7/3/07

23ª Entrega

La llamé y le dije que mi vida era un infierno y también que le perdonaba lo que me había hecho. No sé si por lástima o por amor, accedió y nos volvimos a ver. Era como encontrar de nuevo el cielo y todo pareció arreglarse. Sin embargo, cada vez que me ponía alguna excusa para no encontrarnos volvía a sufrir. Descubrí que los celos eran el peor sufrimiento que puede pasar un enamorado.
Afortunadamente no todo iba a ser sufrimiento y por suerte para mí, María Arroyo se iba a convertir sin darme cuenta en la persona que iba a organizar mi destartalada vida intelectual. Cuando nos encontrábamos en su casa y al calor de una copa de brandy hablábamos de la vida o del trabajo, me empezó a sugerir la posibilidad de retomar los estudios. No había vuelto a pensar en tal cuestión de una manera seria y tampoco sabía muy bien qué pasos seguir. Tenía acabado el bachillerato y para acceder a la universidad tan solo había de hacer el preuniversitario, que era el curso previo a la universidad. Ella me matriculó por libre y me orientó en lo que debía hacer y lo que debía preparar. Y volví a encontrarme con los libros, aunque en solitario y sin el aliciente de asistir a las clases.
El resultado fue el normal, no pude aprobar por culpa del griego, asignatura que resultaba absolutamente novedosa para mí, y aunque dominaba verbos y gramática, en la histórica retirada de los diez mil o de las Termópilas de Jenofonte, dejé enterradas mis ilusiones de entrar en la universidad. Sin embargo, había recuperado la ilusión por seguir estudiando y estaba convencido de que lo volvería a intentar.
Con María había vivido momentos mágicos, que con el paso del tiempo se han convertido en anecdóticos, pero no por ello exentos de encanto y aventura. Un de esos momentos fue sin duda el viaje que hicimos al Norte en su viejo seiscientos. El pequeño caballo de hierro y hojalata, duro y curtido en mil batallas, se había portado muy bien hasta llegar a Cervera en la provincia de Lérida, pero allí empezó a soltar humo y quejarse amargamente de sus dolencias. Nadie de los tres que íbamos dentro tenía idea de lo que le podía pasar, Diodoro, un paisano mío, que acababa de abandonar la comunidad de San Andrés y se dirigía a Bilbao en busca de una nueva vida, lo único que sabía de coches era que tenían cuatro ruedas. María, a pesar del mimo con el que lo había conducido, pensaba que el viejo motor se había quemado y yo, de lo único que entendía sobre coches era de chapa y ello, gracias al curso que había hecho en la escuela sindical y que en este caso no me servía para nada. Afortunadamente, alguien nos dijo que era problema del radiador y por suerte allí cerca había un taller.
Mientras lo arreglaban, no se nos ocurrió nada mejor que sobrellevar la espera cantando al compás de una guitarra, que más mal que bien aporreaba nuestro colega Diodoro, a la orilla de la carretera. Mientras recordábamos las viejas canciones del colegio, de la infancia y de siempre, más de un coche y camión se paró pensando que éramos un grupo de música con problemas y nos ofrecieron su vehículo para continuar el camino. Supongo que por aquel entonces nuestro aspecto no inspiraba temor alguno.
Por fortuna, el viaje lo pudimos reanudar al cabo de unas horas, pero cuando llegamos a Vitoria era casi la media noche.
Con mis amigos y antiguos compañeros de la comunidad, que seguían viviendo en el barrio de San Andrés, un lugar más acorde con el proyecto evangélico y su filosofía de vida que el elitista barrio del Ensanche, tenía escasa relación. De alguna manera aún no había acabado de asumir mi despido de la comunidad por la puerta falsa, aunque sin duda hubieran tenido razones y justas para hacerlo. Me costaba asumir, por mi orgullo, que yo no servía para la vida en comunidad y por ello, la relación durante el año había sido más bien fría y se había limitado a algunos compañeros en concreto y en esporádicos encuentros. Sin embargo, ellos seguían siendo mi referencia y mi familia, aunque las relaciones fueran algo frías.
Solía verme principalmente con Juanjo, uno de los que habían empezado conmigo en el Ensanche y que por razones que no acertaba a entender, seguía dentro del grupo. Lo hacíamos algunos sábados por la tarde en un local de unas monjas donde él daba clases de guitarra y a las que yo acudía con una guitarra que le había comprado a uno de los compañeros de la escuela cuando estábamos haciendo el curso de chapistería en un momento en el que el joven andaba escaso de dinero.
Lo de la música siempre había sido mi asignatura pendiente y lo sigue siendo, pero en aquellos años de juventud, aun tenía la esperanza de llegar a dominar un instrumento y poder interpretar música y melodías con la facilidad y destreza que lo hacía otra gente. Era una ilusión que había perseguido desde pequeño en el colegio, cuando me designaron para aprender a tocar el piano. Lo había cogido con ganas e ilusión, pero el hecho de que las clases fueran a la hora de los recreos había sido superior a mi ilusión y a mis fuerzas en aquellos años de infancia todavía. Y así, cada vez que aporreaba el teclado y oía a mis compañeros gritar en el patio, una fuerza interior me hacía mirar por la ventana y entonces, la envidia y el natural deseo de divertirme me hacía dudar de mi vocación musical. Un día, ya no pude más y cerré la tapa del piano y salí a jugar. Allí acabó mi primer intento y si me he arrepentido alguna vez, tampoco lo he lamentado. Más tarde, y también en el colegio, intenté tocar el laúd y la bandurria y lo único que llegué a interpretar fueron algunos acordes sueltos de la popular canción de la Tarara con la chillona bandurria.
Las clases con Juanjo tampoco fueron una excepción y aunque me afanaba lo que podía, pues sentía que el tiempo se me acababa en lo de intentar conseguir algo en el mundo de la música, lo único a lo que llegué fue a aprender media docena de posiciones con mis torpes dedos de la mano izquierda que producían algo parecido a sones encadenados. Me parece que las posturas se llamaban arpegios.
Sin embargo, éramos un grupo de jóvenes animado y nos lo pasábamos bien, aunque la figura era mi compañero Juanjo con su aire de músico inglés y su facilidad para conseguir con la guitarra emociones que hacían que a las nenas se les cayese la baba.
No sé si porque no avanzaba o porque allí era el último mono del grupo, pero un día, ya a las puertas del verano, puse fin a mis aspiraciones musicales y poco a poco, mi relación con el grupo se fue enfriando.
Por estas fechas, mi amigo Pepe, que después de la salida de la comunidad se había ido a probar la aventura francesa como trabajador, ya había vuelto y se había aposentado en Barcelona. Su retorno fue para mí un motivo de alegría y a la vez, volver a estar al lado del amigo más importante que había tenido desde los primeros días del colegio. Venía un tanto afrancesado y hasta se había comprado una chaqueta negra que era la envidia de todos por su elegancia. Esta chaqueta serviría para más de una boda en el futuro, ya que siempre que teníamos algún compromiso importante alguno de los del grupo acudíamos a él para que nos la dejara y con ello salvar el compromiso con cierta dignidad.

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