6/3/07

22ª Entrega

Tener el comedor tan cerca para mí era una suerte, ya que al mediodía me levantaba y cubría la necesidad de hacer por la vida y por la noche, me podía ir al trabajo con la cena ya hecha. Lo peor eran los fines de semana pues cada uno se tenía que buscar la vida por bares de comidas caseras a lo largo y ancho de la ciudad. Solíamos ir en grupo unos cuantos amigos y ya teníamos unos cuantos fichados en los que con la comida del mediodía se pasaba hasta el bocadillo de la noche sin mayores dificultades. Normalmente el plato fuerte en estos bares era el arroz tipo paella y el pollo al ajillo con la mayor guarnición posible de patatas. La peregrinación pasaba por bares en la zona de Correos detrás de la catedral, la plaza España, San Andrés u Horta y siempre que alguien daba con algo nuevo y barato, lo probábamos y si era del agrado general se le incluía en nuestra particular guía de bares baratos y populares donde comer los fines de semana.
A finales de noviembre del sesenta y nueve conocí a una persona que a lo largo de los años y sobre todo en los momentos difíciles iba a ser mi ángel de la guarda a la vez que mi seguro para no verme abocado a la mendicidad y la miseria. Mi padre, que no las debía tener todas consigo respecto a mi situación, me escribió una carta comunicándome que en el instituto de bachillerato de Santa Coloma, el Puig Castellar, trabajaba como catedrática una prima de la familia a la que yo no conocía. En la carta me animaba a que fuera a verla, supongo que pensando que me podría echar una mano. Y así fue como una tarde de un lluvioso mes diciembre de aquel año me presenté en el instituto y pregunté por ella. Afortunadamente estaba dando clases y no me tuve que ir, lo que sin duda hubiera representado no volver ya que me había costado mucho dar el paso de ir a ver a una persona a la que no conocía y sin razón o motivo justificado.
Cuando apareció me hice el fuerte y la abordé con mi timidez habitual:
- Hola, ¿eres María Arroyo?
- Sí - respondió un tanto confundida al ver ante sí un personaje desconocido.
- Yo soy tu primo - le dije de sopetón.
- ¿Qué primo? - preguntó ella que sin duda pensaba le estaba tomando el pelo.
- El hijo de Agustín y la Felicidad, de Villanueva.
- ¿De Agustín y Felicidad? No caigo.
Yo pensé que ya había metido la pata y aquella mujer no tenía ni idea de lo que le estaba hablando.
- De Palencia. Es que me ha escrito mi padre diciéndome que viniera a verte - dije ya como último recurso.
- Ah, ahora sí. ¿O sea que tú eres Pedro?
- No, Pedro es mi hermano mayor, yo soy José Manuel.
- Ya recuerdo, claro que recuerdo, pero eras tan pequeño cuando te vi.
- Yo he oído hablar de ti solamente, al único que conozco es a tu hermano Mariano.
- No te preocupes. Me alegro mucho de que hayas venido a verme y de conocernos.
Aquello me sonaba a música celestial, pues notaba que lo decía con todo el sentimiento.
- Yo he pasado ratos muy buenos en tu pueblo y en casa de tu abuela - continuó -. Tu familia es una gente estupenda.
A partir de entonces todo fue sobre ruedas y par celebrar el encuentro me invitó a tomar algo en un bar cerca del instituto. Allí conversamos largo y tendido de la familia, de la tierra y de ella y de mí. Después la acompañé a su casa, un pequeño apartamento en el barrio de la Verneda. Conducía un viejo seiscientos y a mí me pareció una mujer moderna y diferente a las que conocía hasta entonces: catedrática, haciendo su propia vida, libre, intelectual y dueña de sus actos.
Cuando aquella noche me fui a trabajar a la fábrica, lo hice con el convencimiento y la satisfacción de haber encontrado no solo a una prima sino a una amiga.
Por la fábrica, las cosas seguían su curso y ya era un experto en el manejo de la máquina de hacer conos de hilo, incluso había noches que para hacer más llevadero el trabajo, me dedicaba a producir como si trabajara a destajo y con ello ganar alguna pequeña prima de productividad. El sueldo, aunque no fuera para echar las campanas al vuelo, me daba para cubrir mis necesidades básicas y tener algo para mis pequeños vicios. En cuanto a los compañeros, me llevaba bien con todo el mundo. A veces, sobre todo los sábados por la mañana, solíamos ir un grupo a casa de uno y allí tomar unas copas. El que nos solía invitar era un señor de unos cuarenta años que vivía solo y gustaba de hacer este tipo de invitaciones. Yo solía ir en el grupo y nunca noté nada especial, pero un día en el que por alguna razón que entonces se me escapaba, nos habíamos quedado los dos solos y ante mi sorpresa, empecé a intuir que allí pasaba algo raro. Aquel hombre, en un principio trató de hacer que bebiera más de lo acostumbrado y en un momento dado, noté que empezaba a acariciarme. Me separé rápidamente, pero él seguía insistiendo y en vista de que yo no estaba por la labor comenzó a ofrecerme dinero, dos mil pesetas, para que me acostara con él, mientras decía con cara de bobalicón que no iba a pasar nada. Yo, que en mi vida me había visto en tal aprieto y no estaba acostumbrado a recibir tales propuestas ni me apetecían lo más mínimo aquel tipo de relaciones, llegué a sentirme tan ofendido por la petición que para zanjar aquella situación con dignidad le dije:
- Pensaba no solo que éramos compañeros sino amigos, pero me has ofendido tanto que a partir de ahora habré de plantearme si dirigirte la palabra o no.
Aquello surgió su efecto y pude salir de la casa sin sufrir ningún percance y a partir de entonces, aunque nos seguimos hablando y saludando, me trataba con un cierto recelo y un respeto.
No lo comenté con nadie por la vergüenza que me daba y tardé en aceptar que me hubiera hecho tal proposición. Por aquel entonces, según los cánones culturales, ser homosexual era algo antinatural y yo, desconocedor de muchas cosas sobre el mundo de la homosexualidad, los consideraba como unos degenerados y unos enfermos tal como siempre había oído.
Mientras tanto, mi vida sentimental ni avanzaba ni dejaba de avanzar. Cada día estaba más enamorado de María Luisa y no pasaba día sin que la llamara por teléfono y sábado o domingo, que no le pidiera de salir al cine, a pasear o simplemente ir a un bar y estar toda la tarde a su lado. A veces accedía a mis peticiones y salíamos, pero otras veces me daba plantón y yo la esperaba tardes enteras hasta ver que volvía a casa. Una de aquellas tardes de espera interminable, yendo de un sitio para otro para no parecer un sospechoso a la gente del barrio, la vi llegar en un coche que conducía un hombre. La sangré se me agolpó en la cabeza y el corazón empezó a latir aceleradamente. Me puse muy nervioso. No podía dar crédito a lo que veían mis ojos, me estaba engañando con otro. La llamé enseguida por teléfono desde una cabina y tratando de parecer normal le pregunté:
- ¿Dónde has estado, que te he estado esperando toda la tarde?
- Dando una vuelta con unas amigas - mintió ella.
- ¿Te lo has pasado bien? - seguí con toda la sangre fría que de la que pude hacer acopio.
- No ha estado mal.
Ya no pude más y salté encendido como si algo me quemara por dentro.
- Me estás mintiendo, te he visto llegar en un coche.
- Lo siento - dijo a modo de excusa.
Y le expliqué todo lo que había sufrido aquella tarde esperando y, sobre todo, cuando la había visto bajar del coche que conducía un hombre.
Ella trató de calmarme, pero yo estaba tan dolido que no atendía a razones y menos, si lo que estaba tratando de decirme era que no existía ningún compromiso entre los dos.
Cuando salí de la cabina, me sentía el hombre más desgraciado de la tierra, el más inútil, el más engañado, el más triste.
Durante unos días no volví a llamarla. Intentaba hacerle ver el daño que me había hecho, pero lo único que conseguía era sufrir más. No podía dejar de pensar en ella y no me quedó más remedio que buscar una manera de reconducir la situación. Era tal mi inseguridad y mi miedo, que pensaba que si ella no me aceptaba de nuevo, mi vida volvería a ser un fracaso.

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