8/2/07

4ª Entrega

La primera comida en grupo la hicimos en un bar de mala muerte de barrio de Horta. Alguien se había encargado de buscarlo, como solución, mientras encontraban un lugar estable para vivir y un servicio para atender a tanto personal: íbamos a ser unos dieciocho o veinte los miembros de la nueva comunidad. Era una mesa larga y tendida en la que había un servicio ya preparado que recordaba los del comedor del colegio. La comida de menú era la misma para todos y después de una mañana dando vueltas por la ciudad no la hicimos ningún asco y creo que rebañamos hasta los platos. Después de acabar nuestra primera comida comunitaria, cada uno se fue por un lado ya que no había órdenes concretas y los más jóvenes nos fuimos de nuevo a la parroquia a pasar la tarde. A falta de algo mejor que hacer y dado que el hambre apretaba, a la hora de merendar la emprendimos con las uvas de una parra que había en un pequeño patio de la casa. Todavía no estaban maduras del todo, pero a mí me supieron a gloria bendita. Todo había ido bien hasta que la señora que atendía la cocina y el servicio de la parroquia nos cogió con las manos en la masa o, más exactamente, en las uvas y nos abroncó de modo y manera que nos acabarían sentando mal de una otra forma.
La mañana siguiente se presentó activa. De golpe a todos nos había entrado un irrefrenable deseo de buscar trabajo y nos pusimos manos a la obra. El diario La Vanguardia era el líder en anuncios por palabras y por supuesto en anuncios de trabajo. Alguien iba cantando los anuncios y los demás tomábamos nota de la dirección en la medida de las posibilidades de asequibilidad que tenía. No sabíamos hacer nada laboralmente hablando y de lo único que disponíamos era de nuestra juventud, un bagaje cultural más o menos alto y mucha ilusión. José, Juanjo y yo nos decidimos por empezar de vendedores de fascículos de una enciclopedia a domicilio y de nuevo volvimos a recorrer la ciudad hasta dar con las oficinas de la empresa que se encontraban en la otra punta como suele pasar siempre o casi siempre.
Iba a ser nuestra primera entrevista de trabajo y el hecho de ser tres los que habíamos acudido juntos al anuncio nos daba más tranquilidad. Si hubiera ido yo solo, a buen seguro que no me hubiera atrevido a entrar, pero yendo en grupo, la vergüenza que aquellos momentos me embargaba la compartía con mis compañeros y era más llevadera. Yo no había vendido un libro en mi vida y, aunque aparentemente parecía fácil, pensaba que la gente no iba a ser tan tonta de no saber comprar un libro o un fascículo cuando le diera la gana. A pesar de todo, incluso de nuestra falta de experiencia, nos contrataron a los tres y así fue como nos encontramos con nuestro primer trabajo. Eso sí, ganaríamos según ventas, y de sueldo fijo, nada de nada. Para celebrarlo decidimos entrar en un bar a comer un bocadillo de chorizo, pues aún disponíamos de algo de dinero propio. Fue la primera vez que comí un bocadillo con el pan restregado de tomate y si no hubiera sido por el hambre, creo que lo hubiera dejado, pero conseguí acabarlo, aunque la sensación del sabor del tomate no me gustó y tardé algunos meses en volver a probarlo.
Cuando volvimos a la comunidad comunicamos la buena nueva, pero a nadie pareció impresionarle que hubiéramos encontrado trabajo. Mientras tanto seguíamos amontonados en el piso y por supuesto, comiendo y cenando en el bar restaurante el menú pactado con el dueño que a duras penas llegaba a saciar nuestras necesidades o al menos las mías y no me consideraba ningún tragón.
La experiencia laboral fue un desastre y prácticamente acabó antes de comenzar. Había durado una mañana y se limitó a aprender en compañía de un experto las técnicas de venta puerta por puerta. A José y a mí, nos había tocado el mismo barrio. Un barrio de reciente construcción con bloques de pisos amontonados unos al lado de los otros en los que se cobijaban familias numerosas de inmigrantes. Las calles subían montaña arriba y en la mayoría de ellas no había ascensor. Pronto me di cuenta que lo que menos les preocupaba a aquella gente eran los contenidos culturales del fascículo que llevaba por título "Monitor" y las excusas para no comprarlo eran de todo tipo, pero la más socorrida era la de los problemas económicos o la falta de interés por la cultura que le iba a proporcionar el conjunto de fascículos que más tarde se convertirían en una grandiosa enciclopedia. Una tras otra las puertas se iban cerrando ante nuestras narices sin concretar ninguna venta. El muchacho al que acompañaba no desesperaba y de vez en cuando me decía:
- En este barrio no se vende un fascículo ni regalándolo. La gente se las ve y se las desea para salir adelante y lo que menos les importa es tener una enciclopedia en casa. Pero tú no te desanimes que ya vendrán barrios mejores.
Yo no decía nada, pues estaba allí para aprender, pero veía, muy a mi pesar, que aquello si tenía algún porvenir debía de ser cuestión de suerte o a largo plazo. A media mañana paramos para tomar una caña que pagué creyéndome en la obligación de hacerlo por lo que estaba aprendiendo. A cambio de la invitación el muchacho, algunos años mayor que yo, me explicó que él lo hacía porque no había otra cosa y no se iba a meter en una obra de peón, pero que cuando llegaba la temporada de verano se iba a la costa y allí si que había trabajo y extranjeras, sobre todo suecas, danesas y alemanas, y con esas se podía hacer algo pues no eran tan estrechas como las españolas que solo pensaban en casarse. Me llegó a decir que a una la había dejado embarazada y cuando yo le pregunté si pensaba casarse con ella, soltó una carcajada que me hizo enrojecer.
- ¿Pero qué dices, chaval? Las extrajeras vienen para eso y ya saben a lo que se exponen - dijo como si tal cosa - Lo más seguro es que no la vuelva a ver en mi vida.
Todavía tenía mucho que aprender de la vida y pensé que aunque no me parecía normal, debía ser corriente entenderse con las extranjeras y si te he visto, no me acuerdo.
El resto de la mañana transcurrió sin conseguir hacer ni una sola venta y no había que ser muy listo para hacer el cálculo de las ganancias: cero ventas, cero pesetas. Aquello era para desanimar al más optimista, aunque yo no dije nada para no parecer un impaciente, pero para mis adentros, pensaba que en un oficio así, si no había algún soporte detrás, era para morirse de hambre.
Ya tenía ganas de ver como les había ido a Juanjo y José y tuve ocasión de comprobarlo a la hora de la comida en el restaurante en el que nos reuníamos todos los del grupo.
José, que estaba tan desanimado o más que yo, se había pasado la mañana oyendo negativas y promesas de en otra ocasión y Juanjo, que según contó, llevaba un material diferente al nuestro y que no eran fascículos, venía bastante animado y le empezaba a gustar el oficio.
Cuando volvimos al lugar de encuentro que era un bar en la zona que teníamos asignada, mi compañero me dijo:
- Manuel, yo lo dejo, ¿tú qué vas a hacer?
- Pepe - pues solíamos llamarle así -, me has adivinado el pensamiento. Estaba a punto de proponerte lo mismo. Creo que no estoy hecho para esto de vender por las puertas.
Se lo explicamos a los muchachos que en teoría eran nuestros jefes y maestros en el nuevo oficio y parecieron entenderlo enseguida. Sin duda estaban acostumbrados a abandonos prematuros por parte de los principiantes como nosotros. Nos despedimos tan amigos y ellos se fueron a aporrear puertas y nosotros nos metimos en un cine que había al lado del bar. Echaban dos películas: Ibalo el Libertador y Golfus de Roma. La entrada costaba en aquellos tiempos cuatro pesetas.

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