21/10/07

26 entrega y ultima

Con el tiempo, y ante la evidencia de que los estudios de magisterio eran una ampliación del bachillerato exceptuando asignaturas tan específicas como la pedagogía o la psicología, empecé a relajarme y a tomarme las cosas de manera más divertida y en consonancia con lo que era la vida universitaria, y a las largas estancias en el bar, mariposeando de un lado para otro pronto, se unió la pasión desmesurada por el ajedrez con mi colega y amigo Miguel al otro lado de un minúsculo tablero. Horas de pedagogía y otras asignaturas transcurrían entre jaques y mates sin enterarnos del paso del tiempo. Aquellas partidas llegaron a ser centro de interés y de atención de muchos de los compañeros que de vez en cuando preguntaban cómo iban.
Nunca llegué a saber si los profesores se enteraban de lo que al final de la clase se cocía, porque jamás nos cogieron con las manos en la masa, aunque me imagino que si se enteraron, poco les debía importar ya que el ajedrez es un juego tranquilo y nada perturbador del orden.
De los compañeros guardo un recuerdo vago, salvo de los que se movían en la onda, y creo recordar que intentaban pasar desapercibidos y cumplir con su obligación. El movimiento estudiantil, si existía, era prácticamente nulo en la clase y de la noche a la mañana, más por afán de destacar que por que se hiciera justicia, me vi encabezando alguna pequeña revuelta estudiantil contra una profesora empeñada en hacernos la vida difícil y dispuesta a demostrar con hechos que en su clase se hacía lo que ella mandaba. Yo en eso estaba de acuerdo hasta cierto punto y pronto más de uno quiso canalizar sus miedos a suspender tratando de hacer llegar al decano la incipiente protesta y eligiéndome como improvisado cabecilla. Supongo que acepté por satisfacer mi ego, pues ni era líder de nada ni quería serlo. Eran tiempos duros políticamente y resultaba bastante peligroso alterar el orden establecido.
La pequeña aventura me costó una bronca por parte del director de la Escuela acompañada de la amenaza de expulsión, cuando me llamó a solas y en privado a su despacho. Cuando volví a la clase, durante un tiempo fui el centro de atención de muchas miradas que pronto se trocaron en parabienes al conocerse que la visita no había desembocado en nada grave. Aquel pequeño incidente sirvió para que la profesora suavizara su estilo y su aspereza didáctica y a mí, para darme cuenta que no se podía ir por la vida encabezando rebeliones y durante algún tiempo, traté de ser un alumno modelo. Pronto se olvidó todo el asunto y la normalidad volvió a regir los plácidos y monótonos días en la Escuela, que tan solo se veían alterados de vez en cuando por pequeños incidentes, sobre todo de caire monetario y comercial.
Corrían malos tiempos en lo económico y por aquella época no había ninguna campaña de publicidad a la que acudir para reponer los escurridos bolsillos. Sin embargo, aún no sé por qué lo hizo, un profesor me encargó que le vendiera unos cuantos apuntes que había hecho a máquina y fotocopiado. Accedí gustoso entre otras razones porque mi parte en el negocio consistía en que yo los tendría gratis. La venta fue un éxito y de la noche a la mañana me vi con un dinero fácil en el bolsillo, que sin ser mío, estaba en mi poder y como puede más el hambre que nada en este mundo, empecé a gastar con la idea de reponer cuando encontrara algún trabajo. Todo fue bien hasta que el profesor me reclamó el producto de la venta y como pude me salí por la tangente diciéndole que lo tenía a buen recaudo en mi casa. Sin embargo, cada vez que le veía, era una prueba de fuego para mí, pues no me quedaba ni un duro de lo que en buena ley le tenía que haber devuelto. Durante algún tiempo opté por no asistir a clase y así evitar el bochorno de afrontar mi irresponsabilidad. Estaba realmente asustado y dispuesto a hacer cualquier cosa para reponer mi honor y encontrar de nuevo la tranquilidad.
Una noche, en compañía de un amigo, intentamos abrir algunas cabinas telefónicas, pero lo que para otros debía resultar fácil, pues a menudo se encontraban cabinas desvalijadas, para nosotros resultó imposible y eso que íbamos armados de un destornillador y un martillo. Por suerte, no tuvimos que salir por piernas, aunque el botín fue nulo. Estaba visto que no servíamos ni para rateros.
Al final, el asunto del dinero se solucionó de la manera más insospechada y gracias a la luna. Alguien me había hablado de un concurso de poesía que se hacía en la Escuela y que estaba dotado económicamente. Me presenté con una poesía titulada "Oda a la Luna" y aún no sé si porque lo necesitaba o porque la poesía había gustado al jurado, pero obtuve el premio y con ello la posibilidad de reponer mi deuda con el angustiado profesor que ya debía haber perdido las esperanzas de cobrar.
Aquello me devolvió la tranquilidad y de nuevo hizo que mi prestigio ganara algunos enteros, aunque nunca supe aprovecharme de ello o nunca me atreví. Curiosamente, dentro de la escuela, aunque me llevaba bien con todo el mundo, no intenté nunca hacer amistades con las compañeras que a veces te pedían una poesía o te miraban con ojos de lechuza, tenía claro que la muchacha a la que yo amaba por encima de todas era a María Luisa y por nada del mundo iba a serle infiel otra vez, ni en obra ni en pensamiento. Por ello nunca atendí cantos de sirena, ni me preocupé de pensar que pudiera gustar a alguna de las compañeras de la clase.
Seguía viviendo la idea del amor como algo puramente romántico y salvo algún pequeño desliz en forma de masturbaciones vivido en el pasado con mujeres a las que nunca llegué a amar, mi virginidad, si es que se puede hablar así, estaba intacta ya que mi relación con María Luisa era casta y pura y no traspasaba el umbral del beso o la caricia cuando nos encontrábamos en la oscuridad del cine o en alguna plaza solitaria dejando pasar las horas. Por ello, cuando algún fin de semana íbamos a dar una vuelta los amigos del bar al barrio Chino, sobre todo a la calle Robador y a las Tapias, para ver las putas en los bares, me sentía totalmente perdido y con la sensación de estar defraudando a María Luisa. Era como un juego, pues ninguno teníamos dinero para ir con una prostituta, pero se trataba de ir mirando y hacer lo que hacían los demás. Yo nunca me atreví a preguntar cuánto costaba un servicio y si alguna me interpelaba, lo pasaba tan mal que había veces que me volvía a casa lleno de vergüenza y desconcierto.
En una ocasión, uno de mis amigos probó con una y cuando días más tarde volvimos por el barrio para enseñarme con quien había estado, no pude por menos que sentir cierta envidia del valor que había tenido, aunque, cuando me ofreció darme el dinero para que fuera yo, me negué y hasta creo que llegué sentirme ofendido.
De cualquier forma, mi relación con María Luisa seguía adelante contra viento y marea y a pesar de que a veces me daba plantones que duraban tardes enteras de domingo y que yo aguantaba estoicamente, no sé si por masoquismo o por tener una excusa a la hora de pedir justificaciones cuando volvía a verla. Era como un juego en el que el que más a menudo perdía era yo, pero lo hacía, porque estaba convencido que si ella me dejaba, la vida no iba a tener ningún sentido para mí.
Así, mi despertar a la vida seguía anclado en la espiritualidad de un amor más platónico que pasional, pero al que no podía renunciar por nada del mundo y mi compromiso social dependía de los avatares del destino y de las campañas de publicidad que las empresas de productos de limpieza pudieran poner en marcha en unos tiempos en los que los electrodomésticos empezaban a formar parte de la familia como elementos necesarios, aunque fueran comprados a plazos y suponiendo la privación de otras cosas más lúdicas y entretenidas.
Políticamente, era poca o nula la cultura existente y, si como yo se procedía de una educación nacional-catolicista, bastante había con no meterse en líos que pudieran acabar para siempre con el incierto porvenir de uno. Porque, aunque el tiempo lo cura todo y hace olvidar muchas cosas, por aquel entonces, el dictador no daba muestras de envejecer y mucho menos de suavizar sus modales de ordeno y mando y en el país no se movía nadie y los infelices como yo, aún creíamos o no nos importaba creer que los comunistas tenían rabo y eran el diablo en persona, dispuestos a enterrar los valores que con tanto esfuerzo, ardor y valentía habían salvado las fuerzas nacionales después de una cruenta y larga guerra civil.
En la primavera del setenta y uno, María Arroyo ya había mejorado de posición y había abandonado el barrio de la Verneda para irse a vivir a la zona alta de la ciudad, también había cambiado su viejo seiscientos por un coche nuevo y de vez en cuando hacía algún viaje y me invitaba. En uno de esos viajes nos fuimos a Andorra una fría tarde de finales de marzo. Antes de llegar a Puigcerdá se nos hizo de noche y tuvimos serios problemas para encontrar un lugar para dormir. De cualquier forma, el viaje había sido una especie de bautismo político, ya que fue donde por primera vez oí hablar del régimen de manera contraria a lo que estaba acostumbrado. Aquella tarde supe que había muchas personas que no estaban de acuerdo con la política del incombustible general Franco y que existía una corriente, sobre todo en el mundo intelectual, que esperaba ansiosa que la pesadilla de la dictadura se acabase. Fue la primera vez que canté canciones contrarias al sistema y años más tarde, aquellas mismas canciones las recordaría como canciones de lucha y de protesta.
Pasamos la noche en un hotelito muy confortable y al día siguiente nos dispusimos a pasar a Andorra. Sin embargo, al llegar a la frontera con Francia, tuve que darme la vuelta y volver a Puigcerdá, pues no llevaba pasaporte y sin el mencionado documento no se podía pasar al país vecino para después entrar en Andorra por la parte francesa. María y los que nos acompañaban si llevaban pasaporte y pudieron pasar. Yo les esperé dando vueltas por la capital de la Cerdanya y con la pena de no haber podido traspasar la frontera por culpa de un documento.
La espera fue larga y hasta angustiosa, pues en más de un momento llegué a pensar que me había quedado allí solo a unos cuantos kilómetros de Barcelona y sin saber qué podría pasar. Afortunadamente, a la hora prevista pasaron a recogerme y me tuve que conformar con lo que me contaron de lo que habían visto.
Aquella misma Semana Santa, viajé por primera vez a Madrid acompañando a María y tuve ocasión de conocer la capital. El viaje por la carretera nacional y en compañía de unos amigos de María se convirtió en mi confirmación en el ámbito político. Uno de los que viajaban era un muchacho políticamente de izquierdas, aunque aquello estuviera prohibido social y externamente, sin embargo, dentro del coche y con la confianza y la seguridad que daba el grupo, cada uno hablaba y exponía sus teorías sobre lo que necesitaba el país y sobre los abusos del régimen. A mí me daba la impresión que íbamos a la capital a cargarnos al dictador, dada la euforia y la emoción con la que departían mis compañeros de viaje. De vez en cuando, alguna canción de guerra servía para animar la discusión, que en definitiva discurría en una única dirección: todos contra el régimen. Excepto yo, que para no meter la pata, no opinaba, pues tampoco tenía opinión, aunque se me estaban empezando a abrir los ojos y comenzaba a tener claro que lo de los cuarenta años de paz, el glorioso alzamiento y todo lo demás no eran sino propaganda del sistema para seguir subsistiendo a costa de tener a tener al pueblo sumiso y callado por la fuerza. Recuerdo que fue entonces cuando aprendí la canción del gallo negro y el gallo rojo y aunque no entendía su significado, muchas veces me ha venido a la mente y me ha servido para recordar aquellos días y para entender cómo se intentaba luchar contra la dictadura con actos tan ingenuos como cantar una canción que ahora parecería una tontería.
En Madrid descubrí que la gente era más animada y campechana que en Barcelona, aunque, como ciudad me pareció más bonita la capital catalana. Recorrí los lugares más populares y como pasa en todos los lugares del mundo, una vez vistos y admirados, empiezan a formar parte de la memoria y los recuerdos hasta que se vuelven a vivir o siguen ahí en la memoria anquilosados como algo que un momento te perteneció.
Del par de días en Madrid, recuerdo sobre todo a dos personas. Una era la criada gallega que había en la casa en la que nos hospedamos María y yo. La muchacha, que me atendió magistralmente en lo culinario la primera noche que permanecí en aquella casa, pareció interesarse por mi persona y me contó su vida lejos de la familia con pelos y detalles a la vez que me hacía ciertas insinuaciones que yo entonces no llegué a captar o no quise entender. Creo que amparada en el hecho de encontrarnos solos en la casa, pues todos los demás se habían ido, intentó tirarme los tejos y ponerse tierna conmigo. Sin duda mi falta de experiencia o mi fidelidad a prueba de bombas no me dejó ver más allá de que aquella joven intentaba ser amable conmigo por el hecho de ser invitado en la casa y haberme quedado solo con ella. No pasó nada.
La otra persona con la que tuve cierta relación fue el hermano de María, un joven cura que trabajaba en una parroquia del entonces duro barrio de Vallecas y que ya por aquellos años tenía claro que la Iglesia estaba también formada por los pobres y los necesitados. La segunda tarde de mi estancia en Madrid vino a buscarme con su vieja moto tipo vespa y me llevó al cine. La película era de las que se llamaban en aquella época de arte y ensayo: Iván IV el Terrible. Y aunque no entendí nada, acabé teniendo la sensación de que había estado viendo una obra de arte por lo que decía Mariano y trataba de hacerme ver sobre el mensaje de la película del famoso director soviético S. Eisenstein al que años más tarde en la universidad llegaría a admirar y estudiar con verdadero entusiasmo.
De Mariano, con el que me lo pasé muy bien aquella tarde, sobre todo por el paseo que me dio en su moto por las calles de Madrid en plan un tanto alocado y temerario, recuerdo que le conocí en mi infancia, cuando yo aún no había salido del pueblo y el universo de los niños como yo se limitaba a lo que te explicaba el maestro en la escuela, a lo que decían los padres y a lo que te inculcaba el cura. El limitado mundo de aquellos maravillosos años giraba en torno a la fe, la santidad, el pecado y la salvación del alma. Y fue sobre el pecado por lo que yo le recordaba de manera clara e imborrable. Mariano acababa de ser ordenado sacerdote y estaba de visita a la familia y un domingo de finales del verano llegaba a mi casa a estar con mi familia y a hacer su presentación como nuevo sacerdote, algo que en aquella época era muy importante, y a un amigo mío y a mí no se nos había ocurrido otra cosa a la salida del rosario de las cuatro de la tarde que ir a robar fruta a uno de los huertos del pueblo. Una vez hecha la travesura, me invadió un serio problema de conciencia: Estaba convencido que Mariano, el recién ordenado sacerdote, iba a descubrir que yo había estado robando en los huertos. La angustia fue creciendo dentro de mí y llegó un momento en el que me resultó imposible volver a mi casa. No quería que me delatara delante de todos. Esperé hasta la noche para volver. Cuando entré en la casa, lo hice tan acobardado que hasta mis padres se empezaron a preocupar por si me pasaba algo. Con el paso de los minutos y al ver que Mariano no hablaba del robo empecé a sentirme más aliviado y hasta pensé que si lo había descubierto, no quería decir nada y aquello me pareció estupendo. Todavía, y a pesar de las muchas veces que me ha venido a la mente aquella tarde, no sé de dónde había sacado yo la idea de que los sacerdotes adivinaban el pensamiento de los niños. Probablemente había sido el cura del pueblo, Don Isaac, el que en la catequesis había fijado aquella creencia en mi cabeza, en una edad en la que era fácil hacer creer a un niño cualquier cosa mágica o misteriosa.
Después de aquella tarde de cine, no he vuelto a ver a Mariano, pero sé que ha seguido con su lucha desde la iglesia de base y al lado de los más pobres y desheredados, incluso en países de Sudamérica y en momentos en los que la lucha y el trabajo no eran ni fáciles, ni cómodos y menos aún, seguros.
Pasados dos o tres días en Madrid, María me llevó a la estación y allí tomé el tren que me había de subir hasta el norte donde me esperaba una vez más la familia, que como siempre, me recibió con los brazos abiertos y la despensa surtida para que en los pocos días que me quedaban, mi aspecto físico mejorara y el color de mi cara pasara del amarillo al rosa.
En aquella ocasión llevaba una cámara de fotos que me había dejado María (la primera cámara de mi vida), y con ella comenzó mi afición a la fotografía y de paso, empecé a formar el álbum familiar. Era algo que echaba de menos, ya que yo no tengo ninguna fotografía de mi infancia, y la primera en la que me veo, con un grupo de amigos del colegio, se remonta a cuando tenía ya doce o trece años.
Con ella fotografié a mi familia y a partir de entonces he podido seguir la evolución y el paso del tiempo en cada uno de los míos y con ello retener momentos de la vida ayudando a la memoria a fijar más fácilmente esos segundos de mi historia personal. La fotografía siempre me ha parecido algo mágico y a la vez, intransigente. Retazos y momentos que si no hubiera sido por ella hubieran desaparecido para siempre de la memoria, aunque a veces volver la vista y retomar el tiempo capturado en una imagen produzca una cierta angustia al comprobar como el paso del tiempo no perdona en eso tan valorado hoy en día como la juventud y la presencia física, dentro de los cánones actuales de la belleza. Sin embargo, sirve también para evocar la vida, la alegría, los buenos momentos, la presencia de un ser querido, aunque haya desaparecido y en definitiva, para revivir la memoria, que una vez pasado el tiempo, es lo único que nos queda a los humanos.
De vuelta a Barcelona para acabar el último trimestre de aquel primer curso de magisterio, aún me tocaron de vivir momentos de penuria y preocupación, sobre todo en lo tocante a mi situación laboral y económica. A tal grado había llegado mi descalabro económico que tuve que aceptar algo de lo que si bien no me he arrepentido nunca, tampoco me ha parecido lo más edificante de mis actos. Se trataba de sustraer vales de publicidad para poder comercializarlos fuera de los circuitos habituales. Alguien, un conocido, me había sugerido la manera de ganar unas pesetas extras. La trampa consistía en no repartir en todos los buzones los mencionados vales e irlos guardando. Una vez acabada la jornada, el material sustraído se hacía llegar al intermediario que negociaba con ello y obtenía pingües beneficios. Sin embargo, los que en realidad hacíamos el trabajo duro, sucio y peligroso, pues en cualquier momento podíamos ser pescados, recibíamos unos céntimos por vale que cobrábamos cuando el intermediario quería y que en más de una ocasión no llegábamos a cobrar nunca.
Eran momentos difíciles y las pequeñas cantidades suplementarias que se podían obtener con la sustracción de algunos vales de publicidad comercial no servían para cubrir ni las más mínimas de las necesidades y eran más de uno los días en los que había que ir a la cama sin comer o con el estómago a medio llenar, sobre todo en los fines de semana en los que no funcionaba el comedor universitario del SEU. Más de una noche, mi amigo y compañero de habitación y yo nos tuvimos que contentar con un racimo de uvas y pedazo de pan en la soledad de la habitación y sin que se diera cuenta la patrona que a buen seguro nos hubiera preparado un buen sarao en forma de bronca. Aquellos momentos en los que en pleno siglo veinte rememorábamos a Lazarillo y al ciego sin definir quien era uno u otro mientras íbamos cogiendo granos de uva de un racimo que probablemente había costado unas pocas pesetas y alguna vez había sido regalado forman parte de la historia y de las penurias que en los últimos años del franquismo se vivían en este país, a pesar de la mejora económica, en los sectores estudiantiles. Cada grano de uva comido en buena armonía y complicidad con la penuria y las ganas de subsistir eran como un cántico a la vida y una muestra de la capacidad de subsistencia de la raza humana en los momentos difíciles y en los que faltaba lo imprescindible, pero no las ganas de salir adelante y de sobrevivir, mientras al lado se tuviera a alguien con quien compartir esos momentos pasajeros de miseria, hacían que se produjera el milagro de llegar a un nuevo día con la esperanza de que el sol iba a salir para todos y las oportunidades iban a llover del cielo como si fueran el maná de los hebreos en su larga travesía del desierto.
Eran tiempos difíciles y había que recurrir a cualquier solución, por eso el racimo de uvas y la barra de pan se constituían en delicioso manjar y sólido alimento al menos en vitaminas y algún hidrato de carbono. Aunque en aquellos días, poca preocupación había por la dieta y aún menos por mantener un tipo de figurín, no hacía ninguna falta ya que la vida misma te lo proporcionaba sin pretenderlo.
Desde finales de mayo y todo el mes de junio, las campañas de publicidad ya no eran la solución pues por alguna razón que desconozco ya no se hacían y hube de recurrir al trabajo nocturno, que cuando había suerte surgía en el mercado del Borne, descargando caminos que llegaban a Barcelona repletos de alimentos que la ciudad necesitaba y no podía producir. El trabajo en el gran mercado central funcionaba como una especie de mafia o sindicato de los de las películas americanas en los muelles de Nueva York. Un tal San Pedro, que de santo no tenía nada y al que supongo llamaban así por las barbas de figura del renacimiento, era el encargado de repartir la faena y lo hacía siguiendo criterios muy particulares, ya que primero eran los habituales y si quedaba algo tenían su oportunidad los que como yo aparecían esporádicamente por el viejo mercado barcelonés.
El trabajo, cuando se conseguía, era duro y agotador, pues cientos de cajas pasaban de los camiones a las pilas del bello recinto modernista, y cuando acababa la jornada y ya las luces del alba estaban próximas, el cuerpo sudoroso había recibido tal paliza que quedaba uno para el arrastre, como se dice vulgarmente.
Lo del trabajo algunas contadas noches en el mercado, no fue la solución, pero sirvió para seguir vivo el mes de junio, mes en el que el comedor universitario ya dejaba de funcionar y había que buscarse la vida a base de bocadillos o bares de comidas caseras que siempre eran bastante más caros de lo que uno estaba acostumbrado.
Una vez acabadas las clases, que me habían ido muy bien pues había aprobado todo, me apunté a hacer los campamentos de la OJE. Era un requisito previo para obtener el título de maestro y como la posibilidad de hacerlos durante la carrera era opcional escogí el primer turno entre otras razones, para que durante quince días me dieran de comer y no tuviera que preocuparme de cómo alimentar mi cuerpo.
Una mañana luminosa del mes de julio nos reunieron a los que nos habíamos apuntado en aquel primer turno, todos hombres, y nos metieron en unos autocares para llevarnos de campamento. Yo había oído hablar de la OJE a algunos compañeros en el colegio, pero no sabía muy bien de qué iba la cosa, por eso mi actitud era un tanto o expectante mientras no tuviera conciencia de la nueva experiencia y tomara contacto con la realidad.
Nos descargaron en un bonito valle cerca de un pueblo llamado San Quirico de Safaja y después de caminar unos cientos de metros ante nuestros ojos se abrió una explanada inmensa llena de tiendas de campaña alrededor. A la entrada del campamento, un letrero decía: "Campamento Jaime Balmes".
Nos instalamos en las tiendas de lona gris a nuestro aire y yo lo hice con algunos conocidos de la clase. Aquello funcionaba siguiendo un poco el régimen militar pero sin armas. Estábamos distribuidos por escuadras, creo recordar, y teníamos una serie de obligaciones como hacer guardia a la puerta de entrada y en algún punto más del campamento. También se izaba y arriaba bandera, la cual estaba en un mástil muy alto en medio del campamento y de vez en cuando había que formar militarmente o parecido para cantar o recibir alguna de las consignas que habían de guiar nuestros actos a lo largo del día.
La vida en el campamento no estaba tan mal como a primera vista hubiera podido parecer. A lo largo del día se hacían un montón de cosas que teóricamente podían sernos útiles en nuestro trabajo más adelante. También recibíamos la consiguiente ración de ideología a cargo de un señor que se tomaba muy en serio lo de inculcarnos las bondades del régimen y los logros del glorioso alzamiento nacional, aunque la mayoría de nosotros pasábamos de ideología ya que habíamos ido allí a pasarlo lo mejor posible.
Entre el montón de activadas que estaban programadas yo me apunté a tres: Salvamento y socorrismo, Jefe de acampada y Nudos.
La de salvamento y socorrismo, con la idea de que pudiera aprender a salvar a alguien en caso de peligro. Sin embargo, el cursillo se limitó a aspectos teóricos y métodos de reanimación en caso de ahogamiento, pero en ningún momento llegamos a hacer prácticas con maniquíes o algo parecido que era lo que a mí me entusiasmaba. No obstante, aprendí lo suficiente en el ámbito teórico como para atreverme en caso de necesidad a echar una mano a quien lo hubiera necesitado. El cursillo de acampada resultó ser más práctico y entretenido y lo que en él me enseñaron si que lo he tenido en cuenta cuando he salido al campo con la tienda de campaña. Sobre el cursillo de nudos, del cual también me dieron el pertinente diploma que acreditaba mi destreza, solo me acuerdo del nudo del ahorcado, ese que tan a menudo sale en las películas del oeste americano.
Por lo demás, sin duda, lo más interesante eran los ratos libres que solíamos utilizar para ir al pueblo a hacer vida de normal e intentar ligar a alguna moza del lugar. Cosa que por otra parte no conseguíamos, supongo que porque las muchachas ya debían estar escamadas de las bandadas de crápulas que cada cierto tiempo aterrizaban por el pueblo, pero intentarlo tenía su encanto y su morbo. También resultaba interesante el fin de semana en el que te dejaban libertad para volver a tu casa o pasar el día dando vueltas por los pueblos de los alrededores.. El primero, volví a Barcelona y se lo dediqué a María Luisa. Aprovechamos para ir a la playa y reencontrarnos una vez más, sin embargo, ante mi sorpresa, el estar a su lado no me producía las mismas vibraciones y emociones que en otras ocasiones y era como si la proximidad de su cuerpo en vez de excitarme y ponerme tierno y romántico tuviera el efecto contrario. Volví muy preocupado y bastante confuso al campamento. En realidad no había pasado nada para que mi actitud hacia ella cambiara en unos días. Finalmente obtuve la respuesta a mi angustiosa situación. Uno de los compañeros de tienda me comentó que nos estaban metiendo tales cantidades de bromuro en la comida que no había forma de que se empinara ni aunque se pusiera delante la mismísima M. Monroe exhibiendo sus encantos naturales. Aquello me hizo mucha gracia, pues desconocía tal práctica, pero pronto fue del dominio general y sirvió para bromas y otras gracias. Reconozco que en mi caso me sirvió para quitarme un peso de encima. Lo que ya no entendí muy bien era que aquello lo hicieran para evitar posibles casos de homosexualidad entre nosotros.
En otra de las salidas de fin de semana nos fuimos a comer a uno pueblo cercano, huyendo un poco de la ración de bromuro, y finalmente recalamos en el casino del pueblo. El encargado del bar se prestó a prepararnos una comida generosa, pero la cosa resultó bastante diferente a lo estipulado y ni la comida fue generosa ni el precio ajustado. Ante semejante abuso decidamos negarnos a pagar si el aprovechado restaurador no entraba en razón. EL asunto se fue complicando y ni él bajaba del burro, ni nosotros estábamos dispuestos a claudicar. La aparición de la guardia civil, a la cual nosotros no habíamos llamado, intentó poner paz en el contencioso después de oír a las partes. Curiosamente, la Benemérita no tiró por la derecha y la emprendió a porrazos con nosotros, cosa que hubiera sido por otra parte de esperar y con consecuencias nefastas, sino que entendió que el precio demandado era exagerado y así se lo hizo ver al señor del bar. A regañadientes aceptó bajarlo sustancialmente y nosotros ya no tuvimos ningún inconveniente en pagar.
Tan satisfechos habíamos quedado con la solución que decidimos invitar a los agentes a tomar algo, pero ellos, con buen criterio, declinaron la invitación y nos recomendaron que lo mejor era no liar más la troca ni provocar al encargado del bar que estaba que echaba fuego por la boca. Sin hacer mucho ruido y siguiendo el consejo de los agentes del orden abandonamos el pueblo más contentos que unas pascuas por no habernos dejado engañar ni avasallar por el avaro restaurador. Aquel día llegué a pensar que algo estaba empezando a cambiar en el régimen cuando la guardia civil había sido tan comedida y justa con unos muchachos que a nadie le importaban un pito en el pueblo.
De aquella experiencia al aire libre, sin duda, el recuerdo más emocionante fue la excursión y visita a San Miquel del Fai. Aquel día habíamos madrugado y hacía un día espléndido y lleno de sol. Había que caminar unos kilómetros hasta el lugar, pero no fueron obstáculo después de varios días de entrenamiento y vida en contacto con la naturaleza. La visión del lugar resultó para mí algo impactante y sobrecogedora. Parecía el valle perdido, uno de esos lugares que a veces se ven en las películas. Era como un refugio natural lejos de todo ruido y contaminación, donde la vida había sido en una época posible y seguramente muy especial. Presidiendo la profunda garganta el majestuoso monasterio que en su día había estado habitado por monjes, con su hostería y su capilla cavada en la piedra. Abajo, en el fondo, el río que se formaba allí mismo con el agua de las cascadas que caían desde lo alto de la montaña. A ambos lados del valle, una exuberante vegetación en las laderas que en otra hora habían sido tierras de cultivo en pequeñas terrazas cuando los monjes las labraban.
Tanta belleza natural me dejó maravillado y lo disfruté como nunca llenando la mirada y la mente de imágenes que nunca se han llegado a borrar.
No había normas ni consignas de grupo y cada uno podía hacer lo que quisiera e ir a donde le apeteciera dentro del contorno, así que opté por darme un baño en la piscina para refrescarme de la caminata y después me dediqué a recorrer el lugar encantándome con cada rincón que iba descubriendo. Finalmente decidí bajar al fondo del valle donde el río corría vivo y juguetón entre las piedras. Lo hice por la parte de las terrazas en las que años atrás, los monjes habían cuidado con el esmero de las vides que después les darían el vino que sin duda les ayudaba a sobrevivir o al menos a llevar la vida con más alegría de ánimo.
Iba solo descubriendo rincones. Cuando llegué al fondo de la garganta me dirigí hacía un recodo del río que había visto desde arriba y donde el agua formaba un pozo en que bañarse tranquilamente. Pensaba que no había nadie pues ya era la parte final del valle, pero para mi sorpresa en sus aguas arremansadas y cristalinas se bañaba una sirena. Me quedé mirándola con la boca abierto y los ojos a punto de salírseme de las órbitas. Ella me sonrió y me dijo:
- Está muy buena, puedes meterte.
No era una sirena, era una muchacha de ojos grandes y luminosos, con una sonrisa en su cara de terciopelo que parecía un ángel.
- ¿No está fría? - pregunté de manera natural.
- No, en absoluto, parece como si en este remanso el sol la calentara.
Me metí y comencé a nadar azorado intentando aparentar normalidad, pero la presencia y la proximidad de la muchacha hacían que la mirara como si fuera un espejo o tuviera algún tipo de imán o atracción. A veces, nadábamos tan cerca el uno del otro que nuestros cuerpos llegaban a tocarse y aquello, pienso que creo un estado de confianza, porque ella empezó a hacerme aguadillas como si quisiera jugar o iniciar algún tipo de relación o contacto. Sin darnos cuenta o voluntariamente, acabamos enlazados en medio del agua en un abrazo húmedo, uniendo nuestros labios y dejando que la pasión se esparciera por el agua del pozo tranquilo como si fuera el elixir del amor. En plena efervescencia idílica ella se separó y fue a sentarse sobre una piedra redonda que parecía el pedestal para una sirena. Se me quedó mirando con ojos tristes y llenos de humedad. Por su piel se deslizaban gotas transparentes de agua como si fueran perlas de cristal. Sus pechos aún se movían al compás de la respiración agitada, excitados y erguidos como dos grandes limones bajo el bañador azul marino. En sus labios temblaba la emoción del momento reciente y brillaba la caricia de mis besos. Yo la miraba en silencio desde dentro del agua con ojos de esperanza, con la ilusión de que no fuera un sueño y con una enorme excitación, a pesar del bromuro. La deseaba, me había trastocado su sonrisa y su hermosa juventud. Me había seducido y estaba a punto de enloquecer de amor. Era tan bella que cerré los ojos para abrirlos y cerciorarme de que no era una alucinación. Cuando los abrí, había desaparecido. La roca donde hacía unos segundos se sentaba como una sirena misteriosa estaba vacía y en el lugar donde había estado sentada, aún quedaba la humedad del agua. Miré a un lado y a otro, pensando que me estaba gastando una broma, pero mi búsqueda anhelante resultó infructuosa, había desaparecido. Salí del agua con la idea de ir tras ella. Seguí río abajo hasta un sendero que se abría justo a la orilla del cauce. Anduve y anduve sin encontrar a nadie. Ya no se oían voces ni ruidos por lo que decidí volver al lugar donde la había visto por última vez. No había nadie, pero sobre la roca donde había estado sentada había un pañuelo de seda de color azul claro y unas flores amarillas. Lo acerqué a mi nariz y el olor me remitió a ella. La había tenido tan cerca que me había impregnado de su aroma a vida, tierra y fuego.
No la volví a ver nunca más, pero el recuerdo que me dejó aún lo conservo y en más de una ocasión su imagen se me ha reproducido y la recuerdo como algo celestial que una mañana de finales de julio pasó por mi vida como una ráfaga de viento que estuvo a punto de enloquecerme. Y no creo que fuera un sueño o el producto de una insolación, aunque bien pudiera haber sido en un lugar tan mágico como el de San Miquel del Fai.
La vuelta al campamento fue para mí el retorno a la vulgaridad. Después de la experiencia vivida, todo me parecía una tontería. Incluso llegué a pensar que junto a María Luisa nunca había sentido aquel fuego recorriéndome el cuerpo. Más tarde, ya más tranquilo, le pedí perdón en silencio, pues por segunda vez le había sido infiel.
Con la entrega de diplomas y las últimas recomendaciones acabó aquella estancia que, a pesar de la ideología, el bromuro y algunas actitudes militaristas, había sido interesante y me había aliviado durante quince días de mis problemas reales, que no eran otros que los de la dura y diaria subsistencia. Me hubiera quedado a gusto allí para no tener que enfrentarme a la cruda realidad. Mis reservas económicas estaban por los suelos y no tenía ni para comprar un billete de tren que me llevara junto a mi familia.
Siempre se ha dicho que las desgracias nunca vienen solas y es un dicho tan cierto como que cada día sale el sol. De vuelta en Barcelona aún tuve que sufrir un nuevo revés que ya colmó mi paciencia y me hizo tirar por la derecha. Recién llegado del campamento tuve una pequeña discusión con la patrona, que no me tenía buena ley y era una metomentodo. De cualquier forma, del altercado salí perdiendo ya que me dio un par de días para abandonar la pensión. Sin saber qué hacer y sin medios para salir del paso no tuve más remedio que perdirle a mi compañero Pepe que me dejara quinientas pesetas para comprar un billete de tren y que por suerte pudo prestarme.
Llegado el día, la inflexible patrona, de la que guardo un mal recuerdo y cuyo trato conmigo fue de lo más inhumano, me puso de patitas en la calle con mis cuatro libros, mi guitarra y una destartalada maleta donde guardaba la poca ropa que tenía. Como pude le hice ver a la portera cual era mi situación y accedió a dejarme guardar las cosas en su casa.
Compré un billete en el que gasté hasta el último céntimo y deambulé por Barcelona hasta la noche intentando olvidar que no había comido desde el día anterior. Y acarreando la maleta, la guitarra y mis libros de texto, atravesé media ciudad, me fui andando hasta la estación de Francia y esperé a que el tren saliera y me llevara lo antes posible junto a mi familia.
Cuando llegué a la casa de mis padres y pude tomar un vaso de leche y comer, pensé, sin comentarlo con nadie, que pasar hambre era algo muy duro y desolador. Tanto que no me importaba abandonar a la persona que más quería en el mundo para volver al lado de las personas que más se preocupaban por mí y que por suerte, siempre me esperaban con los brazos abiertos y me daban la libertad de elegir mi forma de vida.
Agustín Villegas

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