23/3/07

25 ª Entrega

Durante el verano del setenta, mi vida transcurrió apacible y tranquila. Una existencia entre el dejarme querer y el quiero, pero no puedo. Tan solo ya avanzado el mes de julio traté de buscar un trabajo que me sacara de mi atontamiento y me proporcionara algún beneficio, pues empezaba a tener la sensación de que explotaba a mi familia. El trabajo no era ninguna ganga, pero me sirvió para descubrir algunos parajes y paisajes del País Vasco que encerraban una belleza y un encanto inigualables. La empresa se dedicaba a hacer pistas en el monte para extraer la madera de los pinos, abundante fuente de riqueza en la zona.
El lugar se encontraba en un monte cerca del pantano de Villarreal que miraba apaciblemente hacia el recóndito y profundo valle de Aramayona. Un lugar para conocer y disfrutar donde las montañas que dibujan la uve del valle están tan juntas que parece que vayan a darse la mano. El trabajo no resultaba complicado, pues consistía en arreglar trozos que las máquinas no podían hacer, pero las horas se hacían interminables en medio de aquella soledad y silencio.
Pronto me acostumbré a la soledad, y aunque no hablaba con nadie o casi nadie hasta la hora de la comida, aquel reencuentro con la naturaleza me ayudó a valorar muchas cosas y plantearme el futuro de una manera más seria. No me podía pasar la vida dependiendo de los demás y a la espera de que alguien viniera a ofrecerme la oportunidad de mi vida.
Aquel trabajo me sirvió para conocer un poco a los vascos. Después de seis años en un colegio en un pueblo de lo más vasco, no había aprendido nada de aquella gente, tan solo sabía que algunos caseros hablaban el euskera, una lengua muy antigua de la que apenas entendía cuatro palabras. Sin embargo, aquellos días de trabajo en el monte de la Cruceta me sirvieron para conocerlos un poco mejor y llegar a la conclusión de que eran diferentes e introvertidos y resultaba difícil entrar en su mundo si no eras uno de ellos o ellos no decidían admitirte en el clan, cosa que por otra parte me resultó absolutamente imposible. Mi relación con los empleados y los jefes se limitaba a hacer lo que me mandaban y a esperar que en alguna ocasión me preguntaran quién era, qué hacía o por qué estaba allí tirando de pico y pala. A nadie le interesó y a nadie le expliqué mi vida. Creo que en el poco tiempo que permanecí en la empresa, ni tan siquiera me preguntaron cómo me llamaba y no sé si llegaría a cruzar más de cuatro palabras seguidas con alguno de los miembros del grupo. Realmente fue una experiencia que en el aspecto humano me sirvió para nada y en el económico, para ganar cuatro duros y no seguir explotando a mi familia.
A veces, cuando vuelvo por aquellas tierras, paso por la carretera de la Cruceta para volver a Vitoria y contemplo el lugar sin demasiada emoción, pero sin olvidarme que allí pasé unos días de mi vida y tan solo la fuente donde comía algunos días el bocadillo que mi madre me preparaba me trae algún recuerdo entrañable.
El día que se acabó el camino, se acabó el trabajo y volví de nuevo a la inactividad, aunque en vísperas de las fiestas de la Virgen Blanca no me pareció tan mala situación.
A finales de Agosto, volví a Barcelona y me instalé en una nueva pensión. En esta ocasión con mi amigo Pepe, en casa de una viuda bastante más metomentodo y desagradable que la señora María a la que tuve que dejar para no pagar los dos meses de alquiler del verano, cosa que por otra parte me hubiera resultado imposible.
Allí compartía habitación con mi amigo y pensión con un muchacho gallego del que recuerdo tan solo que trabajaba en una fundición y los ratos libres se los pasaba haciendo quinielas de fútbol y probando combinaciones que le hicieran rico algún día. No sé si lo habrá conseguido, pero por intentarlo seguro que bien se lo merecía.
La nueva casa se encontraba en el mismo barrio y muy cerca de los comedores del SEU por lo que el cambio no había significado ningún descalabro. Además, el bar de encuentro pronto se convirtió en una especie de club social y en el lugar en la pasábamos las horas muertas un variopinto grupo de estudiantes que con el paso del tiempo acabamos haciéndonos como de la familia.
Tal era el potencial humano que allí nos dábamos cita que el hijo del dueño del bar, el Enric, decidió montar un equipo de fútbol federado y rememorando los años en el colegio pasé a formar parte del mismo. El equipo se llamaba el Rayo Provenza. Solíamos jugar los domingos por la mañana y cuando lo hacíamos en casa, jugábamos en un campo de la Federación Catalana que estaba ubicado en unos terrenos de San Adrián del Besos. El equipo estaba formado principalmente por estudiantes y aunque no había demasiada conjunción, no lo hacíamos del todo mal, pues el que más y el que menos había jugado en el colegio y tenía alguna idea aunque fuera a título individual. A veces costaba un poco reunir a once jugadores, sobre todo si la noche del sábado había sido movida.
Mi situación amorosa perduraba más por el interés que yo ponía que por las ganas que le echaba María Luisa, que sin embargo me seguía aceptando y hasta queriendo, más por costumbre que por pasión. Había llegado a la conclusión que éramos una pareja de la que solo tiraba yo, pero no podía hacer otra cosa ya que en mi ignorancia o en mi romántica idea del amor, pensaba que ella era la única mujer a la que podría amar. Nos solíamos ver a ratos perdidos y nuestra relación se había convertido más en una relación telefónica, pues cualquier hora me parecía buena para llamarle por teléfono. Sin embargo cuando nos veíamos, aunque yo intentaba pasar del beso amistoso y tierno, a ella le faltaba emoción y le sobraba compostura y buenos modales, aunque por mi falta de experiencia, yo entendía como normal su comportamiento tan formal en el buen sentido de la palabra.
Con el paso del tiempo, me di cuenta que lo que le retenía y le hacía ser tan comedida en su relación conmigo, era debido al poco porvenir que veía en nuestra relación, sobre todo por las pocas o nulas expectativas de futuro que yo le podía ofrecer en forma de seguridad y aunque lo intuía, me negaba a pensar que el amor se había de sustentar en la seguridad económica y en la idea de un porvenir resuelto. Seguía pensando que el amor era mirarse a los ojos y adivinar lo que ella estaba pensando, seguía creyendo que el amor era estar imaginando en todo momento que ella también estaba pensando en mí en el mismo segundo de la vida, seguía soñando que el amor era repetir una mil veces las mismas palabras bonitas.
La actividad laboral pronto iba a convertirse en mi principal problema existencial. Pensando en el curso que estaba a punto de empezar creí que lo mejor era buscar algo que me ocupara nada más las mañanas, ya que el horario de clase que había elegido era el de tarde. Sin embargo, por más que miré y busqué no encontré nada que me fuera bien ni de mañana, ni de tarde, ni para todo el día. Al final acabé en precario mundo del reparto de propaganda por los buzones que por aquellos años empezaba a entrar con fuerza en nuestra cada vez más consumista sociedad. Básicamente la oferta se la repartían detergentes para lavar la ropa, los jabones y algún tipo de champú que quería introducirse en los hábitos consumistas de las amas de casa. Nombres de marcas que en la actualidad han desaparecido, pero que en la época causaron auténtico furor gracias también a la publicidad televisiva que solía reforzar desde la pequeña pantalla la llegada de los mágicos productos. Eran vales de descuento que no solían ascender a más de cinco pesetas, que el vendedor te descontaba a la hora de comprar el producto en cuestión.
El trabajo consistía en repartir buzón por buzón y casa por casa uno de aquellos papelitos y anotar la cantidad que en cada vivienda se habían regalado tan generosamente. Así, comencé a recorrer las ciudades y pueblos más importantes de la provincia de Barcelona y con ello a conocerlos y darme cuenta de la cantidad de personas que en ellos vivían.
La jornada laboral comenzaba a las ocho de la mañana en algún almacén ruinoso de la zona industrial de Pueblonuevo. Se hacían los equipos, normalmente de cinco personas de los que uno era el jefe y el conductor, pues era el que ponía el coche. Al llegar a la ciudad o pueblo que tocaba, comenzaba la peregrinación hasta dejar la zona batida o el pueblo lleno de regalos de tres o cinco pesetas. Si había suerte y tocaba una zona de bloques altos y masificados, el trabajo resultaba más entretenido ya que se veía como iba disminuyendo el montón de papeles, pero cuando eran casas unifamiliares, todo era más lento y aburrido, con el agravante de que en muchas viviendas había que llamar para dejar el regalito que muchas veces era recibido de malas maneras pues el pequeño ahorro no compensaba las molestias.
Fue entonces cuando descubrí la miseria y la precariedad en la que vivía mucha gente de las ciudades industriales y de los que más tarde se dieron en llamar el cinturón rojo de Barcelona. Había barrios en los que las condiciones eran tercermundistas y donde las viviendas parecían más chabolas que casas diseñadas para albergar personas. Faltaban infraestructuras y sobraban edificaciones que habían crecido sin control ni orden, como las setas.
Recuerdo que fue en uno de esos barrios dejados de la mano de Dios y de las administraciones donde viendo corretear a los niños en el patio de un colegio me dije que algún día yo sería maestro de niños parecidos a aquellos. Todavía no habían empezado las clases en la Normal de Magisterio, pero ya quedaba poco y al ver toda aquella multitud de pequeños corriendo alegremente, me emocioné pensando que algún día yo iba a guiar en parte sus destinos por unos años.
El trabajo de repartir publicidad, aunque esclavo y mal pagado, se había de hacer con seriedad y eficacia ya que de vez en cuando pasaban una especie de inspectores controlando si se había hecho bien e incluso preguntando por las casas si las señoras habían recibido el obsequio en forma de papelito. A mí me parecía ridículo que por tan escasa cantidad se tomaran tantas molestias, pero eran las nuevas técnicas de entrar en el mercado y yo tan solo era un simple empleado que servía a sus intereses por doscientas cincuenta pesetas al día.
Era evidentemente que con sueldos como el que recibíamos, no nos podíamos permitir el lujo de ir de restaurante y a la hora de comer, la solución más socorrida era la del bocadillo y la botella de cerveza. Solo había que comprar el pan en la panadería y lo que podía ir dentro, en alguna tienda. Mi bocadillo favorito empezó a ser el de mejillones en conserva y durante todo aquel año en que por suerte o por desgracia hice varias campañas me sirvió de sustento para seguir vivo, aunque por las noches siempre tenía la alternativa de los comedores del SEU donde se comía algo caliente y bastante más abundante y variado que el sencillo bocadillo.
Las campañas solían durar de dos a tres semanas y cuando acababan no había ni paro ni finiquito, pues tampoco existía contrato laboral. Siempre quedaba el consuelo de que a la próxima te volvieran a llamar si no habías hecho algo que fuera en contra de los intereses de la empresa.
Por fin empezaron las clases y para mí fue como volver al colegio después de las vacaciones de verano. No conocía a nadie, pero pronto me hice un sitio entre los compañeros y aunque no fuera el más atrevido y sabio de la clase, pues nunca me ha gustado destacar en ese aspecto por mi natural timidez, tenía un cierto carisma que me hacía relacionarme con la mayoría de los compañeros. Sin embargo, pronto elegí el que había de ser mi amigo por encima de cualquier otro u otra. Se llamaba Miguel y era un muchacho de extracción humilde como yo que vivía con sus padres en un piso de alquiler en uno de las ciudades más deprimidas y pobladas del cinturón de Barcelona. También, como yo había estado estudiando en un colegio de frailes y como yo, buscaba una oportunidad y una forma de ganarse la vida honradamente. Como se dice vulgarmente, nos habíamos juntado el hambre con las ganas de comer y en más de una ocasión tuvimos que compartir una cerveza porque no llegaba para dos.
No tardé en hacerme con la dinámica del curso y aunque algunas asignaturas y profesores me atraían poco, procuraba no perder comba, pues tampoco se trataba de dejar pasar el tiempo como si uno tuviera todo el del mundo. Normalmente, me servía con escuchar lo que explicaban los profesores en clase y mal lo hubiera tenido de no haber sido así y no haber contado con mi capacidad retentiva y memorística, ya que estudiar o trabajar en las pensiones en las que solíamos vivir los estudiantes en aquellos años siempre chocaba con la cerrado oposición de las amas que veían en el quehacer un consumo exagerado de luz que no estaban dispuestas a pagar.

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