natural.
- No, en absoluto, parece como si en este remanso el sol la calentara.
Me metí y comencé a nadar azorado intentando aparentar normalidad, pero la presencia y la proximidad de la muchacha hacían que la mirara como si fuera un espejo o tuviera algún tipo de imán o atracción. A veces, nadábamos tan cerca el uno del otro que nuestros cuerpos llegaban a tocarse y aquello, pienso que creo un estado de confianza, porque ella empezó a hacerme aguadillas como si quisiera jugar o iniciar algún tipo de relación o contacto. Sin darnos cuenta o voluntariamente, acabamos enlazados en medio del agua en un abrazo húmedo, uniendo nuestros labios y dejando que la pasión se esparciera por el agua del pozo tranquilo como si fuera el elixir del amor. En plena efervescencia idílica ella se separó y fue a sentarse sobre una piedra redonda que parecía el pedestal para una sirena. Se me quedó mirando con ojos tristes y llenos de humedad. Por su piel se deslizaban gotas transparentes de agua como si fueran perlas de cristal. Sus pechos aún se movían al compás de la respiración agitada, excitados y erguidos como dos grandes limones bajo el bañador azul marino. En sus labios temblaba la emoción del momento reciente y brillaba la caricia de mis besos. Yo la miraba en silencio desde dentro del agua con ojos de esperanza, con la ilusión de que no fuera un sueño y con una enorme excitación, a pesar del bromuro. La deseaba, me había trastocado su sonrisa y su hermosa juventud. Me había seducido y estaba a punto de enloquecer de amor. Era tan bella que cerré los ojos para abrirlos y cerciorarme de que no era una alucinación. Cuando los abrí, había desaparecido. La roca donde hacía unos segundos se sentaba como una sirena misteriosa estaba vacía y en el lugar donde había estado sentada, aún quedaba la humedad del agua. Miré a un lado y a otro, pensando que me estaba gastando una broma, pero mi búsqueda anhelante resultó infructuosa, había desaparecido. Salí del agua con la idea de ir tras ella. Seguí río abajo hasta un sendero que se abría justo a la orilla del cauce. Anduve y anduve sin encontrar a nadie. Ya no se oían voces ni ruidos por lo que decidí volver al lugar donde la había visto por última vez. No había nadie, pero sobre la roca donde había estado sentada había un pañuelo de seda de color azul claro y unas flores amarillas. Lo acerqué a mi nariz y el olor me remitió a ella. La había tenido tan cerca que me había impregnado de su aroma a vida, tierra y fuego.
No la volví a ver nunca más, pero el recuerdo que me dejó aún lo conservo y en más de una ocasión su imagen se me ha reproducido y la recuerdo como algo celestial que una mañana de finales de julio pasó por mi vida como una ráfaga de viento que estuvo a punto de enloquecerme. Y no creo que fuera un sueño o el producto de una insolación, aunque bien pudiera haber sido en un lugar tan mágico como el de San Miquel del Fai.
La vuelta al campamento fue para mí el retorno a la vulgaridad. Después de la experiencia vivida, todo me parecía una tontería. Incluso llegué a pensar que junto a María Luisa nunca había sentido aquel fuego recorriéndome el cuerpo. Más tarde, ya más tranquilo, le pedí perdón en silencio, pues por segunda vez le había sido infiel.
Con la entrega de diplomas y las últimas recomendaciones acabó aquella estancia que, a pesar de la ideología, el bromuro y algunas actitudes militaristas, había sido interesante y me había aliviado durante quince días de mis problemas reales, que no eran otros que los de la dura y diaria subsistencia. Me hubiera quedado a gusto allí para no tener que enfrentarme a la cruda realidad. Mis reservas económicas estaban por los suelos y no tenía ni para comprar un billete de tren que me llevara junto a mi familia.
Siempre se ha dicho que las desgracias nunca vienen solas y es un dicho tan cierto como que cada día sale el sol. De vuelta en Barcelona aún tuve que sufrir un nuevo revés que ya colmó mi paciencia y me hizo tirar por la derecha. Recién llegado del campamento tuve una pequeña discusión con la patrona, que no me tenía buena ley y era una metomentodo. De cualquier forma, del altercado salí perdiendo ya que me dio un par de días para abandonar la pensión. Sin saber qué hacer y sin medios para salir del paso no tuve más remedio que perdirle a mi compañero Pepe que me dejara quinientas pesetas para comprar un billete de tren y que por suerte pudo prestarme.
Llegado el día, la inflexible patrona, de la que guardo un mal recuerdo y cuyo trato conmigo fue de lo más inhumano, me puso de patitas en la calle con mis cuatro libros, mi guitarra y una destartalada maleta donde guardaba la poca ropa que tenía. Como pude le hice ver a la portera cual era mi situación y accedió a dejarme guardar las cosas en su casa.
Compré un billete en el que gasté hasta el último céntimo y deambulé por Barcelona hasta la noche intentando olvidar que no había comido desde el día anterior. Y acarreando la maleta, la guitarra y mis libros de texto, atravesé media ciudad, me fui andando hasta la estación de Francia y esperé a que el tren saliera y me llevara lo antes posible junto a mi familia.
Cuando llegué a la casa de mis padres y pude tomar un vaso de leche y comer, pensé, sin comentarlo con nadie, que pasar hambre era algo muy duro y desolador. Tanto que no me importaba abandonar a la persona que más quería en el mundo para volver al lado de las personas que más se preocupaban por mí y que por suerte, siempre me esperaban con los brazos abiertos y me daban la libertad de elegir mi forma de vida.
Agustín Villegas

23/3/07

25 ª Entrega

Durante el verano del setenta, mi vida transcurrió apacible y tranquila. Una existencia entre el dejarme querer y el quiero, pero no puedo. Tan solo ya avanzado el mes de julio traté de buscar un trabajo que me sacara de mi atontamiento y me proporcionara algún beneficio, pues empezaba a tener la sensación de que explotaba a mi familia. El trabajo no era ninguna ganga, pero me sirvió para descubrir algunos parajes y paisajes del País Vasco que encerraban una belleza y un encanto inigualables. La empresa se dedicaba a hacer pistas en el monte para extraer la madera de los pinos, abundante fuente de riqueza en la zona.
El lugar se encontraba en un monte cerca del pantano de Villarreal que miraba apaciblemente hacia el recóndito y profundo valle de Aramayona. Un lugar para conocer y disfrutar donde las montañas que dibujan la uve del valle están tan juntas que parece que vayan a darse la mano. El trabajo no resultaba complicado, pues consistía en arreglar trozos que las máquinas no podían hacer, pero las horas se hacían interminables en medio de aquella soledad y silencio.
Pronto me acostumbré a la soledad, y aunque no hablaba con nadie o casi nadie hasta la hora de la comida, aquel reencuentro con la naturaleza me ayudó a valorar muchas cosas y plantearme el futuro de una manera más seria. No me podía pasar la vida dependiendo de los demás y a la espera de que alguien viniera a ofrecerme la oportunidad de mi vida.
Aquel trabajo me sirvió para conocer un poco a los vascos. Después de seis años en un colegio en un pueblo de lo más vasco, no había aprendido nada de aquella gente, tan solo sabía que algunos caseros hablaban el euskera, una lengua muy antigua de la que apenas entendía cuatro palabras. Sin embargo, aquellos días de trabajo en el monte de la Cruceta me sirvieron para conocerlos un poco mejor y llegar a la conclusión de que eran diferentes e introvertidos y resultaba difícil entrar en su mundo si no eras uno de ellos o ellos no decidían admitirte en el clan, cosa que por otra parte me resultó absolutamente imposible. Mi relación con los empleados y los jefes se limitaba a hacer lo que me mandaban y a esperar que en alguna ocasión me preguntaran quién era, qué hacía o por qué estaba allí tirando de pico y pala. A nadie le interesó y a nadie le expliqué mi vida. Creo que en el poco tiempo que permanecí en la empresa, ni tan siquiera me preguntaron cómo me llamaba y no sé si llegaría a cruzar más de cuatro palabras seguidas con alguno de los miembros del grupo. Realmente fue una experiencia que en el aspecto humano me sirvió para nada y en el económico, para ganar cuatro duros y no seguir explotando a mi familia.
A veces, cuando vuelvo por aquellas tierras, paso por la carretera de la Cruceta para volver a Vitoria y contemplo el lugar sin demasiada emoción, pero sin olvidarme que allí pasé unos días de mi vida y tan solo la fuente donde comía algunos días el bocadillo que mi madre me preparaba me trae algún recuerdo entrañable.
El día que se acabó el camino, se acabó el trabajo y volví de nuevo a la inactividad, aunque en vísperas de las fiestas de la Virgen Blanca no me pareció tan mala situación.
A finales de Agosto, volví a Barcelona y me instalé en una nueva pensión. En esta ocasión con mi amigo Pepe, en casa de una viuda bastante más metomentodo y desagradable que la señora María a la que tuve que dejar para no pagar los dos meses de alquiler del verano, cosa que por otra parte me hubiera resultado imposible.
Allí compartía habitación con mi amigo y pensión con un muchacho gallego del que recuerdo tan solo que trabajaba en una fundición y los ratos libres se los pasaba haciendo quinielas de fútbol y probando combinaciones que le hicieran rico algún día. No sé si lo habrá conseguido, pero por intentarlo seguro que bien se lo merecía.
La nueva casa se encontraba en el mismo barrio y muy cerca de los comedores del SEU por lo que el cambio no había significado ningún descalabro. Además, el bar de encuentro pronto se convirtió en una especie de club social y en el lugar en la pasábamos las horas muertas un variopinto grupo de estudiantes que con el paso del tiempo acabamos haciéndonos como de la familia.
Tal era el potencial humano que allí nos dábamos cita que el hijo del dueño del bar, el Enric, decidió montar un equipo de fútbol federado y rememorando los años en el colegio pasé a formar parte del mismo. El equipo se llamaba el Rayo Provenza. Solíamos jugar los domingos por la mañana y cuando lo hacíamos en casa, jugábamos en un campo de la Federación Catalana que estaba ubicado en unos terrenos de San Adrián del Besos. El equipo estaba formado principalmente por estudiantes y aunque no había demasiada conjunción, no lo hacíamos del todo mal, pues el que más y el que menos había jugado en el colegio y tenía alguna idea aunque fuera a título individual. A veces costaba un poco reunir a once jugadores, sobre todo si la noche del sábado había sido movida.
Mi situación amorosa perduraba más por el interés que yo ponía que por las ganas que le echaba María Luisa, que sin embargo me seguía aceptando y hasta queriendo, más por costumbre que por pasión. Había llegado a la conclusión que éramos una pareja de la que solo tiraba yo, pero no podía hacer otra cosa ya que en mi ignorancia o en mi romántica idea del amor, pensaba que ella era la única mujer a la que podría amar. Nos solíamos ver a ratos perdidos y nuestra relación se había convertido más en una relación telefónica, pues cualquier hora me parecía buena para llamarle por teléfono. Sin embargo cuando nos veíamos, aunque yo intentaba pasar del beso amistoso y tierno, a ella le faltaba emoción y le sobraba compostura y buenos modales, aunque por mi falta de experiencia, yo entendía como normal su comportamiento tan formal en el buen sentido de la palabra.
Con el paso del tiempo, me di cuenta que lo que le retenía y le hacía ser tan comedida en su relación conmigo, era debido al poco porvenir que veía en nuestra relación, sobre todo por las pocas o nulas expectativas de futuro que yo le podía ofrecer en forma de seguridad y aunque lo intuía, me negaba a pensar que el amor se había de sustentar en la seguridad económica y en la idea de un porvenir resuelto. Seguía pensando que el amor era mirarse a los ojos y adivinar lo que ella estaba pensando, seguía creyendo que el amor era estar imaginando en todo momento que ella también estaba pensando en mí en el mismo segundo de la vida, seguía soñando que el amor era repetir una mil veces las mismas palabras bonitas.
La actividad laboral pronto iba a convertirse en mi principal problema existencial. Pensando en el curso que estaba a punto de empezar creí que lo mejor era buscar algo que me ocupara nada más las mañanas, ya que el horario de clase que había elegido era el de tarde. Sin embargo, por más que miré y busqué no encontré nada que me fuera bien ni de mañana, ni de tarde, ni para todo el día. Al final acabé en precario mundo del reparto de propaganda por los buzones que por aquellos años empezaba a entrar con fuerza en nuestra cada vez más consumista sociedad. Básicamente la oferta se la repartían detergentes para lavar la ropa, los jabones y algún tipo de champú que quería introducirse en los hábitos consumistas de las amas de casa. Nombres de marcas que en la actualidad han desaparecido, pero que en la época causaron auténtico furor gracias también a la publicidad televisiva que solía reforzar desde la pequeña pantalla la llegada de los mágicos productos. Eran vales de descuento que no solían ascender a más de cinco pesetas, que el vendedor te descontaba a la hora de comprar el producto en cuestión.
El trabajo consistía en repartir buzón por buzón y casa por casa uno de aquellos papelitos y anotar la cantidad que en cada vivienda se habían regalado tan generosamente. Así, comencé a recorrer las ciudades y pueblos más importantes de la provincia de Barcelona y con ello a conocerlos y darme cuenta de la cantidad de personas que en ellos vivían.
La jornada laboral comenzaba a las ocho de la mañana en algún almacén ruinoso de la zona industrial de Pueblonuevo. Se hacían los equipos, normalmente de cinco personas de los que uno era el jefe y el conductor, pues era el que ponía el coche. Al llegar a la ciudad o pueblo que tocaba, comenzaba la peregrinación hasta dejar la zona batida o el pueblo lleno de regalos de tres o cinco pesetas. Si había suerte y tocaba una zona de bloques altos y masificados, el trabajo resultaba más entretenido ya que se veía como iba disminuyendo el montón de papeles, pero cuando eran casas unifamiliares, todo era más lento y aburrido, con el agravante de que en muchas viviendas había que llamar para dejar el regalito que muchas veces era recibido de malas maneras pues el pequeño ahorro no compensaba las molestias.
Fue entonces cuando descubrí la miseria y la precariedad en la que vivía mucha gente de las ciudades industriales y de los que más tarde se dieron en llamar el cinturón rojo de Barcelona. Había barrios en los que las condiciones eran tercermundistas y donde las viviendas parecían más chabolas que casas diseñadas para albergar personas. Faltaban infraestructuras y sobraban edificaciones que habían crecido sin control ni orden, como las setas.
Recuerdo que fue en uno de esos barrios dejados de la mano de Dios y de las administraciones donde viendo corretear a los niños en el patio de un colegio me dije que algún día yo sería maestro de niños parecidos a aquellos. Todavía no habían empezado las clases en la Normal de Magisterio, pero ya quedaba poco y al ver toda aquella multitud de pequeños corriendo alegremente, me emocioné pensando que algún día yo iba a guiar en parte sus destinos por unos años.
El trabajo de repartir publicidad, aunque esclavo y mal pagado, se había de hacer con seriedad y eficacia ya que de vez en cuando pasaban una especie de inspectores controlando si se había hecho bien e incluso preguntando por las casas si las señoras habían recibido el obsequio en forma de papelito. A mí me parecía ridículo que por tan escasa cantidad se tomaran tantas molestias, pero eran las nuevas técnicas de entrar en el mercado y yo tan solo era un simple empleado que servía a sus intereses por doscientas cincuenta pesetas al día.
Era evidentemente que con sueldos como el que recibíamos, no nos podíamos permitir el lujo de ir de restaurante y a la hora de comer, la solución más socorrida era la del bocadillo y la botella de cerveza. Solo había que comprar el pan en la panadería y lo que podía ir dentro, en alguna tienda. Mi bocadillo favorito empezó a ser el de mejillones en conserva y durante todo aquel año en que por suerte o por desgracia hice varias campañas me sirvió de sustento para seguir vivo, aunque por las noches siempre tenía la alternativa de los comedores del SEU donde se comía algo caliente y bastante más abundante y variado que el sencillo bocadillo.
Las campañas solían durar de dos a tres semanas y cuando acababan no había ni paro ni finiquito, pues tampoco existía contrato laboral. Siempre quedaba el consuelo de que a la próxima te volvieran a llamar si no habías hecho algo que fuera en contra de los intereses de la empresa.
Por fin empezaron las clases y para mí fue como volver al colegio después de las vacaciones de verano. No conocía a nadie, pero pronto me hice un sitio entre los compañeros y aunque no fuera el más atrevido y sabio de la clase, pues nunca me ha gustado destacar en ese aspecto por mi natural timidez, tenía un cierto carisma que me hacía relacionarme con la mayoría de los compañeros. Sin embargo, pronto elegí el que había de ser mi amigo por encima de cualquier otro u otra. Se llamaba Miguel y era un muchacho de extracción humilde como yo que vivía con sus padres en un piso de alquiler en uno de las ciudades más deprimidas y pobladas del cinturón de Barcelona. También, como yo había estado estudiando en un colegio de frailes y como yo, buscaba una oportunidad y una forma de ganarse la vida honradamente. Como se dice vulgarmente, nos habíamos juntado el hambre con las ganas de comer y en más de una ocasión tuvimos que compartir una cerveza porque no llegaba para dos.
No tardé en hacerme con la dinámica del curso y aunque algunas asignaturas y profesores me atraían poco, procuraba no perder comba, pues tampoco se trataba de dejar pasar el tiempo como si uno tuviera todo el del mundo. Normalmente, me servía con escuchar lo que explicaban los profesores en clase y mal lo hubiera tenido de no haber sido así y no haber contado con mi capacidad retentiva y memorística, ya que estudiar o trabajar en las pensiones en las que solíamos vivir los estudiantes en aquellos años siempre chocaba con la cerrado oposición de las amas que veían en el quehacer un consumo exagerado de luz que no estaban dispuestas a pagar.

8/3/07

24ª Entrega

Se instaló en el barrio en una casa cerca del comedor de la Escuela industrial y cerca de donde yo vivía, por lo que nos veíamos a menudo y teníamos nuestro lugar de encuentro en un bar donde nos solíamos reunir estudiantes de todo tipo por las noches. Aquel iba a ser durante algunos años lugar de parada y centro social de toda una enjambre de muchachos que como yo, Pepe o cualquier otro, tan solo íbamos por la pensión a dormir, debido a la poca o nula posibilidad de poder hacer otra cosa en casa ajena.
Por aquella época ya había dejado la fábrica textil en el industrial barrio de Pueblonuevo y vivía de los ahorros que había conseguido hacer, aunque pronto la remesa iba a empezar a mermar y con ello, mi preocupación. Finalmente tuve que buscarme un trabajo para acabar de pasar los últimos días antes de disfrutar de vacaciones al amparo y la protección de la familia.
Se trataba de repartir por domicilios particulares y algunos bares de la ciudad sifones y gaseosas. Era un trabajo que no me venía de nuevo, pero en esta ocasión, las cajas eran bastante más pesadas que cuando desempeñaba dicha actividad en la empresa de refrescos de Vitoria. El problema se presentaba cuando en algún bloque de pisos no se podía utilizar el ascensor y había que subir a lomo escaleras arriba con las pesadas cajas de botellas. Pero, como al perro flaco todo se le vuelven pulgas, en esta ocasión no iba a ser menos y una desafortunada infección en una mano, producida por un corte de los mejillones que solíamos ir a pescar a las costas de Garraf para comerlos en buena armonía, me hizo perder el trabajo. El corte se había infectado con el sudor y la suciedad que se producía al llevar las cajas y cuando le quise hacer ver al dueño de la empresa lo que me había ocurrido, me recompensó con el despido y sin ningún tipo de finiquito y menos aún de poder acogerme a servicios médicos ya que no me tenía asegurado.
La mano se fue hinchando más y más hasta ponerse como un botijo, que diría mi padre, y cuando ya era imposible aguantar el dolor, no me quedó más remedio que acudir a la beneficencia pública. La monja que me atendió en el Hospital Clínico se asustó mucho al ver como tenía la mano y rápidamente me dio prioridad para que me operaran.
No sé quién me operó, pues me dieron una dosis tan alta de anestesia que cuando me desperté medio borracho, tenía la mano vendada como un mutilado de guerra y la sensación de que me habían abierto el brazo entero. Cuando me encontré en condiciones de irme a casa, alguien me preguntó si me esperaba algún familiar. ¿Quién me iba a esperar si estaba más solo que la una? Le expliqué mi problema y mi situación.
Volví a casa con una receta de un antibiótico que tenía que tomar por si había infección y la recomendación de que hiciera reposo y volviera cuando ya me encontrara bien. El antibiótico que pagué íntegramente de mi bolsillo, pues no tenía cartilla ni ningún tipo de protección, me dejó sin un duro y creo que aún dejé algo a deber en la farmacia.
Cuando me sentí bien y me quité el vendaje vi que me habían dejado un costrón, pero como no me dolía lo di por bueno y estaba agradecido, aunque no me atreví a volver al hospital por si me hacían pagar la operación. Años más tarde me enteré que los hospitales de beneficencia cubrían la atención y cura de personas necesitadas y sin posibles como era mi caso. Desde que lo supe lamenté no haber tenido valor para presentarme en el hospital para que cerraran mi caso y a veces pienso que mi ficha médica por aquella operación aún debe seguir abierta.
Mi obsesión por no implicar en mis problemas a nadie hizo que aquel mal trago lo sobrellevara solo. Pasado ya todo y cuando pude ver a María Luisa, que pensaba que había desaparecido, se enfadó mucho por la falta de confianza que había demostrado tener hacia ella al no decirle nada. Yo, en mi fuero interno me sentía satisfecho porque pensaba que era una prueba de que de verdad me amaba y me excusé con la fácil respuesta de que no quería preocupar a nadie.
Por aquella época vivimos unos días felices y aunque yo seguía sin tener un duro, ella se encargaba de que pudiéramos ir al cine, a la playa o tomar algo. También por aquella época, mi otro ángel de la guarda, mi prima María, me sorprendió con algo insólito e inesperado. Por su cuenta y riesgo me había matriculado en la escuela de magisterio. Cuando me lo dijo me quedé de una pieza, pero, mediante sabias palabras me hizo ver que era una salida a mi futuro tan buena como otra cualquiera y más práctica de cara a solucionar mi vida. Yo no había pensado en el magisterio como objetivo, más bien había pensado en la universidad y en una carrera de cinco años, sin embargo me pareció bien, incluso muy bien, pues en tres años podría acceder a un puesto de trabajo digno y la idea de ser maestro tampoco me desagradaba ya que guardaba un grato recuerdo del maestro que tuve en la escuela del pueblo, aunque a veces se hubiera pasado dando palos y orientando nuestra educación en el régimen franquista, y de los profesores que había tenido en el colegio durante el bachillerato. Supongo que también me gustó el hecho de que ya todo estuviera hecho y no me tuviera que preocupar de nada.
Los días anteriores a mi marcha de vacaciones, inútil como me encontraba para el trabajo, los viví gracias a la caridad de mis amigos y cuando ya me pareció que había abusado de su confianza, me metí en el tren una noche de verano y amanecí en Vitoria con el alma cansada y el cuerpo necesitado de comida.
Al verme aparecer por la puerta, recuerdo que mi padre me dijo con cierta preocupación:
- ¿Qué te ha pasado, hijo? Vienes amarillo.
- Será por el viaje que ha sido un poco pesado - mentí yo para no preocuparle más.
Al cabo de unos días de estar en casa se me quedó mirando y me volvió a decir:
- Ya te ha cambiado el color.
Esta vez no respondí nada, pero sabía perfectamente por qué me lo había dicho. A él no le había podido engañar.
- Ponle más de comer de comer a este chiguito, parece que ha venido con hambre - acabó diciendo.
Había sido un año duro y difícil, yo aún seguía contando los años por cursos escolares, pero había conseguido sobrevivir y entre las sombras se acertaba adivinar el principio del camino que había comenzado a buscar después de abandonar la seguridad y la protección de la comunidad.

7/3/07

23ª Entrega

La llamé y le dije que mi vida era un infierno y también que le perdonaba lo que me había hecho. No sé si por lástima o por amor, accedió y nos volvimos a ver. Era como encontrar de nuevo el cielo y todo pareció arreglarse. Sin embargo, cada vez que me ponía alguna excusa para no encontrarnos volvía a sufrir. Descubrí que los celos eran el peor sufrimiento que puede pasar un enamorado.
Afortunadamente no todo iba a ser sufrimiento y por suerte para mí, María Arroyo se iba a convertir sin darme cuenta en la persona que iba a organizar mi destartalada vida intelectual. Cuando nos encontrábamos en su casa y al calor de una copa de brandy hablábamos de la vida o del trabajo, me empezó a sugerir la posibilidad de retomar los estudios. No había vuelto a pensar en tal cuestión de una manera seria y tampoco sabía muy bien qué pasos seguir. Tenía acabado el bachillerato y para acceder a la universidad tan solo había de hacer el preuniversitario, que era el curso previo a la universidad. Ella me matriculó por libre y me orientó en lo que debía hacer y lo que debía preparar. Y volví a encontrarme con los libros, aunque en solitario y sin el aliciente de asistir a las clases.
El resultado fue el normal, no pude aprobar por culpa del griego, asignatura que resultaba absolutamente novedosa para mí, y aunque dominaba verbos y gramática, en la histórica retirada de los diez mil o de las Termópilas de Jenofonte, dejé enterradas mis ilusiones de entrar en la universidad. Sin embargo, había recuperado la ilusión por seguir estudiando y estaba convencido de que lo volvería a intentar.
Con María había vivido momentos mágicos, que con el paso del tiempo se han convertido en anecdóticos, pero no por ello exentos de encanto y aventura. Un de esos momentos fue sin duda el viaje que hicimos al Norte en su viejo seiscientos. El pequeño caballo de hierro y hojalata, duro y curtido en mil batallas, se había portado muy bien hasta llegar a Cervera en la provincia de Lérida, pero allí empezó a soltar humo y quejarse amargamente de sus dolencias. Nadie de los tres que íbamos dentro tenía idea de lo que le podía pasar, Diodoro, un paisano mío, que acababa de abandonar la comunidad de San Andrés y se dirigía a Bilbao en busca de una nueva vida, lo único que sabía de coches era que tenían cuatro ruedas. María, a pesar del mimo con el que lo había conducido, pensaba que el viejo motor se había quemado y yo, de lo único que entendía sobre coches era de chapa y ello, gracias al curso que había hecho en la escuela sindical y que en este caso no me servía para nada. Afortunadamente, alguien nos dijo que era problema del radiador y por suerte allí cerca había un taller.
Mientras lo arreglaban, no se nos ocurrió nada mejor que sobrellevar la espera cantando al compás de una guitarra, que más mal que bien aporreaba nuestro colega Diodoro, a la orilla de la carretera. Mientras recordábamos las viejas canciones del colegio, de la infancia y de siempre, más de un coche y camión se paró pensando que éramos un grupo de música con problemas y nos ofrecieron su vehículo para continuar el camino. Supongo que por aquel entonces nuestro aspecto no inspiraba temor alguno.
Por fortuna, el viaje lo pudimos reanudar al cabo de unas horas, pero cuando llegamos a Vitoria era casi la media noche.
Con mis amigos y antiguos compañeros de la comunidad, que seguían viviendo en el barrio de San Andrés, un lugar más acorde con el proyecto evangélico y su filosofía de vida que el elitista barrio del Ensanche, tenía escasa relación. De alguna manera aún no había acabado de asumir mi despido de la comunidad por la puerta falsa, aunque sin duda hubieran tenido razones y justas para hacerlo. Me costaba asumir, por mi orgullo, que yo no servía para la vida en comunidad y por ello, la relación durante el año había sido más bien fría y se había limitado a algunos compañeros en concreto y en esporádicos encuentros. Sin embargo, ellos seguían siendo mi referencia y mi familia, aunque las relaciones fueran algo frías.
Solía verme principalmente con Juanjo, uno de los que habían empezado conmigo en el Ensanche y que por razones que no acertaba a entender, seguía dentro del grupo. Lo hacíamos algunos sábados por la tarde en un local de unas monjas donde él daba clases de guitarra y a las que yo acudía con una guitarra que le había comprado a uno de los compañeros de la escuela cuando estábamos haciendo el curso de chapistería en un momento en el que el joven andaba escaso de dinero.
Lo de la música siempre había sido mi asignatura pendiente y lo sigue siendo, pero en aquellos años de juventud, aun tenía la esperanza de llegar a dominar un instrumento y poder interpretar música y melodías con la facilidad y destreza que lo hacía otra gente. Era una ilusión que había perseguido desde pequeño en el colegio, cuando me designaron para aprender a tocar el piano. Lo había cogido con ganas e ilusión, pero el hecho de que las clases fueran a la hora de los recreos había sido superior a mi ilusión y a mis fuerzas en aquellos años de infancia todavía. Y así, cada vez que aporreaba el teclado y oía a mis compañeros gritar en el patio, una fuerza interior me hacía mirar por la ventana y entonces, la envidia y el natural deseo de divertirme me hacía dudar de mi vocación musical. Un día, ya no pude más y cerré la tapa del piano y salí a jugar. Allí acabó mi primer intento y si me he arrepentido alguna vez, tampoco lo he lamentado. Más tarde, y también en el colegio, intenté tocar el laúd y la bandurria y lo único que llegué a interpretar fueron algunos acordes sueltos de la popular canción de la Tarara con la chillona bandurria.
Las clases con Juanjo tampoco fueron una excepción y aunque me afanaba lo que podía, pues sentía que el tiempo se me acababa en lo de intentar conseguir algo en el mundo de la música, lo único a lo que llegué fue a aprender media docena de posiciones con mis torpes dedos de la mano izquierda que producían algo parecido a sones encadenados. Me parece que las posturas se llamaban arpegios.
Sin embargo, éramos un grupo de jóvenes animado y nos lo pasábamos bien, aunque la figura era mi compañero Juanjo con su aire de músico inglés y su facilidad para conseguir con la guitarra emociones que hacían que a las nenas se les cayese la baba.
No sé si porque no avanzaba o porque allí era el último mono del grupo, pero un día, ya a las puertas del verano, puse fin a mis aspiraciones musicales y poco a poco, mi relación con el grupo se fue enfriando.
Por estas fechas, mi amigo Pepe, que después de la salida de la comunidad se había ido a probar la aventura francesa como trabajador, ya había vuelto y se había aposentado en Barcelona. Su retorno fue para mí un motivo de alegría y a la vez, volver a estar al lado del amigo más importante que había tenido desde los primeros días del colegio. Venía un tanto afrancesado y hasta se había comprado una chaqueta negra que era la envidia de todos por su elegancia. Esta chaqueta serviría para más de una boda en el futuro, ya que siempre que teníamos algún compromiso importante alguno de los del grupo acudíamos a él para que nos la dejara y con ello salvar el compromiso con cierta dignidad.

6/3/07

22ª Entrega

Tener el comedor tan cerca para mí era una suerte, ya que al mediodía me levantaba y cubría la necesidad de hacer por la vida y por la noche, me podía ir al trabajo con la cena ya hecha. Lo peor eran los fines de semana pues cada uno se tenía que buscar la vida por bares de comidas caseras a lo largo y ancho de la ciudad. Solíamos ir en grupo unos cuantos amigos y ya teníamos unos cuantos fichados en los que con la comida del mediodía se pasaba hasta el bocadillo de la noche sin mayores dificultades. Normalmente el plato fuerte en estos bares era el arroz tipo paella y el pollo al ajillo con la mayor guarnición posible de patatas. La peregrinación pasaba por bares en la zona de Correos detrás de la catedral, la plaza España, San Andrés u Horta y siempre que alguien daba con algo nuevo y barato, lo probábamos y si era del agrado general se le incluía en nuestra particular guía de bares baratos y populares donde comer los fines de semana.
A finales de noviembre del sesenta y nueve conocí a una persona que a lo largo de los años y sobre todo en los momentos difíciles iba a ser mi ángel de la guarda a la vez que mi seguro para no verme abocado a la mendicidad y la miseria. Mi padre, que no las debía tener todas consigo respecto a mi situación, me escribió una carta comunicándome que en el instituto de bachillerato de Santa Coloma, el Puig Castellar, trabajaba como catedrática una prima de la familia a la que yo no conocía. En la carta me animaba a que fuera a verla, supongo que pensando que me podría echar una mano. Y así fue como una tarde de un lluvioso mes diciembre de aquel año me presenté en el instituto y pregunté por ella. Afortunadamente estaba dando clases y no me tuve que ir, lo que sin duda hubiera representado no volver ya que me había costado mucho dar el paso de ir a ver a una persona a la que no conocía y sin razón o motivo justificado.
Cuando apareció me hice el fuerte y la abordé con mi timidez habitual:
- Hola, ¿eres María Arroyo?
- Sí - respondió un tanto confundida al ver ante sí un personaje desconocido.
- Yo soy tu primo - le dije de sopetón.
- ¿Qué primo? - preguntó ella que sin duda pensaba le estaba tomando el pelo.
- El hijo de Agustín y la Felicidad, de Villanueva.
- ¿De Agustín y Felicidad? No caigo.
Yo pensé que ya había metido la pata y aquella mujer no tenía ni idea de lo que le estaba hablando.
- De Palencia. Es que me ha escrito mi padre diciéndome que viniera a verte - dije ya como último recurso.
- Ah, ahora sí. ¿O sea que tú eres Pedro?
- No, Pedro es mi hermano mayor, yo soy José Manuel.
- Ya recuerdo, claro que recuerdo, pero eras tan pequeño cuando te vi.
- Yo he oído hablar de ti solamente, al único que conozco es a tu hermano Mariano.
- No te preocupes. Me alegro mucho de que hayas venido a verme y de conocernos.
Aquello me sonaba a música celestial, pues notaba que lo decía con todo el sentimiento.
- Yo he pasado ratos muy buenos en tu pueblo y en casa de tu abuela - continuó -. Tu familia es una gente estupenda.
A partir de entonces todo fue sobre ruedas y par celebrar el encuentro me invitó a tomar algo en un bar cerca del instituto. Allí conversamos largo y tendido de la familia, de la tierra y de ella y de mí. Después la acompañé a su casa, un pequeño apartamento en el barrio de la Verneda. Conducía un viejo seiscientos y a mí me pareció una mujer moderna y diferente a las que conocía hasta entonces: catedrática, haciendo su propia vida, libre, intelectual y dueña de sus actos.
Cuando aquella noche me fui a trabajar a la fábrica, lo hice con el convencimiento y la satisfacción de haber encontrado no solo a una prima sino a una amiga.
Por la fábrica, las cosas seguían su curso y ya era un experto en el manejo de la máquina de hacer conos de hilo, incluso había noches que para hacer más llevadero el trabajo, me dedicaba a producir como si trabajara a destajo y con ello ganar alguna pequeña prima de productividad. El sueldo, aunque no fuera para echar las campanas al vuelo, me daba para cubrir mis necesidades básicas y tener algo para mis pequeños vicios. En cuanto a los compañeros, me llevaba bien con todo el mundo. A veces, sobre todo los sábados por la mañana, solíamos ir un grupo a casa de uno y allí tomar unas copas. El que nos solía invitar era un señor de unos cuarenta años que vivía solo y gustaba de hacer este tipo de invitaciones. Yo solía ir en el grupo y nunca noté nada especial, pero un día en el que por alguna razón que entonces se me escapaba, nos habíamos quedado los dos solos y ante mi sorpresa, empecé a intuir que allí pasaba algo raro. Aquel hombre, en un principio trató de hacer que bebiera más de lo acostumbrado y en un momento dado, noté que empezaba a acariciarme. Me separé rápidamente, pero él seguía insistiendo y en vista de que yo no estaba por la labor comenzó a ofrecerme dinero, dos mil pesetas, para que me acostara con él, mientras decía con cara de bobalicón que no iba a pasar nada. Yo, que en mi vida me había visto en tal aprieto y no estaba acostumbrado a recibir tales propuestas ni me apetecían lo más mínimo aquel tipo de relaciones, llegué a sentirme tan ofendido por la petición que para zanjar aquella situación con dignidad le dije:
- Pensaba no solo que éramos compañeros sino amigos, pero me has ofendido tanto que a partir de ahora habré de plantearme si dirigirte la palabra o no.
Aquello surgió su efecto y pude salir de la casa sin sufrir ningún percance y a partir de entonces, aunque nos seguimos hablando y saludando, me trataba con un cierto recelo y un respeto.
No lo comenté con nadie por la vergüenza que me daba y tardé en aceptar que me hubiera hecho tal proposición. Por aquel entonces, según los cánones culturales, ser homosexual era algo antinatural y yo, desconocedor de muchas cosas sobre el mundo de la homosexualidad, los consideraba como unos degenerados y unos enfermos tal como siempre había oído.
Mientras tanto, mi vida sentimental ni avanzaba ni dejaba de avanzar. Cada día estaba más enamorado de María Luisa y no pasaba día sin que la llamara por teléfono y sábado o domingo, que no le pidiera de salir al cine, a pasear o simplemente ir a un bar y estar toda la tarde a su lado. A veces accedía a mis peticiones y salíamos, pero otras veces me daba plantón y yo la esperaba tardes enteras hasta ver que volvía a casa. Una de aquellas tardes de espera interminable, yendo de un sitio para otro para no parecer un sospechoso a la gente del barrio, la vi llegar en un coche que conducía un hombre. La sangré se me agolpó en la cabeza y el corazón empezó a latir aceleradamente. Me puse muy nervioso. No podía dar crédito a lo que veían mis ojos, me estaba engañando con otro. La llamé enseguida por teléfono desde una cabina y tratando de parecer normal le pregunté:
- ¿Dónde has estado, que te he estado esperando toda la tarde?
- Dando una vuelta con unas amigas - mintió ella.
- ¿Te lo has pasado bien? - seguí con toda la sangre fría que de la que pude hacer acopio.
- No ha estado mal.
Ya no pude más y salté encendido como si algo me quemara por dentro.
- Me estás mintiendo, te he visto llegar en un coche.
- Lo siento - dijo a modo de excusa.
Y le expliqué todo lo que había sufrido aquella tarde esperando y, sobre todo, cuando la había visto bajar del coche que conducía un hombre.
Ella trató de calmarme, pero yo estaba tan dolido que no atendía a razones y menos, si lo que estaba tratando de decirme era que no existía ningún compromiso entre los dos.
Cuando salí de la cabina, me sentía el hombre más desgraciado de la tierra, el más inútil, el más engañado, el más triste.
Durante unos días no volví a llamarla. Intentaba hacerle ver el daño que me había hecho, pero lo único que conseguía era sufrir más. No podía dejar de pensar en ella y no me quedó más remedio que buscar una manera de reconducir la situación. Era tal mi inseguridad y mi miedo, que pensaba que si ella no me aceptaba de nuevo, mi vida volvería a ser un fracaso.

5/3/07

21ª Entrega

Compusimos la figura y entonces me di cuenta de que seguíamos en la calle, medio ocultos y perdidos entre las sombras de la noche como dos furtivos. La muchacha volvió a su mutismo y sin decir nada comenzó a caminar. Me puse rápidamente a su lado y la cogí de la mano. Así, como dos enamorados fuimos andando hasta las proximidades de su casa sin decirnos nada. De pronto, se paró y se volvió hacia mí, me miró con sus ojos misteriosos y profundos y me dijo:
- Será mejor que no me acompañes hasta la puerta. Puede estar mi novio esperándome.
Me soltó la mano y salió corriendo. Yo me quedé viendo como se iba sin dar crédito a lo que acababa de oír. En aquel momento la hubiera seguido al fin del mundo y seguro que lo hubiera dejado todo por ella, pero no me moví y no la seguí. En mi interior todavía no me acababa de creer lo que me había pasado.
Volví sobre mis pasos y caminé montaña arriba hasta llegar a mi casa. Aquella noche me costó dormir más de lo habitual. En mi interior se empezó a librar una batalla ética que no me dejaba conciliar el sueño: había traicionado a María Luisa y ya no estaba seguro de nada en mi vida amorosa.
Al día siguiente, después de la noche en blanco, estaba ansioso por volver a la fábrica y ver que actitud tenía aquella muchacha, que me había encandilado con su despedida tan apasionada y emotiva. No tardé en comprobar que solo había sido un adiós, pues por mucho que la miré y la observé no me dedicó ni una mirada en toda la tarde.
Aunque más de una vez me he acordado de ella y me hubiera gustado volverla a encontrar, nunca más volvimos a vernos y ni tan siquiera me llegó a decir su nombre.
Cuando acabó el tiempo de aprendizaje, me pasaron al turno de noche, de diez a seis de la mañana, y me pusieron al frente de una máquina. Echaba de menos a la mujer que me había enseñado y a las compañeras pululando a mi alrededor, pero pronto me hice a la nueva responsabilidad y empecé a relacionarme con un grupo de gente diferente ya que por la noche solo trabajábamos hombres. Allí había desde el que llevaba toda su vida en el ramo del textil hasta los que como yo y un par de jóvenes más empezábamos para tomar el relevo de los mayores.
Uno de los jóvenes, con el que pronto hice amistad, era una muchacho valenciano que había entrado porque su tío, un homosexual con aficiones musicales, trabajaba en la empresa. También había entrado un muchacho que quería ser cantante de flamenco y asistía a clases de voz por las tardes, según nos contaba.
Con el muchacho valenciano, Francisco, que era un joven apuesto y sin ningún complejo hice una buena amistad y el hecho de ser los benjamines de la fábrica en el turno de noche nos daba una cierta relevancia pues siempre estábamos dispuestos para lo que fuera a la hora de trabajar y lo hacíamos con alegría y sin titubeos.
El trabajo de noche era mucho más aburrido que por la tarde y las horas no parecían correr, además estaba el hecho de tener que dormir de día y al principio resultaba extraño. Con el tiempo, encontré que tenía sus ventajas al disponer de toda la tarde y poderla dedicar a intentar ver a María Luisa, hecho este, que por alguna razón que se me escapaba, a ella no le apetecía tanto como a mí.
Entre la gente que trabajaba de noche había un muchacho, algo mayor que yo, con el que trabé una cierta amistad, aunque más tarde me di cuenta que había sido él el que se había acercado a mí con otras intenciones que las de hacer amistad. Cuando tuvo la suficiente confianza me ofreció la posibilidad de irme a vivir a su casa. Las condiciones económicas eran mejores que las que tenía y la proximidad al trabajo me iba a evitar el hecho de coger autobuses y caminar montaña arriba. Acepté encantado, aunque pronto me arrepentí del cambio. El muchacho, un joven neurótico y con algunas paranoias, vivía con su madre. Era una mujer extraña, dominadora y a la vez protectora, que le cuidaba como si fuera su bebé y como si fuera un cerdo. Cuando volvíamos del trabajo a la seis de la mañana le tenía preparado un almuerzo digno de Epulón con carnes de todo tipo, embutidos, potajes y otras viandas. El joven comía hasta reventar mientras la madre le miraba satisfecha. A mí nunca me invitaron ni a un vaso de agua, aunque solo de ver comer al muchacho ya me daban náuseas. Pienso que la mujer me hacía aguantar durante el tiempo que duraba la diaria comilona por el simple hecho de demostrarme lo bien que cuidaba de su hijo, mientras intentaba convencerme de que yo, que tenía estudios, hiciera algo para ayudarla a recuperar a otro hijo que se le había ido de casa y no sabía nada de él. Quería que escribiera a programas de radio explicando su problema y diciendo lo mucho que estaba sufriendo y lo triste que se encontraba. Nunca llegué a implicarme en sus historias, pues aunque la ausencia del hijo fuera cierta, pensaba que viviendo con una madre como ella todo era posible, hasta salir huyendo con lo puesto. Lo que no entendía era el comportamiento del hijo que vivía con ella: el trabajo, comer como un cerdo y encerrarse en un cuartucho donde decía estudiar electrónica por correspondencia.
Pronto empecé a sentirme mal, no solo por el trato de aquella mujer que era tan desagradable y ruin como para vigilar si tenía la luz encendida más del tiempo necesario para desvestirme al ir a dormir o tenerme a la puerta de la calle hasta que le daba la gana abrir, porque nunca me quiso dar una llave, sino porque comencé a creer que estaba loca y en cualquier momento me podía meter en algún lío. Así, y sin decir nada por si las moscas, me busqué un nuevo sitio para vivir y una tarde, después de saldar lo que debía, salí pitando de aquel horrendo sitio y abandoné la compañía de aquella extraña pareja. A partir de entonces, el muchacho no me volvió a dirigir la palabra en el trabajo y aunque no me pareció normal, tampoco le di demasiada importancia ya que seguía pensando que algo raro le pasaba.
Me fui a vivir de nuevo al ensanche a casa de una mujer viuda que tenía habitaciones alquiladas. Allí vivía mi amigo Antonio con el que iba a compartir habitación, y un muchacho valenciano, con un ramalazo de homosexual impresionante, pero persona respetuosa y atenta como el que más.
Aquello ya era otra cosa, el barrio, los compañeros, incluso la patrona, una tal señora María, a la que cariñosamente llamábamos Catalina. Esta mujer era una viuda amable y simpática que siempre tenía un saludo dispuesto y una taza de café. Solía fumar como un carretero y a veces, del cigarrillo que llevaba entre los labios, le caía la ceniza sin que se enterara. Era una gran conversadora y disfrutaba contando aventuras y chascarrillos de su juventud o escuchando las nuestras que no solían ser tan interesantes. Jamás se enfadaba, ni tan siquiera la vez que apareció quemado el sofá. Tampoco se metía en nuestros asuntos, ni controlaba las idas y venidas de los inquilinos.
Antonio, mi amigo y compañero desde los diez años en el colegio, había empezado a estudiar peritaje en la escuela Industrial que se encontraba a dos manzanas de la pensión y había sido él quien me había ofrecido la posibilidad de trasladarme. Gracias a él empecé a introducirme en el mundo estudiantil, aunque solo fuera de manera parcial. Por aquel entonces, Barcelona era una ciudad plagada de jóvenes estudiando oficios y carreras, que habían venido de fuera y que solían vivir como Antonio o yo, de inquilinos en alguna casa. También era una época en la que el dinero solía escasear, sobre todo en colectivos como el de los estudiantes, y por ello una inmensa mayoría nos concentrábamos cada mediodía y cada noche en los bien o mal llamados comedores del SEU que estaban ubicados por aquellos años en unos bajos de la mastodóntica Escuela Industrial de la Calle Urgell. Se servían comidas y cenas todos los días de la semana excepto sábados y domingos y aquello parecía la cola del racionamiento después de la guerra o las colas de los pobres en albergues en pos de la sopa boba. Los abonos semanales costaban ciento ochenta pesetas por la comida y la cena, por lo que salía cada menú a dieciocho pesetas. La comida no estaba mal, pues constaba de dos platos y postre, y aunque era de rancho y sin ningún lujo, se solía dar buena cuenta de ella, sobre todo después de haber estado haciendo cola de una a dos horas para acceder al preciado banquete. Lo peor era cuando los encargados se ponían legalistas y empezaban a pedir carnets de estudiante, ya que aquello era un servicio par estudiantes, y había que hacer uso de la imaginación para aquel día no quedarse sin comer. La excusa que mejor funcionaba era la del olvido en casa o cosas parecidas.

2/3/07

20ª Entrega

No tardé en superar la situación, sobre todo cuando volví a ver a María Luisa, bella y radiante como una flor. La encontré algo distante en un principio, como si los dos meses de separación hubieran enfriado nuestra relación. Cuando le expliqué mi nueva situación, pareció sentirse culpable. Le hice ver que ya no tenía arreglo y que nada más contaba con ella para salir adelante. Aquello pareció confundirla aún más y pensé que lo mejor era no meterle más presión. Las horas que pasé con ella me aliviaron lo suficiente como para volver a mi exilio en la montaña contento, sin embargo, en aquel momento tan solo le podía ofrecer amor y bonitas palabras. No tenía trabajo, no tenía perspectivas de encontrarlo, tan solo tenía ilusión, mucha ilusión, y aunque de ilusión también se vive, se necesitaba algo más, como dinero, comida, una cierta estabilidad.
Un buen día, me ofrecieron la posibilidad de demostrar todo lo que había aprendido en la escuela de formación profesional. Se trataba de un trabajo como soldador en una fábrica ubicada en Sabadell. Tomé el tren de cercanías dispuesto a todo y después de un par de horas de buscar encontré el lugar. Curiosamente, no había nadie trabajando, tan solo un encargado, no sé si porque era fiesta o porque se habían ido a comer.
El hombre que me atendió me dijo de qué se trataba y me pidió que le hiciera una prueba de lo que sabía hacer. Una vez más, el miedo a hacerlo mal me venció y empecé a poner excusas como que no había traído la ropa adecuada y cosas por el estilo. Aquel hombre, que parecía tener interés en que cogiera el trabajo, me proporcionó un mono para hacer la prueba. Mientras dudaba si ponérmelo o no en un frío vestuario, por mi cabeza pasaron cientos de ideas y de dudas, como verme trabajando en una fábrica, como verme siempre haciendo lo mismo, pero sobre todo una, el miedo a hacerlo mal y fracasar. Era algo superior a mis fuerzas. Salí del vestuario y aquel buen hombre todavía insistió, pero yo ya había tomado la decisión. Me fui dándole las gracias por la paciencia que había tenido conmigo y aún recuerdo como me dijo que estaba seguro de que lo podía hacer bien. No tuve valor.
Cuando me encontré solo en la calle, renegué de todo y contra todo, principalmente contra mí mismo por no haberme decidido a hacer la prueba. Sentado en la acera de una calle y apoyando mi espalda contra una pared me comí el bocadillo que me había preparado la patrona. Volví a coger el tren y me dejó en San Andrés. Sin nada mejor que hacer y con ganas de olvidar la negativa experiencia vivida me metí en el cine. La película me importaba poco, pero me alegré de que fuera Boinas Verdes de Jhon Wayne con toda su carga de fascismo y de imperialismo americano. Necesitaba sacar de mi corazón toda la rabia que llevaba dentro y aquella película en la que los buenos, los americanos, hacían todas las salvajadas habidas y por haber, pensé que me podría ayudar. No sé si lo hizo, pero me ayudó a olvidarme de mi fracaso y me entretuvo hasta que llegada la noche volví a mi exilio. Nadie me preguntó cómo me había ido y a nadie le importaba mi pena y mi situación.
Con el paso de los días me fui animando y aunque no veía a María Luisa todo lo que yo hubiera deseado, pues parecía que me estuviera esquivando, si comencé a relacionarme con alguno de los antiguos compañeros que como yo se habían quedado por Barcelona. Antonio, que era uno de ellos, seguía trabajando en la empresa textil y Juanjo seguía en la comunidad de San Andrés. Pepe y Alfredo habían marchado a Francia y habían buscado trabajo por allí. También empecé a relacionarme con alguno de los nuevos que habían venido a la comunidad y ello me ayudó a soportar mejor la soledad y el abandono en el que me veía sumido. Angel e Ildefonso resultaron ser los más solidarios y de vez en cuando me invitaban a comer en la comunidad, cosa a la que no me negaba, pues pensaba que habían sido muchos los años que había vivido con ellos y los lazos que me unían aún eran lo suficientemente fuertes como para no cortarlos del todo.
A mediados de noviembre, cuando mis reservas económicas estaban a punto de agotarse, la suerte llamó a mi puerta en forma de trabajo. Entré a trabajar en la fábrica textil en el lugar que había dejado mi amigo Antonio. Aquello venía a ser para mí un regalo del cielo.
Las tres primeras semanas estuve como aprendiz a las ordenes de una mujer ya mayor, pero increíblemente guapa y protectora. Siempre me ha perseguido esa especie de sino de que la gente ha intentado protegerme. Pienso que mi aire desvalido tenía bastante que ver o tal vez fuera mi aspecto de persona a la que se podía engañar o manipular. Nunca he sabido el por qué, pero es una sensación que he sentido a lo largo de mi vida en diferentes ocasiones y momentos. Aquella mujer me trataba como una madre, mientras me enseñaba el oficio. Se preocupaba de espantar a las muchachas que en el turno de mañana y tarde eran mayoría y si alguna se ponía más pesada de la cuenta, mostraba su genio como si fuera una tigresa defendiendo a su cría. Yo era la novedad en un mundo donde solo había mujeres y algún encargado, que aparecía de vez en cuando a solucionar algún problema con alguna máquina, y era normal que fuese el centro de atención de sus miradas y cuchicheos. Jóvenes como eran, estaban allí por ganar algo de dinero y con ello, ayudar en casa, pero por su forma de hablar y de pensar en el futuro, más bien parecía que estuvieran esperando que alguien las sacara de allí y las ofreciera una vida más placentera y tranquila. Yo me encontraba un tanto acobardado y cuando al salir del trabajo o en la hora del bocadillo alguna me abordaba y me preguntaba dónde iba a bailar el fin de semana, me tenía que inventar una mentira creíble que consistía en decir que los fines de semana los pasaba estudiando y preparándome para entrar en la universidad. Lo hacía sobre todo porque con ello me evitaba dar negativas y también porque los fines de semana los dedicaba a María Luisa cuando ella tenía a bien salir, que no era tanto como yo deseaba.
De todas las muchachas que trabajaban en el turno de tarde, había dos que mostraban un interés especial por mí. Una intentaba darme celos haciéndome creer que tenía un novio que llevaba un coche mercedes, cuando yo sabía que no salía con nadie y lo que decía lo hacía para sentirse como las demás y no un bicho raro o un patito feo. En realidad no me atraía lo más mínimo y cuando me explicaba sus cosas la escuchaba atentamente sin hacer comentarios que pudieran herirla, pero en el fondo me daba un poco de pena. La otra, sin embargo, era diferente. No hablaba nunca y tan solo se limitaba a mirar furtivamente con unos ojos grandes y profundos que parecía que me iban a traspasar. Solía hacer el viaje de vuelta a Santa Coloma en el mismo autobús que yo y cuando llegaba su parada, se bajaba. No decía nunca adiós, pero yo sabía que se quedaba mirando el autobús en que yo seguía hasta que se perdía de vista. Una noche, en uno de estos viajes, unos días antes de que me cambiaran de turno, volvíamos los dos en el autobús como cada día. Yo la observaba sin demasiada atención como hacía normalmente pues ya sabía su manera de ser, pero aquel día, ante mi sorpresa, vi que no se bajaba en la parada habitual y que seguía en el autobús. Al llegar al final descendió y se colocó a mi lado empezando a caminar junto a mí, como si fuéramos en la misma dirección. En un principio pensé que su actitud obedecería a cosas suyas y que tal vez aquella noche tuviera que ir a algún lugar diferente. Pero allí seguía, a mi lado sin decir palabra y sin intención de cambiar de dirección. Algo confundido decidí preguntarle:
- ¿Te ocurre algo?
- Nada - creo que era la primera vez que la oía hablar.
- Lo digo porque me parece raro verte por aquí.
- Ya me lo imagino - contestó.
Estábamos a la altura de la iglesia. La calle, a penas iluminada, encontraba desierta. Nos encontrábamos al lado de una iglesia y parecíamos dos sombras en la oscuridad. A pesar de ello, noté un brillo distinto en sus ojos y un ligero temblor en sus labios.
- Si vais a alguna parte y quieres que te acompañe, no tengo inconveniente - le dije para aclarar aquella situación que comenzaba a ser engorrosa para mí.
- No voy a ninguna parte, tan solo quiero acompañarte para despedirme de ti antes de que te cambien al turno de noche.
Aquella respuesta me dejó atónito. Me encontraba allí, en medio de la oscuridad, delante de una muchacha que me miraba atentamente con unos ojos oceánicos. Le tendí la mano para despedirme pero ella me dijo:
- No, así no.
- Entonces, ¿cómo?
Me echó los brazos al cuello y busco mis labios. Empezó a besarme. Pronto respondí a su caricia arrastrado por la pasión que no tardó en embargarme y convertirme en una especie de poseso. Abrazaba su cuerpo y lo apretaba contra el mío como si en ello me fuera la vida. La excitación nos dominaba y nuestros cuerpos empezaron a restregarse y rozarse con tanta fuerza que parecía que nos quisiéramos fundir el uno en el otro. Cuando nos llegó el orgasmo, nos distendimos y seguimos abrazados durante unos segundos. Ella temblaba como una hoja y mis piernas estaban a punto de doblarse. La miré a los ojos y en ellos había dibujada una sonrisa, creo que era la primera vez que la veía sonreír.