8/3/07

24ª Entrega

Se instaló en el barrio en una casa cerca del comedor de la Escuela industrial y cerca de donde yo vivía, por lo que nos veíamos a menudo y teníamos nuestro lugar de encuentro en un bar donde nos solíamos reunir estudiantes de todo tipo por las noches. Aquel iba a ser durante algunos años lugar de parada y centro social de toda una enjambre de muchachos que como yo, Pepe o cualquier otro, tan solo íbamos por la pensión a dormir, debido a la poca o nula posibilidad de poder hacer otra cosa en casa ajena.
Por aquella época ya había dejado la fábrica textil en el industrial barrio de Pueblonuevo y vivía de los ahorros que había conseguido hacer, aunque pronto la remesa iba a empezar a mermar y con ello, mi preocupación. Finalmente tuve que buscarme un trabajo para acabar de pasar los últimos días antes de disfrutar de vacaciones al amparo y la protección de la familia.
Se trataba de repartir por domicilios particulares y algunos bares de la ciudad sifones y gaseosas. Era un trabajo que no me venía de nuevo, pero en esta ocasión, las cajas eran bastante más pesadas que cuando desempeñaba dicha actividad en la empresa de refrescos de Vitoria. El problema se presentaba cuando en algún bloque de pisos no se podía utilizar el ascensor y había que subir a lomo escaleras arriba con las pesadas cajas de botellas. Pero, como al perro flaco todo se le vuelven pulgas, en esta ocasión no iba a ser menos y una desafortunada infección en una mano, producida por un corte de los mejillones que solíamos ir a pescar a las costas de Garraf para comerlos en buena armonía, me hizo perder el trabajo. El corte se había infectado con el sudor y la suciedad que se producía al llevar las cajas y cuando le quise hacer ver al dueño de la empresa lo que me había ocurrido, me recompensó con el despido y sin ningún tipo de finiquito y menos aún de poder acogerme a servicios médicos ya que no me tenía asegurado.
La mano se fue hinchando más y más hasta ponerse como un botijo, que diría mi padre, y cuando ya era imposible aguantar el dolor, no me quedó más remedio que acudir a la beneficencia pública. La monja que me atendió en el Hospital Clínico se asustó mucho al ver como tenía la mano y rápidamente me dio prioridad para que me operaran.
No sé quién me operó, pues me dieron una dosis tan alta de anestesia que cuando me desperté medio borracho, tenía la mano vendada como un mutilado de guerra y la sensación de que me habían abierto el brazo entero. Cuando me encontré en condiciones de irme a casa, alguien me preguntó si me esperaba algún familiar. ¿Quién me iba a esperar si estaba más solo que la una? Le expliqué mi problema y mi situación.
Volví a casa con una receta de un antibiótico que tenía que tomar por si había infección y la recomendación de que hiciera reposo y volviera cuando ya me encontrara bien. El antibiótico que pagué íntegramente de mi bolsillo, pues no tenía cartilla ni ningún tipo de protección, me dejó sin un duro y creo que aún dejé algo a deber en la farmacia.
Cuando me sentí bien y me quité el vendaje vi que me habían dejado un costrón, pero como no me dolía lo di por bueno y estaba agradecido, aunque no me atreví a volver al hospital por si me hacían pagar la operación. Años más tarde me enteré que los hospitales de beneficencia cubrían la atención y cura de personas necesitadas y sin posibles como era mi caso. Desde que lo supe lamenté no haber tenido valor para presentarme en el hospital para que cerraran mi caso y a veces pienso que mi ficha médica por aquella operación aún debe seguir abierta.
Mi obsesión por no implicar en mis problemas a nadie hizo que aquel mal trago lo sobrellevara solo. Pasado ya todo y cuando pude ver a María Luisa, que pensaba que había desaparecido, se enfadó mucho por la falta de confianza que había demostrado tener hacia ella al no decirle nada. Yo, en mi fuero interno me sentía satisfecho porque pensaba que era una prueba de que de verdad me amaba y me excusé con la fácil respuesta de que no quería preocupar a nadie.
Por aquella época vivimos unos días felices y aunque yo seguía sin tener un duro, ella se encargaba de que pudiéramos ir al cine, a la playa o tomar algo. También por aquella época, mi otro ángel de la guarda, mi prima María, me sorprendió con algo insólito e inesperado. Por su cuenta y riesgo me había matriculado en la escuela de magisterio. Cuando me lo dijo me quedé de una pieza, pero, mediante sabias palabras me hizo ver que era una salida a mi futuro tan buena como otra cualquiera y más práctica de cara a solucionar mi vida. Yo no había pensado en el magisterio como objetivo, más bien había pensado en la universidad y en una carrera de cinco años, sin embargo me pareció bien, incluso muy bien, pues en tres años podría acceder a un puesto de trabajo digno y la idea de ser maestro tampoco me desagradaba ya que guardaba un grato recuerdo del maestro que tuve en la escuela del pueblo, aunque a veces se hubiera pasado dando palos y orientando nuestra educación en el régimen franquista, y de los profesores que había tenido en el colegio durante el bachillerato. Supongo que también me gustó el hecho de que ya todo estuviera hecho y no me tuviera que preocupar de nada.
Los días anteriores a mi marcha de vacaciones, inútil como me encontraba para el trabajo, los viví gracias a la caridad de mis amigos y cuando ya me pareció que había abusado de su confianza, me metí en el tren una noche de verano y amanecí en Vitoria con el alma cansada y el cuerpo necesitado de comida.
Al verme aparecer por la puerta, recuerdo que mi padre me dijo con cierta preocupación:
- ¿Qué te ha pasado, hijo? Vienes amarillo.
- Será por el viaje que ha sido un poco pesado - mentí yo para no preocuparle más.
Al cabo de unos días de estar en casa se me quedó mirando y me volvió a decir:
- Ya te ha cambiado el color.
Esta vez no respondí nada, pero sabía perfectamente por qué me lo había dicho. A él no le había podido engañar.
- Ponle más de comer de comer a este chiguito, parece que ha venido con hambre - acabó diciendo.
Había sido un año duro y difícil, yo aún seguía contando los años por cursos escolares, pero había conseguido sobrevivir y entre las sombras se acertaba adivinar el principio del camino que había comenzado a buscar después de abandonar la seguridad y la protección de la comunidad.

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