5/3/07

21ª Entrega

Compusimos la figura y entonces me di cuenta de que seguíamos en la calle, medio ocultos y perdidos entre las sombras de la noche como dos furtivos. La muchacha volvió a su mutismo y sin decir nada comenzó a caminar. Me puse rápidamente a su lado y la cogí de la mano. Así, como dos enamorados fuimos andando hasta las proximidades de su casa sin decirnos nada. De pronto, se paró y se volvió hacia mí, me miró con sus ojos misteriosos y profundos y me dijo:
- Será mejor que no me acompañes hasta la puerta. Puede estar mi novio esperándome.
Me soltó la mano y salió corriendo. Yo me quedé viendo como se iba sin dar crédito a lo que acababa de oír. En aquel momento la hubiera seguido al fin del mundo y seguro que lo hubiera dejado todo por ella, pero no me moví y no la seguí. En mi interior todavía no me acababa de creer lo que me había pasado.
Volví sobre mis pasos y caminé montaña arriba hasta llegar a mi casa. Aquella noche me costó dormir más de lo habitual. En mi interior se empezó a librar una batalla ética que no me dejaba conciliar el sueño: había traicionado a María Luisa y ya no estaba seguro de nada en mi vida amorosa.
Al día siguiente, después de la noche en blanco, estaba ansioso por volver a la fábrica y ver que actitud tenía aquella muchacha, que me había encandilado con su despedida tan apasionada y emotiva. No tardé en comprobar que solo había sido un adiós, pues por mucho que la miré y la observé no me dedicó ni una mirada en toda la tarde.
Aunque más de una vez me he acordado de ella y me hubiera gustado volverla a encontrar, nunca más volvimos a vernos y ni tan siquiera me llegó a decir su nombre.
Cuando acabó el tiempo de aprendizaje, me pasaron al turno de noche, de diez a seis de la mañana, y me pusieron al frente de una máquina. Echaba de menos a la mujer que me había enseñado y a las compañeras pululando a mi alrededor, pero pronto me hice a la nueva responsabilidad y empecé a relacionarme con un grupo de gente diferente ya que por la noche solo trabajábamos hombres. Allí había desde el que llevaba toda su vida en el ramo del textil hasta los que como yo y un par de jóvenes más empezábamos para tomar el relevo de los mayores.
Uno de los jóvenes, con el que pronto hice amistad, era una muchacho valenciano que había entrado porque su tío, un homosexual con aficiones musicales, trabajaba en la empresa. También había entrado un muchacho que quería ser cantante de flamenco y asistía a clases de voz por las tardes, según nos contaba.
Con el muchacho valenciano, Francisco, que era un joven apuesto y sin ningún complejo hice una buena amistad y el hecho de ser los benjamines de la fábrica en el turno de noche nos daba una cierta relevancia pues siempre estábamos dispuestos para lo que fuera a la hora de trabajar y lo hacíamos con alegría y sin titubeos.
El trabajo de noche era mucho más aburrido que por la tarde y las horas no parecían correr, además estaba el hecho de tener que dormir de día y al principio resultaba extraño. Con el tiempo, encontré que tenía sus ventajas al disponer de toda la tarde y poderla dedicar a intentar ver a María Luisa, hecho este, que por alguna razón que se me escapaba, a ella no le apetecía tanto como a mí.
Entre la gente que trabajaba de noche había un muchacho, algo mayor que yo, con el que trabé una cierta amistad, aunque más tarde me di cuenta que había sido él el que se había acercado a mí con otras intenciones que las de hacer amistad. Cuando tuvo la suficiente confianza me ofreció la posibilidad de irme a vivir a su casa. Las condiciones económicas eran mejores que las que tenía y la proximidad al trabajo me iba a evitar el hecho de coger autobuses y caminar montaña arriba. Acepté encantado, aunque pronto me arrepentí del cambio. El muchacho, un joven neurótico y con algunas paranoias, vivía con su madre. Era una mujer extraña, dominadora y a la vez protectora, que le cuidaba como si fuera su bebé y como si fuera un cerdo. Cuando volvíamos del trabajo a la seis de la mañana le tenía preparado un almuerzo digno de Epulón con carnes de todo tipo, embutidos, potajes y otras viandas. El joven comía hasta reventar mientras la madre le miraba satisfecha. A mí nunca me invitaron ni a un vaso de agua, aunque solo de ver comer al muchacho ya me daban náuseas. Pienso que la mujer me hacía aguantar durante el tiempo que duraba la diaria comilona por el simple hecho de demostrarme lo bien que cuidaba de su hijo, mientras intentaba convencerme de que yo, que tenía estudios, hiciera algo para ayudarla a recuperar a otro hijo que se le había ido de casa y no sabía nada de él. Quería que escribiera a programas de radio explicando su problema y diciendo lo mucho que estaba sufriendo y lo triste que se encontraba. Nunca llegué a implicarme en sus historias, pues aunque la ausencia del hijo fuera cierta, pensaba que viviendo con una madre como ella todo era posible, hasta salir huyendo con lo puesto. Lo que no entendía era el comportamiento del hijo que vivía con ella: el trabajo, comer como un cerdo y encerrarse en un cuartucho donde decía estudiar electrónica por correspondencia.
Pronto empecé a sentirme mal, no solo por el trato de aquella mujer que era tan desagradable y ruin como para vigilar si tenía la luz encendida más del tiempo necesario para desvestirme al ir a dormir o tenerme a la puerta de la calle hasta que le daba la gana abrir, porque nunca me quiso dar una llave, sino porque comencé a creer que estaba loca y en cualquier momento me podía meter en algún lío. Así, y sin decir nada por si las moscas, me busqué un nuevo sitio para vivir y una tarde, después de saldar lo que debía, salí pitando de aquel horrendo sitio y abandoné la compañía de aquella extraña pareja. A partir de entonces, el muchacho no me volvió a dirigir la palabra en el trabajo y aunque no me pareció normal, tampoco le di demasiada importancia ya que seguía pensando que algo raro le pasaba.
Me fui a vivir de nuevo al ensanche a casa de una mujer viuda que tenía habitaciones alquiladas. Allí vivía mi amigo Antonio con el que iba a compartir habitación, y un muchacho valenciano, con un ramalazo de homosexual impresionante, pero persona respetuosa y atenta como el que más.
Aquello ya era otra cosa, el barrio, los compañeros, incluso la patrona, una tal señora María, a la que cariñosamente llamábamos Catalina. Esta mujer era una viuda amable y simpática que siempre tenía un saludo dispuesto y una taza de café. Solía fumar como un carretero y a veces, del cigarrillo que llevaba entre los labios, le caía la ceniza sin que se enterara. Era una gran conversadora y disfrutaba contando aventuras y chascarrillos de su juventud o escuchando las nuestras que no solían ser tan interesantes. Jamás se enfadaba, ni tan siquiera la vez que apareció quemado el sofá. Tampoco se metía en nuestros asuntos, ni controlaba las idas y venidas de los inquilinos.
Antonio, mi amigo y compañero desde los diez años en el colegio, había empezado a estudiar peritaje en la escuela Industrial que se encontraba a dos manzanas de la pensión y había sido él quien me había ofrecido la posibilidad de trasladarme. Gracias a él empecé a introducirme en el mundo estudiantil, aunque solo fuera de manera parcial. Por aquel entonces, Barcelona era una ciudad plagada de jóvenes estudiando oficios y carreras, que habían venido de fuera y que solían vivir como Antonio o yo, de inquilinos en alguna casa. También era una época en la que el dinero solía escasear, sobre todo en colectivos como el de los estudiantes, y por ello una inmensa mayoría nos concentrábamos cada mediodía y cada noche en los bien o mal llamados comedores del SEU que estaban ubicados por aquellos años en unos bajos de la mastodóntica Escuela Industrial de la Calle Urgell. Se servían comidas y cenas todos los días de la semana excepto sábados y domingos y aquello parecía la cola del racionamiento después de la guerra o las colas de los pobres en albergues en pos de la sopa boba. Los abonos semanales costaban ciento ochenta pesetas por la comida y la cena, por lo que salía cada menú a dieciocho pesetas. La comida no estaba mal, pues constaba de dos platos y postre, y aunque era de rancho y sin ningún lujo, se solía dar buena cuenta de ella, sobre todo después de haber estado haciendo cola de una a dos horas para acceder al preciado banquete. Lo peor era cuando los encargados se ponían legalistas y empezaban a pedir carnets de estudiante, ya que aquello era un servicio par estudiantes, y había que hacer uso de la imaginación para aquel día no quedarse sin comer. La excusa que mejor funcionaba era la del olvido en casa o cosas parecidas.

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