28/2/07

19 Entrega

En el fondo de mi corazón, aquella decisión la viví como un fracaso personal y me sentí triste por ver cómo había acabado. Tal vez yo tenía mi parte de culpa, pero pienso que había estado mal organizado desde del principio y que había faltado dirección, ideas y un proyecto claro. Tampoco se podía enviar a unos infelices a conquistar el mundo cuando aún no habían salido del cascarón. Ahora, con el paso de los años, pienso que el impacto fue tan fuerte y la libertad, tan bonita, que todos sucumbimos como si realmente la hubiéramos conquistado.
Y así fue como a principios de julio, con la sensación de haber acabado una etapa de mi vida, volví a tomar el tren en la misma estación a la que había llegado nueve meses antes y partí de nuevo hacia el Norte a la sombra de mis padres y de mi familia. No podía hacer otra cosa, ya que, aunque María Luisa se quedaba en Barcelona todavía unos días, yo no tenía ni trabajo, ni ganas de buscarlo, para haber seguido a su lado. La idea de que había fracasado me perseguía y por primera vez en muchos años, tuve miedo a no saber salir yo solo adelante. En la huida me llevaba el recuerdo de aquella mujer y un beso de despedida que había quedado inmortalizado en la tira de fotos que nos habíamos hecho juntos en la máquina del fotomatón de la estación.
Desde la ventanilla le dije adiós hasta que la perdí de vista. No sé si llegué a llorar, pero estuve triste y cabizbajo durante todo el viaje.




Durante un tiempo no les comenté nada a mis padres sobre mi futuro. Era algo que guardaba para mí solo y prefería no dar un disgusto a mi madre que siempre había soñado con que sus hijos se hicieran sacerdotes. Era una católica convencida, aunque no entendiera nada, y representaba la mayor ilusión del mundo ver a sus hijos al servicio de Dios.
Así fue como pasé los primeros días zanganeando y pensando lo menos posible en mi futuro. Para ello traté de buscar trabajo y no tardé en dar con un taller de chapistería donde podría poner a prueba mis conocimientos. Sin embargo, una cosa es la teoría y otra, la practica. Y cuando me tuve que enfrentar a la chapa abollada del techo de un seiscientos para hacer una ventosa, me rajé y dije que me iba, que no quería el trabajo. Me había entrado un miedo tremendo a hacer un agujero en la chapa, ya que la prueba se las traía, y con ello hacer el ridículo. Otra vez salía mi falta de seguridad.
En casa me excusé diciendo que no me habían contratado porque ya habían cogido a otro, pero solo era una excusa, una vulgar mentira. Por suerte, pronto me salió otro trabajo y no tenía que demostrar a nadie si sabía soldar o no. Se trataba de montar sistemas de aire acondicionada en una gran fábrica de neumáticos. Allí tan solo tenía que hacer de ayudante y muchacho de los recados de un oficial que era el único empleado que había trabajando. Me resultó sumamente fácil y cómodo y además, me lo pasaba muy bien, pues el oficial era una persona agradable y simpática que se pasaba la mayor parte del tiempo contando chistes. Era un gaditano con gracia y salero y hacía que las horas corrieran divertidas a su lado.
Cuando acabamos con lo del aire acondicionado me destinaron dentro de la misma empresa a la colocación del sistema de calefacción en un grupo de viviendas que se estaban construyendo en plena vorágine expansionista de la ciudad de Vitoria. Mi trabajo en la nueva obra era más bien de mozo de carga en el sentido literal de llevar tubos del agua y radiadores de un habitáculo a otro de aquel esqueleto de paredes y huecos que aún no había tomado la forma definitiva.
Mientras tanto, mi vida se limitaba a la familia, a tomar algún vaso de vino en los bares para mantener la tradición y a ir los sábados y los domingos a ver como bailaba la juventud en el parque de la Florida a los sones de la banda municipal. Pero solo eso, a ver bailar, porque nunca tuve el valor de atreverme a pedir un baile a alguna muchacha por más que me muriera de ganas. Una vez más, el miedo al ridículo me lo impedía, y cuando volvía a mi casa pensando que nunca superaría mi timidez, me acordaba de María Luisa y soñaba con ella pensando que a su lado todos los miedos se me iban y la echaba de menos. Esperaba que el verano se acabara para volverla a ver y con ello recuperar la ilusión.
A mediados del verano llegó una carta dirigida a mis padres que venía de Barcelona. Era del padre superior y estaba ansioso por saber qué decía. Mi madre me pidió que se la leyera. Al hacerlo, no daba crédito a lo que leía. En ella recomendaban a mis padres que no me dejaran volver a Barcelona a la vez que le informaban de mi nueva situación con respecto a la comunidad. Las razones que aducían para hacer tal recomendación iban desde lo peligroso que podía resultar para un joven como yo una ciudad tan grande a mi relación con una muchacha. Después de todo se habían enterado.
Había otras opiniones que junto a las anteriores dejaron a mi madre sumida en un mar de lágrimas, por lo que tuve que explicarle todo lo que había pasado. Ya más tranquila, le dije que mi intención era volver en contra de lo que la carta decía y que ya era hora de disponer de mi vida. Sin duda me había molestado el intento de manipulación a mis padres, o al menos así lo entendí yo en aquel momento, y pienso que fue la razón que me decidió a volver, al precio que fuera y costara lo que costara.
Mi madre solo me dijo unas palabras:
- Haz lo que mejor veas, pero si te quedas ya sabes que yo estaría más tranquila.
- No te preocupes, mamá, que sé cuidar de mí mismo - le dije.
Tanto ella como yo sabíamos que nada me iba a hacer cambiar de idea.
A finales de agosto volví a coger el tren y me presenté en Barcelona. No sabía dónde iba a dormir ni tampoco tenía trabajo. Llevaba cuatro duros del dinero que había ganado trabajando el verano, pero aquel dinero no podía durar eternamente y menos, cuando con él tenía que pagar una pensión y comer cada día.
Me presenté en la comunidad que durante los meses de verano había cambiado de casa y de barrio. Se habían mudado al barrio de San Andrés y vivían en tres pisos recién comprados unidos entre sí. Aquello tenía una pinta excelente, pues cada uno de los nuevos miembros de la comunidad tenía su cuarto salvó algunos que lo compartían entre dos. Sentí una cierta envidia de no poder seguir formando parte del grupo, aunque supongo que era más por la tranquilidad que por otra cosa, pero todo cuenta en esta vida y si uno no tiene donde caerse muerto, todavía es más importante la seguridad de cuatro paredes y un plato de comida caliente. Sin embargo, la decisión por parte de la superioridad estaba tomada y yo allí no tenía cabida por más que lo hubiera deseado, al menos durante el año de prueba al que había sido enviado. Me sentí dolido y triste, abandonado y solo, inútil y miserable, pero la suerte estaba echada y no cabían lamentos. Y así fue como el mismo día de mi vuelta a Barcelona me marché al exilio, a Santa Coloma de Gramanet, a una pensión regentada por una señora mayor y su solterona hija. Allí, en la parte alta de la montaña, lejos de mis amigos y de María Luisa, perdido en mi soledad, inicié mi segundo año en Barcelona. Tenía el consuelo de que desde allí arriba se podía contemplar una vista excelente de mi ansiada Barcelona, pero más de una noche lloré de pena y maldije el día en que había decidido volver, a pesar de haberlo hecho por amor y por orgullo.

27/2/07

18 Entrega

En aquel momento la llamaron de dentro de la casa porque apresuradamente me dijo que tenía que entrar:
- Bueno, tengo que irme, ya nos veremos, hasta luego.
Y desapareció dejándome azorado y nervioso. Se había dirigido a mí como si quisiera conocerme y yo, que me consideraba el último mono del universo, no me lo podía creer. Me pasé un buen rato a la ventana esperando a ver si volvía a salir al balcón, pero mi espera fue en vano, ya que no la volvía ver hasta pasados unos días. No sabía quién era, ni qué hacía en aquella casa, ni por qué se había fijado en mí, pero estaba seguro de que me interesaba como persona. Era sábado, la siguiente vez que la vi y rápidamente la saludé. Ella me dedicó una amplia sonrisa que me volví a encender el corazón. No sé de qué hablamos, pero ante lo arriesgado del sistema de comunicarnos, ya que entre su balcón y mi ventana había unos cuantos metros, decidí conocerla más de cerca y de manera más tranquila. Entonces se me ocurrió la idea de cómo quedar: escribí un mensaje en un papel y lo envolví a una canica y lo lancé hasta su balcón. Cuando lo recogió y lo leyó dijo que sí enseguida y al cabo de media hora nos encontramos en la calle y buscamos un bar tranquilo para hablar.
Era realmente muy pequeña de estatura, parecía una muñeca de bolsillo, pero eso no me pareció significativo y la encontré muy bonita al verla de cerca. Además, yo tampoco era buen mozo, por lo que formábamos una pareja normal. Sentado el uno delante del otro y mirándonos de frente daba la impresión de que nos conociéramos de toda la vida. Yo ya sabía su nombre y ella el mío porque ya nos lo habíamos dicho en nuestras conversaciones de balcón, pero quise volver a empezar de nuevo:
- Hola, María Luisa.
- Hola, José Manuel - me contestó.
- Tenía ganas de saber cómo eras de cerca.
- ¿Y cómo soy?
- Normal, bien, bueno, ya me entiendes. ¿Y yo?
- Pareces algo tímido.
- Sí, estoy algo nervioso, nunca he estado con ninguna chica como estoy ahora, aunque parezca mentira.
Ella parecía estar más tranquila y dominar la situación mejor que yo. Me preguntó de dónde era y qué hacía en Barcelona. Cuando le expliqué mi vida y mi situación se quedó un tanto confusa, pues creía que vivía en un piso de estudiantes y nunca había pensado que aquello fuese una comunidad religiosa. Tal fue su sorpresa que decidió que lo mejor sería no volver a vernos. Yo no dije nada, pero me quedé triste y desanimado el resto del tiempo que estuvimos juntos.
Volvimos a casa, yo cabizbajo y ella dicharachera y charlatana, como si no hubiera pasado nada. Nos dimos la mano y nada más. Cuando subí al piso, pensé que el mundo se había hundido bajo mis pies. Sin darme cuenta me había enamorado de aquella muchacha y ahora sabía lo que era el sentirme rechazado. Aquella noche me costó dormir. Di vueltas y más vueltas. Inventé maneras de volver a hablar con ella. Soñé despierto y dormido. Estaba aprendiendo a sufrir por causa del amor.
Se me ocurrió una tarde, después de haber probado a hacer que me encontraba con ella por casualidad, de haberla esperado sin éxito en la ventana y en la calle. Decidí copiar algunos de los poemas que tenía hechos y meterlos en un sobre con una nota dirigido a ella y dejarlos en el buzón donde vivía. La cita era para un sábado por la tarde en la iglesia de la Concepción a la salida de la misa. Acudí sin muchas esperanzas, pero ante mi sorpresa vi como se colocaba a mi lado en uno de los bancos del final. Supongo que sonreí como un idiota por la emoción.
Cuando acabó la misa salimos rápidamente para evitar encuentros molestos y durante unos minutos paseamos alejándonos del lugar. Le propuse ir al cine y aceptó. Yo ya me había olvidado de los poemas, pero en la oscuridad de la sala y en silencio me lo recordó al oído con un suave cosquilleo:
- Me han gustado mucho tus poesías.
- Me alegro, de verdad, ya no me acordaba.
- Me tendrás que explicar a quién se las has hecho.
- Las hice para ti - mentí en voz baja.
- No me lo creo.
- Todas no, pero alguna sí la he hecho pensando en ti.
Entonces ocurrió algo que estuvo a punto de hacer que me desmayara. Me cogió el brazo y reclinó su cabeza sobre mi hombro y así se quedó como si estuviera descansando o soñando. Yo no me atrevía a moverme por no deshacer la magia de aquel momento. Parecíamos una pareja de enamorados, juntos el uno al lado del otro, y con el pecho a punto de estallar de la emoción.
Ya en la calle, cogidos de la mano, paseamos hasta que la prudencia nos hizo volver de nuestro sueño. Éramos dos almas gemelas que iniciaban un camino guiados por la misma ilusión.
Desde aquel día nos volvimos a ver siempre que pudimos y cada vez nuestro amor iba en aumento, al menos eso era lo que yo pensaba y quería pensar. Era tal el secreto con el que llevábamos nuestra relación que nadie en la comunidad llegó a sospechar nada. Yo me había enamorado de tal forma que ya no me preocupaba nada que no fuera aquella muchacha. Era mi primer amor en serio y no me paraba a pensar en que ella no pudiera sentir lo mismo que yo sentía.
De la vida en comunidad participaba tan solo lo indispensable para mantener el tipo y, por qué no decirlo, la estabilidad y la seguridad que me daban el tener un sitio donde comer y dormir. Por lo demás, nada había cambiado y cada uno hacía lo que podía para sobrevivir sin dar cuentas a nadie de sus actos o de su vida privada. Era un hecho evidente que la experiencia no había resultado y el que más y el que menos se había aprovechado para buscarse la vida de la mejor manera posible.
A finales de junio se acabó la escuela y con ello mi tranquilidad, y aunque había obtenido el título de chapista con buena nota, no veía nada claro mi futuro y menos en aquel momento en el que estaba hecho un lío y no sabía qué decisión tomar o qué camino seguir.
La respuesta me la dio el padre superior cuando me llamó a su cuarto para comunicarme que habían pensado que lo mejor era que me saliera una año de la comunidad para recapacitar y replantearme si al cabo de ese plazo tenía la vocación suficiente como para reintegrarme en la vida religiosa con todas las de la ley. En principio me quedé parado, pues pensé que alguien me había visto con María Luisa, la muchacha de la que estaba enamorado o creía estarlo, pero más tarde me di cuenta que aquello no tenía nada que ver, ya que la misma solución les fue dada a la mayoría de los miembros de la comunidad exceptuando a dos o tres.
Estaba claro que la experiencia no había funcionado y que de los objetivos previstos en un principio pocos o ninguno se habían cumplido, como no fuera el de saber si seríamos capaces de mantener viva la vocación religiosa.

26/2/07

17 Entrega

El lenguaje es algo que nos llega de forma espontánea gracias a los desvelos y al esfuerzo de los seres queridos. Ese empeño hace que entremos en el grupo de los humanos y empecemos a participar en la vida familiar de forma más activa y menos dependiente. Hablar bien o no tan bien es algo a lo que todo el mundo acaba accediendo si no hay algún impedimento físico o algún problema que trunque ese natural proceso. El problema se puede llegar a dar cuando la sociedad o el sistema te pide algo más y ese algo más pasa por un entendimiento y comprensión de las normas que regulan la facultad de hablar o escribir. A aquel muchacho al que me tocó de dar clases le pasaba algo parecido, era incapaz de entender esas normas reguladoras y por tanto, incapaz de progresar y de producir en última instancia textos escritos con una mínima coherencia. A ello dediqué casi tres meses en un intento desesperado de conseguir lo que en cinco años no había sido posible, pues el muchacho a sus once años estaba pez.
Mi trabajo se basó en hacer que comprendiera lo que mecánicamente leía y a partir de ahí, empezar a construir todo el entramado que al final pudiera llevarle al objetivo de llegar a producir mensajes escritos de la misma forma que lo hacía oralmente y sobre todo a entender los que otros más aventajados producían en forma de textos, literatura o prensa escrita. Nunca llegué a saber si lo conseguí de una manera eficiente, pues al final quien dictaba la última sentencia eran los profesores que tenía en el colegio por medio de unas calificaciones, pero creo que si le ayudé en su autoestima y en sus posibilidades de ser capaz de conseguirlo.
Mientras tanto, mi vida en la escuela como aprendiz de chapista seguía su curso sin novedad. Rebasado el ecuador, hecho que celebramos con una salida a una playa de Tarragona, nos adentramos en el último trimestre. Para entonces ya tenía un dominio más que aceptable de la soldadura, aunque cuando se trataba de la eléctrica, me resultaba algo más complicado porque a menudo se me acababa agarrando el electrodo a la pieza que estaba soldando, pero ya diseñaba piezas y era capaz de interpretar planos de las mismas sin ningún problema. Aquel aprendizaje sin libros estaba resultando más interesante de lo que en un principio había pensado y me sentía orgulloso de ser capaz de hacer algo en lo que no había pensado nunca. De todas formas, en mi fuero interno seguía pensando que aquello no iba a ser lo mío por mucho que lo estuviera haciendo con la mayor ilusión del mundo. Esta ilusión con la que lo había tomado obedecía a mi manera de ser fundamentada en el principio de que el saber no ocupa lugar y era algo que desde muy niño me había gustado tener presente. Así era como me ilusionaba con cualquier novedad que pudiera aportarme algo nuevo a mi bagaje cultural general y el hecho de aprender un oficio no era ajeno a esa curiosidad mía permanente en mi manera de pensar.
A veces, el mismo profesor me preguntaba si me iba a dedicar a ello como queriendo decirme que yo estaba capacitado para otras cosas y yo siempre le decía que el tiempo sería el que diera la respuesta, porque una cosa son los planes que uno puede ir teniendo a lo largo de los años, sobre todo en la infancia y la juventud, y otra, lo que la vida te puede llegar a ofrecer en un momento dado y te ves abocado a cogerlo.
Respecto a esos sueños de futuro, yo de niño siempre había querido ser fraile misionero, supongo que por la educación católica que recibíamos tanto en la escuela como en la iglesia, pero también, y esto no se lo decía a nadie, porque ir a los frailes era la única manera de poder seguir estudiando y yo eso lo tenía muy claro desde que tuve un mínimo de uso de razón. Y lo tenía claro porque las perspectivas de futuro en un pueblo que vivía de una agricultura de subsistencia no existían en aquella época y me dolía ver como mis padres se debatían en la miseria y la falta de medios para sacar adelante a la familia con una cierta dignidad.
Ahora seguía dentro de lo que había pensado de niño, pero empezaba a dudar seriamente si realmente tenía vocación de servir a Dios de por vida como religioso y más cuando, había empezado a descubrir que el mundo y la vida eran algo más que la oración, el sacrifico y la remota esperanza de ir al cielo y no al infierno cuando la muerte llegara. Había más cosas que no me habían enseñado y que yo iba descubriendo poco a poco y que cada vez ocupaban una parte más importante en mi pensamiento.
A comienzos de mayo conocí a una persona que iba a cambiar mi vida y dar un empujón decisivo a mi debilitada vocación sacerdotal. Era una muchacha que vivía en un piso vecino al nuestro y que a veces veía cuando me entretenía mirando hacia patio interior de la manzana. Por aquella época habíamos hecho amistad con los hijos de una familia y entre todos habíamos inventado un sistema de comunicación consistente en una especie de teleférico manual que iba desde su ventana a la nuestra por unas cuerdas y en el que nos enviábamos mensajes y objetos. Era un juego, pero resultaba divertido y nos servía para conectar con la familia, sobre todo con los hijos que siempre estaban dispuestos a improvisar algo. Fue en uno de aquellos momentos cuando me fijé en ella al verla observando atentamente las evoluciones del pequeño teleférico y al percatarse de que la miraba hizo una especie de saludo con la cabeza, o al menos eso fue lo que interpreté, y se metió en la casa. La siguiente vez que la vi observando la vagoneta, que así habíamos bautizado al artilugio que subía y bajaba por las cuerdas, me dedicó una esperanzadora sonrisa que más que alegrarme, lo que hizo fue ponerme muy nervioso. Era una muchacha menuda, de cara redonda y aspecto juvenil, ojos vivarachos y muy grandes y una sonrisa dulce que al esbozarla le dibujaba unos hoyuelos en las mejillas la mar de simpáticos. Cuando miraba el subir y bajar de la vagoneta parecía disfrutar con el invento y hacía que sonriera dulcemente, tal vez con envidia o quizás con admiración por lo fácil que resultaba entretenerse con un objeto tan original y poco costoso. Yo la solía mirar de reojo cuando el artilugio evolucionaba y no me perdía detalle de su sonrisa o de sus gestos. Una tarde que me encontraba mirando por la ventana, supuestamente esperando a los amigos de la vagoneta, apareció ella en el balcón. Yo estaba solo y pude responder con tranquilidad y comodidad a su saludo:
- ¡Hola! - me dijo con una voz suave y natural.
- ¡Hola! ¡Buenas tardes!
El corazón me latía aceleradamente. Me había hablado por primera vez y su voz me resultaba dulce y melodiosa.
- ¿Hoy no funciona el aparato ese tan simpático? - preguntó como queriendo alargar la conversación.
- No lo sé - respondí del todo nervioso -, no deben estar en casa.

23/2/07

16ª Entrega

Para Semana Santa hubo una pequeña novedad que consistió en acompañar a uno de los sacerdotes como ayudante y lector en los oficios en una parroquia de monjas que regentaban un psiquiátrico en el barrio de Horta. Casi me había ofrecido voluntario cuando lo comentaron. Aquello de leer en público era todo un reto para mí que era bastante tímido y tenía un fuerte sentido del ridículo. Pensé que dado que nadie me conocía podía ser una buena oportunidad para liberarme de mis fobias en ese campo. La experiencia fue un éxito personal ya que superé la prueba con brillantez y además me sirvió para afianzar mi confianza y mi autoestima. Además, leer el Evangelio de la Pasión de Cristo siempre había sido para mi un ejercicio reconfortante ya que narrativamente hablando es una historia muy bella y llena de altruismo y generosidad por parte del protagonista que, como nos habían contado, había muerto por salvarnos a todos del pecado. Dejando a un lado las cuestiones religiosas, la Biblia, libro que había leído cuando era más joven, me había parecido siempre de una fabulación y una imaginación fuera de lo común, que además podía llegar a enganchar mejor que cualquier novela de aventuras, supongo que por el componente cultural y religioso en el que nos habían educado.
De las lecturas de los cuatro evangelistas, mi favorita era la de San Mateo, aunque no sabría decir por qué, pero siempre me había identificado más con el Evangelio de Mateo que con ningún otro, quizá porque para mí era el más novelesco si se puede usar este calificativo al hablar de los evangelios.
A parte del ejercicio de leer que ya me compensaba, las monjas eran muy detallistas y acabada la ceremonia nos obsequiaban con un desayuno si era por la mañana o una merienda si era por la tarde el oficio. Aquello también me pareció interesante, pues pensaba yo que era una buena manera de agradecer el trabajo realizado para que ellas y los enfermos pudieran vivir un poco más el misterio de la muerte de Cristo.
No fue la última vez que volví al barrio de Horta. Allí, la congregación seguía llevando la parroquia de San Francisco Javier y controlaban no solo la parte religiosa y litúrgica sino también la organización y funcionamiento de grupos de jóvenes. Había para ello un centro cultural en el que se reunían muchachos cristianos y no cristianos y organizaban actividades, salidas, fiestas y otros actos. Cuando nos invitaban, solíamos ir, pues allí se daba cita un tipo de juventud sana y alegre.
En cierta ocasión organizaron una ginkana, juego, si así se puede decir, que yo desconocía. Se trataba de ir superando pruebas en distintos puntos de la ciudad donde un control supervisaba y daba fe de que la prueba había sido pasada correctamente. Normalmente eran pruebas con una cierta dificultad, sobre todo por lo ingeniosas, disparatadas o atrevidas que resultaban.
El juego se hacía por parejas y a mí me tocó con una joven llamada Joaquina, que se hacía llamar Quini. Ella conocía bien la ciudad y ello era parte de precio, porque yo aún estaba un tanto pez a la hora de identificar ciertos lugares.
No tuvimos mucha suerte a la hora de los resultados finales, pero nos lo pasamos muy bien y nos reímos lo nuestro cuando la ginkana hubo acabado y cada uno contaba las peripecias vividas. Una de estas peripecias y de la cual fui protagonista, tenía mucho que ver con lo disparatado de algunas pruebas. Se trataba de presentar un huevo real y, ni corto ni perezoso, entré en un quiosco bar que había al final de las Ramblas. Detrás de la barra, el camarero atento y servicial, me preguntó:
- ¿Qué va a ser?
- ¿Tiene usted huevos? - les espeté sin pensar detenidamente lo que decía.
El hombre empezó a cambiar de color. Entonces me di cuenta de mi insidiosa y desconcertante pregunta. Reaccioné y le aclaré la petición:
- Perdone, huevos de gallina.
Le volvió el color y hasta esbozó una bobalicona sonrisa.
- No, no tengo - dijo algo más sosegado.
Le di las gracias y salí lo más raudo posible. Cuando se lo conté a mi compañera que se había quedado esperando fuera, nos reímos a gusto.
Finalmente, encontramos el famoso huevo, que nos salió casi tan caro como una gallina, pero habíamos superado la prueba con creces. Aunque, después nos enteramos al contarlo, que hubiera bastado con haber presentado un huevo dibujado con una corona. Analizando el aspecto semántico, sin duda era correcto, pero no era lo mismo que presentar uno de verdad.
Con los jóvenes de Horta hicimos el primer viaje al Montseny y algunas excursiones más, bastante interesantes, pero por alguna razón que nunca llegué a descubrir, no llegamos a integrarnos del todo y, poco a poco, la participación en sus actividades se fue diluyendo hasta dejar de existir. Supongo que habíamos llegado con demasiadas ínfulas y ellos, al fin y al cabo, no nos necesitaban para nada o para muy poco, pues ya tenían el grupo formado y funcionando desde hacía tiempo.
Sin embargo, aquel barrio iba a seguir formando parte de mi historia en mi primer año en Barcelona, ya que tuve que volver a menudo, aunque esta vez por razones laborales. Se trataba de dar clases particulares a un muchacho que tenía problemas con el aprendizaje de la lengua. Era uno de esos casos en los que la cerrazón era tal que resultaba difícil, por no decir imposible, conseguir que el muchacho entendiera lo mínimo y elemental para utilizar de una forma medianamente aceptable el lenguaje, sobre todo de manera escrita.

22/2/07

15ª Entrega

Poco después de aquella caminata a la luz de la pálida luna tuve una experiencia algo parecida y pude entender lo que le había entrado a mi amigo. Era una tarde de primavera y yo volvía de la escuela o probablemente de ver alguna película pues ya las sombras se cernían sobre la ciudad cuando al salir del metro me tuve que refugiar en la entrada de una casa debido a la lluvia que caía de forma torrencial. A mi lado se refugió otra persona, una mujer algo mayor que yo, que aprovechó el lugar resguardado para sacar un paraguas y disponerse a seguir. Yo la miraba mientras maniobraba con el protector pluvial y ella pareció captar mi mirada curiosa y ante mi sorpresa me dijo:
- Si quieres puedes cobijarte.
- Muchas gracias - contesté aceptando la invitación tan gentilmente hecha.
Nos pusimos en camino y pronto noté como en el intento de protegerme para que no me mojara se arrimaba y su cuerpo se rozaba con el mío, pues caminábamos pegados. Aquello me empezó a alterar la respiración y los latidos de mi corazón se aceleraron de manera que no podía controlar. Me costaba hablar y en el fondo deseaba que aquel recorrido no se acabara nunca o que pasara algo que lo interrumpiera para poder seguir a su lado. Volvimos a pararnos en un portal, pues ya el paraguas no servía para frenar todo lo que estaba cayendo. Era una puertecita estrecha con una entrada que se adentraba lo suficiente para darnos cobijo. Debía ser la puerta de algún almacén que ya no se utilizaba por el aspecto ruinoso y abandonado que tenía. Durante unos largos segundos nos quedamos el uno al lado del otro sin decir nada. Ella siguió con el paraguas abierto para protegernos de la lluvia que caía racheada. Estábamos tan cerca que nuestros alientos se mezclaban cada vez que nos mirábamos sin saber qué decirnos. La mujer rompió el fuego y dijo con voz suave:
- ¿A ver si vamos a tener que quedarnos aquí toda la tarde?
- Pues a mí no me importaría - respondí sin saber muy bien por qué lo había dicho.
Entonces, se me quedó mirando fijamente a los ojos y poco a poco fue acercando su boca a la mía y me besó. Fue un beso suave y dulce en un principio, pero pronto se hizo apasionado y furioso, como si nos faltara el aire para respirar. Yo la cogí por la cintura y la atraje hacia mí con fuerza y cuando noté su cuerpo pegado al mío y su calor y su pasión, sentí una sacudida que me recorría la espalda y se alojaba en mis genitales produciéndome una excitación tan exagerada que ella al notarlo, sonrió y se desmelenó en su afán de darme el placer que no tardó en llegar en forma de eyaculación. Ella también había alcanzado el orgasmo o al menos así lo dio a entender por los ruidos guturales que dejaba escapar. Compusimos la figura como pudimos y aprovechando un breve respiro en lo que a lluvia se refería, retomamos la marcha y al llegar a mi calle, nos despedimos con la promesa de volvernos a ver. La vi desaparecer calle arriba y la hubiera seguido si no hubiera tenido la certeza de que nos volveríamos a encontrar.
No la volví a ver nunca, aunque la esperé en la boca del metro donde nos habíamos conocido durante largos ratos y diferentes días. A veces pienso que el encuentro con aquella misteriosa mujer había sido un sueño y no una realidad y el recuerdo de su figura aún me perturba.
Pronto la olvidé en vista de que había desaparecido de la faz de la tierra o al menos eso fue lo que yo llegué a pensar después de haberla buscado días y días. Para entonces, la primavera ya se había instalado en la ciudad y desde hacía algún tiempo, los árboles mostraban su nuevo follaje a pesar de los humos y los ruidos de los coches. La buena temperatura y las muchas horas de luz animaban a vivir la vida, aunque solo fuera como mero espectador. Fue ya entrada la primavera cuando ante mi sorpresa, el director de la comunidad me llamó para decirme que había estado pensando en mi actitud con respecto al cine y que lo que me convenía era que me viera un psicólogo. Yo le pregunté si era necesario y ante la solemnidad con la que me dijo que sí, pensé que lo mejor era hacerle caso. Y así fue como una mañana hice mi primera campana involuntaria y me presenté en el despacho de un afamado psicólogo. Estaba ubicado en uno de los edificios emblemáticos de la ciudad: la Pedrera de Gaudí. Cuando entré en la casa y vi las formas de las columnas, la escalera, las ventanas, las puertas y todo el sinfín de detalles, creo que me enamoré del estilo modernista, aunque por aquel entonces no tenía ni idea en que consistía.
El psicólogo, que debía ser un cura rebotado o de verdad, eso es algo que nunca me preocupé de saber, se empeñó, como si de un interrogatorio se tratara, en que yo le dijera que iba al cine por cuestiones eróticas. Yo le comentaba que mi afición al cine era totalmente normal, por la atracción que sobre mí ejercía la forma de contar historias utilizando las imágenes, pero que no había nada oscuro ni morboso en ello. Visto ahora con el paso del tiempo y recordando el cine que llegaba en aquella época a las pantallas, me hace gracia. Sin embargo, el hombre, con aire de jesuita machacón, insistía e insistía queriendo saber si lo que buscaba en las películas tenía algo que ver con el sexo. Me costó hacerle entender mi postura y mi punto de vista, aunque no creo que lo consiguiera, porque me pasó dibujos y figuras raras que yo tenía que interpretar y cuando acabamos, se despidió amablemente. Yo intuí que estaba normal y que no me pasaba nada raro, aunque nunca supe el resultado de aquel estudio y si llegó a tener consecuencias para mi futuro.
A raíz de aquel estudio psicológico, nunca más me volvieron a incordiar con lo del cine, aunque por mi parte, hice el propósito de enmienda de no abusar del séptimo arte y ser más comedido en su consumo.
El proyecto evangélico en la comunidad no acababa de llegar y se limitaba a seguir como hasta el momento: oración a última hora del día si las obligaciones lo permitían y misa los domingos en la parroquia del barrio.

21/2/07

14ª Entrega

El cine se había convertido en una droga para mí y llegó a ejercer tal atracción que había semanas en las que cada tarde me veía dos películas, a veces en compañía de mis amigos de la escuela y a veces solo.
En el grupo de amigos que nos habíamos hecho inseparables, y no tan solo por el proyecto estudiantil que teníamos en común, si no por el mucho tiempo libre que nos dejaban los estudios, no tardábamos en ponernos de acuerdo para buscar un cine de los muchos que en aquellos años había en Barcelona y como tampoco el dispendio económico era excesivo, pues por tres, cuatro o cinco pesetas podías entrar en un cine y disfrutar de una sesión doble. Tan solo era cuestión de patear la ciudad e ir de un barrio a otro dando largos paseos para evitar el gasto de metro autobuses. Así, llegamos a ser espectadores habituales de sales de cine que hoy en día han dejado de existir y en su lugar se levanta un bloque de pisos o de oficinas, pero que en aquellos años sirvieron para proporcionar a muchas personas algo de diversión y hasta una cierta cultura, aunque ésta en menor grado debido al tipo de películas que habitualmente se proyectaban. Sin embargo, nombres como el Levante, el Verneda, el Recreo, el Atlántida, el Virrey y tantos otros forman parte de la historia y de la memoria de aquellos años en los que el franquismo todavía dirigía los destinos de la mayoría de los españoles. Pero sin duda, la sala emblemática por excelencia era el cine Central donde se solía proyectar películas del Oeste y era refugio de estudiantes y del más variopinto abanico de personas que por aquel entonces pululaban por la ciudad. En algunos, como el Levante, las condiciones de seguridad para el espectador eran bastante lamentables, pues algunas butacas estaban desfondadas y podías acabar colándote por el agujero si se entraba cuando la sesión ya había comenzado. Esta sala, tenía otra característica curiosa y era que para beber agua no había un grifo en el lavabo si no, un botijo colgado de un gancho en la pared y para saciar la sed era menester tirar de la clásica vasija y atinar a la boca. Yo nunca llegué a utilizarlo, más que nada porque me daba un poco de reparo, ya que sabía beber bien, pues en mi tierra siempre se había bebido el agua en botijo.
En cuanto a las películas, pocas son las que recuerdo. En aquella época, el cine servía más para entretener que para manipular, aunque siempre había, sobre todo en las películas españolas, un rancio mensaje alineado con el sistema y cuanto a las extranjeras, el cine americano era el rey como no podía ser de otra manera. Sin embargo, en mi caso concreto, poco importaba la ideología de las películas ya que lo que me movía a ir era un compulsivo afán de ver y vivir historias, como si quisiera recuperar el tiempo perdido de mi infancia en el que apenas si había llegado a ver una docena de películas cuando estaba en el seminario. Sin duda, un film que dejó en mí su impronta y aún hoy en día lo hace, fue "Un hombre para la eternidad", aunque supongo que por el substrato cultural anti inglés que a lo largo de la educación nos había inculcado en el estudio de la historia.
Las clases en la Escuela de Formación Profesional Acelerada eran solo por las mañanas y cuando acababan, el que quería podía comer gratuitamente en los comedores que para tal menester había en el centro. Además teníamos un sueldo de treinta y tres pesetas al día incluidos festivos lo que hacía un sueldo mensual de unas mil pesetas, dinero que yo religiosamente aportaba a las arcas de la comunidad. Esta manera de hacer cursillos, vista desde el recuerdo y con el paso de los años, tenía su parte de encanto y por supuesto no era desmotivadora bajo ningún concepto. Corrían tiempos difíciles y el hecho de que a uno le enseñaran un oficio y además cobrando un pequeño sueldo y la comida, era de agradecer, sobre todo si no se tenía nada mejor que hacer en la vida. A cambio, no todo iba a ser generosidad por parte de la administración, había que asistir a periódicas charlas de contenido sindicalista e marcada ideología en consonancia con el régimen político existente. Pero se podían sobrellevar sin problema alguno prestando atención a lo que decían y que normalmente nadie entendíamos o aprovechando para descansar cómodamente sentados en la sala de cine de la escuela, eso sí, guardando las apariencias y mostrando en todo momento el debido respeto hacia el orador o lo que estuviera diciendo. De vez en cuando, también nos pasaban alguna película o algún programa de variedades. Sin duda se trataba de hacer el cursillo lo más agradable posible y yo, aunque nunca me sirviera para mucho, así lo recuerdo y por nada del mundo he renunciado ni me he avergonzado de aquellos seis maravillosos meses.
La vida en la comunidad, mientras tanto, seguía su curso invariable y sin novedades que hicieran pensar en que algo podía cambiar. El que más y el que menos sobrevivía, con más picardía que seriedad, y todos se habían ido buscando su sitio y su forma de hacer correr los días apaciblemente.
Por aquel entonces, Antonio había conseguido un trabajo en una fábrica textil por las noches. Juanjo seguía con las enciclopedias y Pepe, el más espabilado del grupo de los benjamines, hacía una vida de lo más interesante ya que su trabajo le permitía relacionarse con gente variada y divertida. Además de disponer de sus pequeños ahorros, había dado el salto y de vez en cuando acompañaba a una simpática muchacha que vivía en Santa Coloma. En una ocasión, yo me uní a la pareja y los tres nos fuimos andando desde la última parada del metro hasta la ciudad hermana y vecina antes mencionada. Era de noche y entre ir y volver empleamos más de una hora. Tenía su morbo y su emoción, pero cuando de nuevo volvimos y entramos en el metro para volver al centro, pensé que no merecía la pena darse aquellas caminatas por el solo hecho de acompañar a una muchacha para que no volviera sola a su casa.

20/2/07

13 entrega

El invierno en Barcelona era una bendición del cielo si lo comparaba con los inviernos de Castilla. Ya estábamos en enero y aún no había caído un copo de nieve, ni tenía intención de hacerlo. Era algo que me sorprendía, sobre todo recordando las nevadas que solían caer en mi pueblo, por otra parte motivo de regocijo y alegría infantil, y las siguientes heladas que dibujaban un paisaje de fotografía con sus carámbanos colgando de las canales de los tejados, con los árboles vestidos de escarcha cada mañana y la nieve apelmazada y dura que no acababa de deshacerse nunca. Claro que aquel paisaje navideño que duraba semanas y semanas traía consigo un frío impresionante. Y aunque los cuerpos estaban habituados a soportarlo con escaso abrigo, los sabañones siempre acababan haciendo su aparición tarde o temprano.
La diferencia era tan grande entre un clima y otro que me costaba hacerme a la idea. Al principio pensaba ingenuamente que era la ciudad con sus coches y la calefacción de las casas las que daban el calor suficiente para impedir que el frío se apoderara de las calles. Poco a nada sabía yo por aquel entonces de climas o de la influencia del mar o de la altitud como causantes de unas temperaturas más benignas. Prácticamente no hacía falta echar mano del abrigo y con un poco de ropa se iba tan a gusto por la ciudad.
Con tan sorprendentes auspicios climáticos y un poco nervioso por mi nueva vuelta a las aulas, aunque fuera para aprender un oficio manual, me presenté junto con mi amigo Alfredo en la escuela. Era el primer día de clase y había que dar buena imagen y no llegar tarde. AL entrar en la sala de actos en la que nos concentraban para darnos las orientaciones precisas, quedé impresionado por la cantidad de jóvenes y no tan jóvenes que allí nos habíamos dado cita en busca de una oportunidad. Antes de comenzar las actividades, alguien al que no conocía nos endosó una charla para decirnos lo afortunados que habíamos sido por acogernos a aquel cursillo que tan generosamente organizaba la confederación nacional sindical y nos alentaba a aprovechar el tiempo y las enseñanzas que iban a hacer de nosotros unos hombres de bien y de futuro para engrandecer un poco más aún el glorioso régimen bajo cuya tutela habíamos tenido la suerte de nacer. Después de tan alentador discurso, nos fueron llamando por grupos o especialidades que cada uno habíamos escogido y precedidos por el profesor tomamos contacto con el aula taller que durante seis meses iba a ser como nuestra casa y nuestro trabajo. Éramos grupos de unos veinte alumnos y en buen orden y mejor formación le habíamos seguido algo nerviosos por ver en qué iba a consistir la experiencia. El taller era como una gran nave que tenía forma semicilíndrica tumbada sobre la sección. Era como si a un gran tubo le hubieran cortado por la mitad de arriba a abajo y luego le hubieran tumbado. En su interior había todo tipo de aparatos y máquinas que yo no había visto en mi vida. Mesas, bombonas y sopletes de soldar, cizallas y máquinas cortadoras, soldadura de contacto, soldadura eléctrica y otros artilugios necesarios para aprender con su ayuda todo lo necesario para ser un buen chapista en seis meses.
Cada uno de los alumnos tenía un número con el que habíamos de firmar nuestros trabajos y el mío era el catorce. Allí estaban representadas todas las regiones de España en cuanto al origen de los alumnos. Había andaluces, castellanos, aragoneses, gallegos y algún catalán de los mal o bien llamados charnegos. Constituíamos un mosaico, vivo ejemplo de los distintos pueblos que la emigración había propiciado teniendo como meta Cataluña y más concretamente, Barcelona. Algunos eran auténticos animales de carga, con perdón, quiero decir que eran brutos y cortos de entendederas, a la vez que bravucones y a veces pendencieros, pero con el paso de los días cada uno fue ocupando su lugar en el grupo y pronto acabamos formando un equipo unido por un destino común: la chapa. Aquello estaba bien, en cuanto era un seguro en un momento de trifulca, aunque nunca llegó la sangre al río a pesar del espíritu pendenciero y belicoso de más de uno. Yo pasaba más por usar el cerebro en vez del músculo y tenía fama de intelectual. Todo ocurrió un día que le enmendé la plana al profesor a la hora de dar la respuesta a un problema matemático. Al principio no me atrevía, pero ante la evidencia de lo equivocado del resultado y después de calibrar bien las consecuencias, me decidí a discrepar de manera educada y respetuosa:
- Perdone, señor Zamorano, sin ánimo de ser irrespetuoso pero creo que la respuesta del problema que acaba de dar está equivocada.
Todos me miraron con cara de lástima, como diciendo: ya la has jodido. El profesor, por su parte, también me miró de arriba a abajo sin decir nada, luego miró hacia la pizarra para cerciorarse de que no había cometido ningún error para, acto seguido, volverme a mirar y decir con voz autoritaria:
- Espero que tengas razón, si no es así, te aseguro que pagarás cara tu impertinencia.
Más de una sonrisa maliciosa en la cara de alguno de mis compañeros acompañó mis pasos hasta el lugar que había de ser mi fracaso o mi triunfo. Era un problema de geometría y no me resultó difícil encontrar el camino correcto para solucionarlo utilizando la fórmula adecuada. Cuando acabé tan solo dije:
- Así está bien.
Todos esperaban la reacción del profesor y no para alabarme después del pequeño feo que le acababa de hacer, pero ante la sorpresa general y la mía propia, el señor Zamorano reconoció su error y a la vez mi acierto y aprovechó para decir que nadie era perfecto y lo que yo había hecho, en vez de callarme, había sido lo acertado. Desde aquel día gané una cierta fama de chico listo entre los compañeros y el profesor me escogió como su adjunto a la hora de la teórica matemática ya que cada vez que había que hacer algún problema o ejercicio matemático me consultaba antes para ver si estaba bien.
El maestro industrial, señor Zamorano, era una persona excelente, aunque más preparado técnicamente que intelectualmente. Actuaba de manera pedagógicamente correcta, sin tratar de imponer ni su autoridad ni su saber hacer. Era más una persona que orientaba y dejaba vivir sin agobiar a los alumnos. A mí me deparaba un trato especial, tal vez algo paternalista o proteccionista, cosa que yo atribuía a mi preparación académica, pero sobre todo a que éramos paisanos y alguna vez le había contado mi situación en Barcelona lejos de mi familia y no la acababa de entender muy bien. A veces me preguntaba por qué no había seguido estudiando una carrera o algo más provechoso que aprender a arreglar golpes en las carrocerías de los coches y yo, ingenuamente le explicaba mi situación y mi pertenencia a una comunidad religiosa y el proyecto de vida en el que estaba inmerso. Sin embargo, seguía insistiendo y, con ocasión o sin ella, volvía a las andadas como si fuera mi padre y me quisiera aconsejar.
Después de lo del problema, me había ganado el respeto y la admiración de la clase y siendo el benjamín del grupo como era, pues tenía los dieciocho recién cumplidos, gozaba de la confianza y la amistad de todos. Sin embargo con quien mejor me entendía era con un muchacho leonés, llamado Froilán, que había venido desde su tierra a hacer el cursillo y vivía con unos familiares de patrona. Era un muchacho agradable, trabajador y pacífico, que nunca hacía alardes de ningún tipo como muchos de los que había en la clase. Entre los dos se había creado esa corriente de amistad y confianza difícil de explicar, pero que a veces un gesto o una mirada servía para saber qué pasaba o qué había que hacer en un momento dado. Yo le ayudaba en la parte teórica y él, que era más hábil, lo hacía en la parte mecánica y práctica a la hora de hacer las piezas. También, hablábamos de nuestra tierra y solíamos echarla de menos juntos. Con el paso de los días, nos hicimos inseparables y la relación, no solo se limitaba a las horas de clase, sino que se alargaba cuando salíamos y planificábamos las tardes ocupando nuestras horas de ocio en recorrer los cines de los barrios de Barcelona viendo películas de reestreno.

19/2/07

12ª Entrega

Yo elegí chapistería pensando que siempre habría coches que arreglar por lo que había podido observar en los anuncios de trabajo y por lo que con mis propios ojos había visto al pasar por delante de algún taller en los que siempre había coches esperando para ser reparados de golpes y otras averías.
De nuevo volvería a la disciplina académica y la idea me sedujo porque por lo menos durante medio año no tendría que preocuparme por la precariedad laboral existente para personas como yo que lo único que habíamos aprendido era muchos conocimientos generales, pero estaba visto que no servían para competir en el mercado de trabajo. Al menos en aquellos años.
Mientras tanto la vida de la comunidad seguía sin encontrar un objetivo claro a seguir, parecía como si todos nos conformáramos con sobrevivir y dejáramos que el tiempo fuera pasando. Estaba claro que nadie tenía una idea clara, ni tan siquiera una idea de lo que se podía hacer con el potencial humano que había. Bien es verdad que una ciudad como Barcelona no era un país africano de misiones en el que sin duda hubiéramos hecho un estupendo trabajo social y cristiano, pero también en una gran urbe como la capital catalana había lugares y sectores sociales a los que se les podía haber ayudado, si no económicamente, sí con trabajo social y cultural, del que por suerte teníamos un bagaje bastante amplio. Sin embargo, las iniciativas no llegaban y coordinar un grupo tan heterogéneo de personas como el que allí nos encontrábamos, debía resultar difícil y complicado para los dos sacerdotes que por obediencia y buena voluntad se habían puesto al frente de tan complicada empresa.
Entre los componentes del grupo había compañeros ya curtidos dentro de la congregación que sin duda había visto truncado su futuro o sus previsiones del mismo con la nueva propuesta y se resistían a convivir de una manera tranquila y pacífica con personas como yo o mis compañeros que por edad y categoría éramos los últimos monos de la comunidad. Así, les resultaba difícil compartir una habitación con otros de su promoción o tener que buscar un trabajo para entre todos llevar adelante la empresa. Sin duda, el prestigio y también la comodidad perdidas les impedían aportar su grano de arena para que el proyecto pudiera comenzar a funcionar con algo más de entusiasmo y posibilidades de éxito.
Estos compañeros vistos desde el recuerdo y de los que a duras penas me acuerdo de sus nombres, ahora, con el paso de los años, los recuerdo como unos seres egoístas y ruines, sin perspectiva de futuro y faltos de cualquier iniciativa que pudiera beneficiar a la comunidad. Sin embargo, yo era demasiado joven y poco importante para juzgarlos en aquellos tiempos y procuraba mantenerme en un terreno neutral en cuanto a sus conspiraciones y sus intentos de sabotaje del proyecto del que formaba parte porque así lo había querido el destino.

16/2/07

11ª Entrega

Acabado el trabajo en el taller, nos despedimos tomando unas cañas y prometiendo volvernos a ver después de las fiestas. Después de todo, el haber estado aquellos días juntos nos había unido pues teníamos algo en común: el tiempo compartido. No les volví a ver nunca más y si esto hubiera ocurrido, hubiera sido difícil de reconocerlos.
Con la llegada de la Navidad, la mayoría de los miembros de la comunidad nos fuimos a visitar a nuestras familias. De nuevo volví a tomar el tren en dirección al Norte. Era un nocturno que iba hasta Bilbao. El viaje de vuelta no tuvo el encanto del que me había traído a Barcelona por primera vez. Tan solo se adivinaba la vida al llegar a alguna estación o al pasar cerca de algún núcleo habitado. Resultaba incómodo estar toda la noche sentado en un departamento repleto de gente y casi sin poderse mover. Algunos dormían, pero otros como yo, nos pasábamos las horas intentando hacer correr el tiempo, cosa que por otra parte no sucedía. No poder asomarme la ventanilla del vagón y ver correr los árboles figuradamente en el sentido contrario de la marcha del tren me producía una cierta frustración. Era algo que me venía desde la primera vez que monté en un tren cuando aún tenía pocos años y no llegaba al marco de la ventanilla. Sucedió que ante mi asombro, cuando aquel primer tren de mi vida se puso en marcha, los árboles se empezaron a mover alocadamente y yo con unos ojos como platos y sin poderlo creer los contemplaba anonadado y sin atreverme a decir nada. Solo pasadas un par de horas le pregunté a mi padre que por qué corrían tanto los árboles. Él me había aclarado el error con una sonrisa condescendiente y en voz baja para que nadie lo oyera: " No son los árboles los que se mueven, es el tren. Lo que ocurre es que a ti te parece lo contrario por ser tan pequeño". Aunque no me convenció del todo, pues yo desde mi escasa estatura los veía moverse, acepté la explicación de mi padre, porque entre otras cosas, confiaba plenamente en él y creía a pies juntillas todo lo que me contaba. Tampoco hubiera podido ser de otro modo en aquellos años de la postguerra y en un momento en el que todavía no había televisión y la radio no era privilegio nada más que de unos pocos.
Desde entonces, siempre que me montaba en un tren, me gustaba recordar aquella primera vez y comprobar si los árboles se movían. Y aunque no lo hacían, era para mí como volver a la infancia en un juego al que yo jugaba y que me hacía sentirme bien por dentro. Por eso, aquel viaje se me hizo eterno. Tan solo, de madrugada, con la llegada del crepúsculo se empezaron a adivinar las primeras cosas, aunque los árboles, dormidos en el sueño profundo del invierno, parecían esqueletos y fantasmas en medio de los campos helados por el frío. Con los primeros rayos del sol, el tren entró en la amplia estación de Miranda de Ebro y los que allí bajamos, más que mostrar alegría por el final de la pesadilla, parecíamos muertos vivientes en busca del elixir que nos volviera de nuevo a la vida. Desde Miranda a Vitoria, tomé un tranvía que en poco más de media hora me dejó en la estación de la capital alavesa.
Vitoria era mi segunda tierra de adopción, pues a ella habían emigrado mis padres y toda mi familia en busca de una oportunidad a principios del año 68. Yo había pasado allí el verano y había tenido la oportunidad de conocerla bien pues había trabajado como repartidor de refrescos con un camión. Aquel trabajo me había dado la oportunidad de recorrerla bar por bar y tienda por tienda y con ello, conocer gentes de los más variados orígenes. Precisamente uno de los lugares que constituía punto de parada era el bar de la estación ya que en él, además de dejar los refrescos, solíamos comer el bocadillo. Ahora volvía al mismo bar después de unos meses y me sentí como en casa. Con la mirada recorrí las viejas mesas en las que nos sentábamos e identifiqué los objetos que me eran familiares. Creo que sentí una cierta nostalgia del pasado. Tomé un café y aproveché para saludar al que atendía el bar por conocerle sobradamente.
Decidí, dado que iba ligero de equipaje como los hombres de la mar, ir caminando hasta la casa de mis padres, recordando lugares y momentos vividos. A aquellas horas de la mañana, aún bostezaba la ciudad intentando sacudirse el sueño de los ojos. Era como si tuviera miedo a abandonar el calor de las sábanas y enfrentarse al frío implacable que recorría sin obstáculos naturales la gran llanada alavesa en que se encuentra la ciudad varada como un gran barco. Crucé por la plaza de la virgen Blanca donde había visto el primer Celedón de mi vida y donde había bailado y saltado como un loco al compás de las charangas el último verano. Al pasar ante una de las casas de la calle Diputación me acordé de ella, de una muchacha a la que había conocido cuando trabajaba repartiendo refrescos. Había sucedido un día cuando llevé la caja de botellas a su casa. Había clientes particulares que se hacían servir a domicilio y en aquella ocasión me abrió la puerta una joven, más o menos de mi edad, que me atendió por no estar su madre. Cuando la vi me quedé como alelado, nunca había estado delante de una muchacha tan bonita. Recuerdo que me puse muy nervioso y que incluso me equivoqué a la hora de darle el cambio. Ella sonreía como un ángel. En mi vida había mirado unos ojos tan grandes y tan hermosos. Creo que me enamoré de ella, pero nunca más la volví a ver. Sin duda, ella había sido mi sueño imposible de aquel verano de sesenta y ocho. Al recordarla pensé en ella de nuevo con nostalgia y me pregunté si aún seguiría viviendo allí y si ella se habría dado cuenta de la impresión que me había causado. Seguro que no.
Mis padres me recibieron muy contentos. Yo era el hijo que desde los nueve años solo volvía a casa en Navidad o en verano y supongo que para ellos representaba recuperarme, lo mismo que para mí representaba recuperarlos a ellos y disfrutar de su cariño y su protección y cuidados.
Aquellas vacaciones me sirvieron para confirmar lo importante que era tener una familia a la que poder volver siempre que el corazón y el alma lo necesitaran. Mi familia, de extracción campesina, era la típica familia castellana que había buscado refugio en la ciudad huyendo de la miseria y de la esclavitud de la tierra en los tiempos en los que todo estaba cambiando y ya no se podía vivir con unas fanegas de grano, un cerdo y dos docenas de gallinas. Habían elegido Vitoria por referencias de otros familiares que ya habían intentado la aventura antes que ellos y la elección, no había sido desacertada ya que no se había producido una ruptura radical en cuanto a costumbres y formas de vida en lo espiritual y en lo social. El cambio de la casa en el pueblo por un piso pequeño, pero con muchas más comodidades, no había traumatizado a nadie de mi familia, al contrario, parecía haberles dado la fuerza para demostrarse a sí mismos que no se habían equivocado y, unos trabajando, otros estudiando y el último, acabando de nacer, todos a una habían conseguido sentirse a gusto y unidos por los lazos de cariño y amor que nada podía romper. Era una gran familia, y aunque yo volvía como el hijo pródigo, me sentía fuertemente unido a ella y la necesitaba para llenar mi corazón de cariño y con ello, saber que estarían allí la próxima vez que volviera.
La vuelta a Barcelona después de unos días de tranquilidad y vida cómoda y fácil se me hizo un poco cuesta arriba. Por un lado estaba la pretensión de mis padres de que me quedara con ellos, pues aún seguían pensando que me encontraba muy lejos y temían por mi futuro, pero por otro lado, estaba mi compromiso con mi otra familia en el sentido de que formaba parte de un grupo con un proyecto de futuro, que aunque no acababa de arrancar, yo seguía confiando en que lo haría algún día.
Y así fue como una vez más cambié la seguridad de la familia por un futuro, que si era bastante incierto y desconocido, lo iba a construir yo y me iba a pertenecer a mí.
Sin embargo, después de mi llegada y de los primeros momentos en los que cada uno contaba los días pasados con el regusto aún del calor familiar, me encontré de nuevo con la triste realidad de que una vez más no sabía qué iba a ser de mi vida pues el trabajo se había acabado y no había perspectivas de nada nuevo. Mis compañeros, por su parte, el que más y el que menos, todos estaban situados y tenían el problema resuelto. Tan solo Alfredo y yo nos habíamos quedado a verlas venir.
Ya no me acuerdo cómo surgió, pero alguien nos sugirió la posibilidad de hacer un cursillo de formación que convocaba el sindicato y sin pensarlo dos veces nos inscribimos con la esperanza de hacernos profesionales en alguno de los muchos oficios que salían en las páginas de los periódicos, pero a los que no podíamos acceder por no tener ningún tipo de formación. Se trataba de ampliar horizontes y en seis meses existía la posibilidad de estar capacitado para un buen trabajo.

15/2/07

10 ª Entrega

Durante un mes y medio fui compaginando el trabajo en el taller con la vida en la comunidad, que desde el punto de vista de apostolado no acababa de arrancar. Tampoco nosotros sabíamos muy bien cómo podríamos encajar en el desconocido y complejo entramado social de una ciudad como Barcelona, y más, viviendo tan lejos de los puntos donde la vida no era ni fácil, ni tan siquiera prometía serlo a corto plazo. Los barrios dormitorio de la periferia y las ciudades de los alrededores, era evidente que no disfrutaban de los mismos privilegios en aspectos urbanísticos, en equipamientos sociales y en calidad de vida. Por todo ello resultaba difícil, me imaginaba, dar el primer paso o saber hacia dónde había que darlo.
En cuanto al grupo que habíamos formado para poner en marcha la experiencia de apostolado en consonancia con los tiempos se podía decir que le faltaba una cabeza pensante que marcara las pautas ya que cada uno de nosotros éramos hijos de nuestro padre y de nuestra madre y, por educación y tradición, necesitábamos que alguien nos dijera lo que teníamos que hacer. El hecho de que de golpe nos hubieran dejado sueltos, propiciaba que cada uno campeara a sus anchas sin tener que dar cuentas a nadie y los más espabilados le echaban cara a la vida y pasaban las horas sin pegarle un palo al agua o lo que era lo mismo, viviendo de gorra y aprovechándose del esfuerzo de los que hacíamos algo, aunque solo fuera material, por sacar adelante la comunidad y el proyecto.
También había el pequeño grupo de dos o tres personas que retomaron sus estudios con vistas a ordenarse sacerdotes más adelante y éstos por razones obvias, dedicaban la mayor parte de su tiempo a su preparación teológica o universitaria.
Curiosamente, siendo un grupo tan numeroso, nos relacionábamos por edades o más exactamente, por grupos naturales procedentes de los cursos en los que cada uno de nosotros habíamos estado encuadrados en el colegio. Así pues, había cuatro grupos diferenciados y dos sacerdotes que hacían las veces de superiores o directores. Era, en definitiva, como una traslación del colegio a un piso de la ciudad, pero sin la disciplina rígida del colegio donde cada segundo estaba destinado a algo concreto.
De los superiores, el más próximo a mi sensibilidad y mi manera de ser era Enrique y mi relación con él era distendida y amistosa. Era una persona que me daba tranquilidad y confianza y debido a esa confianza yo seguía esperando que algún día empezaríamos a hacer cosas para cambiar el mundo, aunque solo fuera un poquito. Sin embargo, Salomón, el otro sacerdote gastaba más mala uva y era el que de vez en cuando nos daba alguna bronca, sobre todo por asuntos económicos, y nos ponía firmes cuando alguno se pasaba o se salía de madre. En cierta ocasión, con una pequeña parte de las cuatrocientas pesetas que teníamos de asignación mensual para viajes y gastos personales hice una pequeña inversión en una quiniela de fútbol y me tocaron unas dos mil pesetas. Yo pensaba que aquel dinero me pertenecía ya que había salido de mi asignación personal, pero cuando Salomón tuvo noticia de ello, hizo que lo entregara para el fondo de la comunidad. Estaba claro que yo desconocía lo que era vivir en comunidad, pero, aunque me dolió darlo, entendí que así debía de ser.
La escasez de medios económicos con la que contábamos no era como para lanzar cohetes y a más de uno se le despertaba el ingenio y buscaba la forma de sisar algunos duros para poder tener un poco más de solvencia. Yo no podía ni pensar en tal solución ya que era tan mísera mi paga como artesano de ornamentos navideños que de haberlo hecho bien hubieran podido pensar que trabajaba por la cara. Sin embargo, administrando las cuatrocientas pesetas aún tenía para ir al cine los fines de semana y tomarme de vez en cuando una caña en la plaza Real o en la bodega del barrio. No tenía otros vicios y, menos mal, ya que hubiera resultado difícil mantenerlos con el poder adquisitivo del que disponía.
Sobre las penurias económicas, recuerdo ahora lo que hizo un mes mi compañero Alfredo. Durante los largos treinta días tan solo gastó dos pesetas y cincuenta céntimos por día laboral que era lo que costaba el billete de ida y vuelta en el metro si se sacaba antes de las ocho de la mañana. Con lo que ahorró aquel mes interminable se pudo comprar unos pantalones de vestir, que dicho sea de paso no le quedaban nada bien, pero él se sentía muy a gusto con ellos, incluso teniendo que soportar las bromas que al respecto le estuvimos gastando todos durante unos cuantos días.
Yo seguía yendo al taller cada mañana. Con el paso de los días, me convertí en un experto artesano en la elaboración de objetos navideños y ya le había cogido gusto a aquel trabajo. Las relaciones con los demás operarios se habían incrementado para bien y, marcadas las posiciones, ya no tuve que vivir más situaciones como la que me había tocado la mañana que fui maravillosamente violentado por la mujer de los grandes pechos. Aquel hecho tardé unos cuantos días en borrarlo de mi mente y más de una noche, en la intimidad del cuarto y en el silencio oscuro, me produjo algún quebradero de cabeza y me hizo pensar cosas que, dada mi condición de aspirante a sacerdote, no estaban bien por lo que tenían de atentado contra el sexto mandamiento. Sin embargo, las aguas volvieron a su cauce y con el paso de los días lo olvidé, aunque he de reconocer que sentía alguna pequeña envidia cuando la veía tontear con el muchacho de la Barceloneta. Tal vez sin yo saberlo, aquello eran celos, pero la cosa no me llegó a traumatizar lo más mínimo. Como iba diciendo, formábamos un grupo alegre y que, historias personales a parte, nos lo pasábamos muy bien, a pesar de las doce o catorce horas que a veces nos tocaba de trabajar. Sin duda, la falta de competitividad y la imposibilidad de escalar en la empresa ayudaba a ello, ya que todos, salvo el encargado, teníamos la misma categoría y todos, cuando acabara la campaña de Navidad, nos iríamos otra vez a la calle y nos volveríamos a quedar a verlas venir.
Lo del despido se produjo un par de días antes de Navidad. Una tarde apareció el dueño del negocio disfrazado de personaje oriental y haciendo gala de su condición de homosexual. Se paró ante nosotros y con voz de mariquita nos preguntó:
- ¿Estoy guapa?
No nos pusimos a reír por respeto o por miedo, no lo sé, pero tuvimos que hacer un enorme esfuerzo para no soltar una estruendosa carcajada. Sin embargo, nadie se atrevía a decir nada y la situación se había convertido en embarazosa. Menos mal que el encargado, que como ya he dicho era persona seria y cabal, se atrevió a decir:
- Sí, muy guapa.
- Es que hoy tenemos una fiesta de disfraces en el club y quería que me vierais antes. Me alegro de que os guste.
A mí me pareció algo horrible y descabellado ir vestido de aquella guisa, pero me cuidé muy mucho de expresar mi opinión. El jefe, no sé si satisfecho por la impresión que había causado en el grupo de sus asalariados, nos dio a cada uno cien pesetas como paga extraordinaria de Navidad. Después se fue más contento que unas pascuas y nosotros pudimos dar rienda suelta a la risa que hasta entonces habíamos reprimido a duras penas.

14/2/07

9ª Entrega

Por fin sonó la flauta y cuando una mañana acudí a un anuncio y me dijeron que podía empezar en aquel momento, no me lo podía creer. Todo era muy precario y no existía ningún tipo de contrato, pero el simple hecho de hacer algo ya me bastaba. Se trataba de hacer adornos navideños en un taller y tenía su parte artística y creativa. El sueldo era de miseria, doce pesetas a la hora, pero el trabajo era entretenido y se trataba de hacer algo, colaborar con la comunidad económicamente y, lo más importante para mí, sentirme útil.
Eramos cinco empleados y un encargado. Tres chicos y tres chicas. El dueño del taller era un homosexual declarado, cosa que en aquellos años resultaba hasta peligroso, y para mí fue todo un descubrimiento saber que existía ese tipo de personas. Había oído hablar de ellos en términos despectivos siempre, pero nunca había estado delante de uno. El resto de los compañeros de trabajo constituían una tribu muy especial. Había una chica voluptuosa y hasta sensual, de enormes pechos y cuerpo bien formado, aunque a mí me parecía algo entrado en carnes, que parecía la madre sin llegar a ser mayor. Aquella mujer siempre estaba hablando de que tenía un novio que trabajaba en la telefónica, pero era más peligrosa que un tiburón con hambre. Yo que seguía siendo un pardillo en cuestión de mujeres y no me enteraba o, por mi condición de futuro sacerdote, aunque esto no lo tenía muy claro, no me quería enterar, empecé a notar un cierto acercamiento físico por parte de la susodicha hembra en celo e, infeliz, me asusté como un niño delante del lobo y procuré alejarme de su lado todo lo que me era posible. Ella, no sé si se llegó a ofender, pero se olvidó de mí y la emprendió con el otro muchacho que como yo acababa de entrar en el taller. Era un chico algo mayor que yo que venía cada día desde la Barceloneta, tenía cara de estar enfermo, pero parecía buena persona. El muchacho no tardó en ceder a sus encantos, no sé si se sintió atraído o por necesidades fisiológicas, pero se pasaban más tiempo uno en brazos del otro que trabajando. Eso sí, la mujer solía recordar, viniera o no viniera a cuento, que tenía un novio que trabajaba en la telefónica. Nunca supe si decía la verdad o simplemente se quería dar importancia, aunque a mí no me hacía el peso aquel comportamiento tan libertino en asuntos amorosos.
Otra de las trabajadoras era una muchacha joven de físico agradable pero marcada en la cara por una quemadura inmensa, que según llegué a saber había sido causada por algún ácido corrosivo. Era una persona muy silenciosa y pienso que se sentía acomplejada por su desgracia física. Si no la mirabas con un cierto cariño y una cierta dulzura hubiera podido pasar por un ser monstruoso físicamente hablando. Debía de ser algo amiga del encargado o tal vez su novia, pero ese punto fue algo que nunca llegué a saber porque ambos se comportaban con total normalidad y no daban pábulo para las habladurías o los comentarios. El encargado era un joven con cara de sufridor permanente y que a duras penas hablaba a no ser para encomendarte algún trabajo o para hacer que aquello funcionara. Ni hacía ni deshacía en lo de las relaciones entre el chico de la Barceloneta y la señora voluptuosa que le había engatusado con sus encantos. Para acabar, estaba otra muchacha joven, más o menos de mi edad, que era hermana de la que tenía la cara desfigurada. Ponía cara de celosa o envidiosa y siempre parecía estar enfadada. Esta muchacha, por alguna razón que yo entonces no acertaba a discernir, empezó a tirarme los tejos cuando lo de la otra pareja ya estaba consumado y formalizado. De nuevo me resistí, aunque en esta ocasión no fue por miedo sino porque no me gustaba ni físicamente ni como persona. Menos mal que pasados unos días, un nuevo trabajador vino a engrosar la pequeña empresa y la joven no tardó en olvidarse de mí y lanzarse a la conquista del recién llegado que no parecía tener ningún escrúpulo.
Pasados los primeros sustos, yo había aprendido por lo menos que la vida no solo era oración y trabajo, al menos para muchos de los mortales que había a mi alrededor. Había descubierto que el sexo tenía una importancia fundamental y que a pesar de la represión social, la amenaza de la condenación por el pecado y todas aquellas cosas que durante años me habían inculcado en el seminario, eso no importaba tanto y cada uno hacía lo que podía o al menos lo intentaba. Ya no me escandalizaba tanto ver como se daban gusto con caricias, besos y otras actuaciones y había aprendido a no mostrarme ni moralizador ni crítico. Al fin y al cabo era su vida y yo no tenía derecho a intentar cambiar el curso de sus emociones más primarias.
Sin embargo, una mañana a la hora del bocadillo que solíamos hacer en un bar de la calle fuera del taller, ocurrió algo que estuvo a punto de trastocarme. Había decidido quedarme trabajando pues no tenía ganas de comer y cuando me encontraba solo con mis estrellas doradas y plateadas oí que llamaban a la puerta. Pensé que alguno de los compañeros se había olvidado algo y fui raudo a abrir. Ante mi sorpresa vi que era la mujer de los grandes pechos y la sensualidad a flor de piel. Le pregunté si se había olvidado algo pero por respuesta me sonrió de una manera que me hizo ponerme en guardia.
- He venido a hacerte compañía, me da no se qué que estés aquí solo - dijo.
- Muchas gracias, pero no me importa - le respondí.
Me puse a trabajar de nuevo más nervioso de lo habitual. Ella merodeaba a mi lado. De pronto noté como su mano acariciaba mi cabeza y su cuerpo se pegaba al mío frotándose contra mi espalda. Me quedé paralizado sin saber cómo reaccionar y supongo que aquello fue lo que aprovechó aquel demonio de mujer para apoderarse de mí. Cuando me quise dar cuenta me estaba masturbando sin que yo ofreciera ninguna resistencia. Fue tal el impacto que causó en mí que a punto estuve de marearme cuando exploté como un vendaval y ella, al ver mi aspecto, entre alterado e ido, debió asustarse bastante porque se fue veloz a buscar un trapo húmedo para refrescarme la cara. Yo parecía en otro mundo y a fe mía que, aunque confuso, pensaba que había sido maravilloso. Ella, que seguía a mi lado, no se atrevió a decirme nada y yo pensé que así debía ser, pero la llegada de los compañeros me sacó de mi error cuando me preguntaron si me había pasado algo. Yo mentí y dije que no.
- Pues parece que te haya dado un ataque de locura, tienes la cara como si hubieras pasado un susto.
- Será que hoy no me encuentro bien - respondí con el mayor aplomo que pude.
- Es verdad, cuando he venido ya le he encontrado así - mintió también la mujer que me acababa de hacer la masturbación.
No dije nada más, pero para mis adentros pensé que debía dar una imagen muy rara y fui a mirarme al espejo del lavabo. Cuando me vi creo que tenía cara de idiota y no se me ocurrió otra cosa que soltar una carcajada. Me lavé bien y me refresqué y volví a salir.

13/2/07

8ª Entrega

Al marchar de la obra me despedí del lugar. Estaba convencido de que no iba a volver a no ser que alguien me obligara. En el autobús, ya de vuelta recordé los momentos de soledad mientras me comía el bocadillo que había llevado para pasar el día, pero también los momentos de descanso en los que desde lo alto de la montaña me dedicaba a contemplar la ciudad y a encontrar edificios y calles entre el sinfín de edificaciones que desde lo alto se podían ver. Había sido mi segunda experiencia laboral, negativa como la primera, pero más deprimente, pues me había sentido tan inútil e innecesario que solo pensarlo me producía tristeza. Y por si esto fuera poco, no había conseguido hacer amistad con nadie, supongo que dada mi ocupación, por lo que la experiencia tan solo la guardo como recuerdo amargo de lo duro que fue en un principio abrirse paso en Barcelona.
Al llegar el lunes ya había decidido no volver ya que nadie me obligó a ello cuando lo comenté en la comunidad y ahora, pasados los años, siempre que miro hacia la montaña, me acuerdo de la semana que pasé y aunque a veces me han dado ganas de dar una vuelta a ver cómo ha quedado el barrio y revivir aquellos días de octubre del 68, no lo he hecho, tal vez para no perder aquel recuerdo que sigue formando parte de mi memoria.
Pasadas las dos primeras semanas en el barrio, ya nos habíamos integrado, como mínimo, de manera física. Acudíamos puntualmente los domingos a la misa en la parroquia de la Concepción y aunque no ejercíamos ninguna actividad, dábamos una nota de color con nuestro aspecto pueblerino entre los serios y acomodados habitantes de aquella zona del ensanche barcelonés. La verdad sea dicha, no pintábamos nada o muy poco en la parroquia y más que nada, de haberlo intentado, porque el tipo de feligreses que a ella acudían a cumplir con su fe y religión, no necesitaban salvarse ni muchos menos cambiar su actitud cristiana perfectamente resguardada en su status social.
La mayoría de los sacerdotes que decían las misas eran personas mayores y su compromiso social y evangélico, siempre según las homilías que pronunciaban, no iba más allá de la recomendación a vivir la fe como buenos cristianos, pero en la más estricta línea oficial y conservadora de la iglesia católica al servicio de una clase burguesa y acomodada en lo material y en lo espiritual.
En cuanto a la relación con el barrio y lo que lo conformaba, se resumía a frecuentar algunos bares, sobre todo los sábados por la noche a la hora del partido de fútbol, y no por confraternizar con los que a los bares acudían sino porque no disponíamos de televisión y por aquellos años, también el fútbol era la droga del pueblo. Solíamos ir a un viejo bar, que a buen seguro estaba desde la construcción del barrio, en el que todo era viejo y más tenía pinta de bodega con sus cubas de madera ahumadas y negras que de bar en consonancia con los tiempos. El lugar parecía anclado en los principios de siglo y la gente que a él acudía también parecían venidos de otros puntos de la ciudad. Quizá por eso lo recuerdo con cariño.
La cuestión laboral estuvo durante un par de semanas dejada de lado después de la experiencia en la construcción. Tampoco las oportunidades abundaban y aunque todos tuviéramos una preparación académica más que envidiable para los tiempos que corrían, el mercado de trabajo no lo tenía en cuenta o no nos necesitaba. Así fue como, hartos de mirar el periódico sin sacar nada de positivo, comenzamos mi amigo Pepe y yo a acudir a las colas de la oficina de colocación del sindicato vertical que por aquellos años era el único que había. Allí también nos dieron sopas con honda y parecía como si en una ciudad tan grande no hubiera ningún tipo de trabajo que pudiéramos desempeñar, nosotros que tantas ganas teníamos de hacerlo. También solíamos frecuentar el sindicato del textil donde conocíamos a un conserje, que cada vez que le veía me recordaba a aquel gran jugador del Madrid de origen argentino llamado Distéfano; tenía la misma cara. Tampoco allí las cosas venían mejor dadas, pero por lo menos acabábamos almorzando un bocadillo en una bodega cercana, invitados por el conserje. Yo pienso que lo hacía porque le dábamos pena y había acabado cogiéndonos cariño.
En las sucesivas visitas a la sede del sindicato amarillo llegué a conocer gente de las más variadas clases y razas, pero recuerdo sobre todo a un negro guineano que se apellidaba Moto, y que si en un principio me pareció un posible contrincante en lo de obtener algún trabajo, pronto se convirtió en un buen amigo y en un mejor conversador mientras matábamos las horas esperando que saliera algún trabajo. Pasado aquel mes de incansable búsqueda de un empleo le perdí la pista y no le he vuelta a ver, pero me ha venido más de una vez a la memoria a raíz de los sucesos y las vicisitudes que a lo largo de los años se han ido dando en su país de origen. Incluso he pensado en él cuando se ha hablado de Severo Moto, líder de la oposición al dictador Teodoro Obiang, preguntándome si no tendría algo que ver mi antiguo conocido Moto con el luchador Severo Moto. Probablemente sea un apellido corriente en la ex colonia, pero siempre me ha producido una cierta curiosidad este hecho.
Hacia finales de noviembre, tanto ir el cántaro a la fuente, Pepe encontró trabajo en una empresa textil. Aún recuerdo como el conserje que fue quien de alguna manera se lo buscó, me explicaba que había pensado en él más que en mí porque mi amigo era huérfano. Y aunque a mí no me pareció razón de peso, lo entendí pues era persona de buen conformar y me alegré por él. Sin embargo, creo que después de aquello, no volví al sindicato y retomé de nuevo la posibilidad del periódico y sus anuncios por palabras.

12/2/07

7ª Entrega

Sin embargo, algo se derrumbó dentro de mí. Todo lo que había hecho y en lo que había creído o me habían hecho creer desde muy niño era un montaje para sostener un régimen político. Me acordé del cura de mi pueblo, Don Isaac, que desde siempre nos había inculcado valores religiosos y espirituales dentro del más estricto nacional catolicismo y en contra de todo otro pensamiento político y religioso que no estuviera en la línea del régimen establecido. Ahora me había dado cuenta de que había gente que no creía en Dios o que creía en otras ideas y no pasaba nada si no lo expresaba públicamente. También me estaba dando cuenta que me habían estado engañando durante toda mi vida, utilizando el miedo al castigo eterno, a la condenación por siempre, al infierno.
Me acordé también de Don Serafín, el maestro, un hombre del régimen, que un día sí y otro también, nos hacía formar como un pequeño ejército y con el brazo derecho levantado nos invitaba a cantar el Cara al Sol y las Montañas Nevadas, que visto desde la distancia, tampoco sonaba mal en la época en la que lo cantábamos. No sé si por el ritmo, la marcha o las palabras que se decían. De cualquier forma, aquel hombre que debía ser maestro por vocación, me imagino, nos había llevado a lo largo y ancho de la infancia más derechos que velas y dentro del orden establecido, sin habernos dado ninguna otra opción, ni haber abierto nuestro pensamiento a otras formas de pensar que la ya mencionada.
También me acordé de mi padre, que sin entender nada de política, tenía el sentido común de la justicia natural y era capaz de discernir entre lo que era justo y lo que era un abuso. Él, mi padre, si que me había hablado de los otros, de los rojos, y nunca lo había hecho ni con rencor ni con desprecio. Incluso, cuando hablaba de tío zapatero, lo hacía con admiración, pues según él, había sido la única persona culta del pueblo, pues ya cuando la república leía el Imparcial y tenía ideas algo más avanzadas y progresistas que el resto de los habitantes. Claro que había estado a punto de pagarlo caro y no acabó en alguna cuneta gracias a que cuando vinieron a por él se había escondido y no pudieron encontrarlo. Todas estas historias me las contaba a escondidas y porque a mí siempre me habían encantado. Sin embargo, un grano no hace granero, y el hecho de que en mi pueblo hubiera habido un par de personas que habían pensado diferente a los demás no había sido suficiente para que se respirara otro aire que no fuera el oficial y con él me había criado en la seguridad de que no existía otra cosa, como aquella mañana acababa de comprobar para mi desilusión y desengaño.
Aquella tarde, en contra de lo que tenía por costumbre, me quedé en casa, a pesar de que mis compañeros se fueron al cine. En la soledad de mi cuarto, le seguía dando vueltas a lo que había vivido por la mañana.
Al día siguiente, al mirar el periódico para buscar en las ofertas de trabajo algo que me pudiera convenir o que pudiera hacer, me encontré con fotos de la manifestación del día anterior, incluso había una donde se veía la pancarta de "Barcelona con Franco" que yo me había negado a llevar por miedo y también me enteré de que la gran mayoría de los participantes eran falangistas y guerrilleros de Cristo rey. Ni se me ocurrió preguntar quiénes eran estos últimos de los que tampoco había oído hablar en mi vida.



No tardé en volver a intentarlo en un nuevo trabajo. La vida en la comunidad tenía momentos dulces y momentos amargos, pero al final del día me daba la sensación de ser un parásito que no hacía nada por los demás y que además, se aprovechaba de ellos. Aunque en el grupo había gente que pensaba así, al menos eso daban a entender por su actitud, yo no podía pasarme las horas muertas sin hacer nada más que perder el tiempo o escaparme a escondidas por las tardes al cine a ver alguna película de los cientos que cada día se proyectaban.
Nuestra misión apostólica aún seguía sin estar definida y se limitaba al rezo en la pequeña capilla del piso a ultima hora del día y en la asistencia a los oficios religiosos en la parroquia del barrio, pero sin participar en ninguna actividad dentro de la misma. Así, cuando alguno de los compañeros me sugirió la posibilidad de empezar a trabajar de peón de albañil en una obra, no me lo pensé dos veces y acepté la propuesta.
La obra se encontraba en la parte alta de la colina del Carmelo mirando hacia el centro de Barcelona y se trataba de la construcción de unos pisos, supongo que para inmigrantes, por la ubicación en la parte alta de la montaña y por las pésimas comunicaciones que le iban a unir a la ciudad. Se llegaba en autobús y después había que subir montaña arriba hasta dar con el lugar. La vista era magnífica, pues se dominaba gran parte de la ciudad de Barcelona y desde allí arriba se podían identificar la mayoría de los edificios emblemáticos de la ciudad. Claro que aquello no iba a suponer una calidad de vida, pues los bloques de pisos se apiñaban montaña arriba como si estuvieran haciendo escalada libre. Más tarde me di cuenta de que en aquellos años se construía sin ton ni son y sin tener en cuenta las necesidades de todo tipo que más tarde iban a tener los futuros moradores de aquellos barrios dormitorios, levantados para albergar las riadas de inmigración que llegaban a la ciudad, pero obedeciendo a intereses especulativos por parte de las constructoras.
Mi trabajo en la obra consistía básicamente en llevar ladrillos de un lado para otro y para eso no hacía falta ni preparación profesional ni otras dotes que no fueran las de saber sobrellevar la rutina que representaba pasarse diez horas al día transportando ladrillos a mano de un montón a otro montón. Al principio me lo tomé con ganas en un intento de demostrar mi capacidad de trabajo y mis deseos de cumplir ante el malhumorado capataz que parecía estar allí para demostrar la mala uva que gastaba. Trataba de no pensar en mis seis años estudiando bachillerato para acabar con las manos destrozadas por los ingratos ladrillos, pero pronto resultó imposible que dentro de mi no se rebelara mi rabia como persona que había venido al mundo para hacer algo más importante, sin dejar de pensar que aquello también podía y de hecho era importante. Todo comenzó cuando el malhumorado capataz, que siempre llevaba cara de vinagre, me dijo que volviera poner el camión de ladrillos en el mismo sitio de donde los había quitado después de largas horas y cientos de viajes. Me pareció tan absurdo gastar mi fuerza de trabajo en volver a hacer lo mismo, pero al revés que acababa de hacer, que pensé que mi trabajo no servía para nada. Me acordé de algo que había leído alguna vez y que hacían con los prisioneros a trabajos forzados, consistente en hacer hoyos para una vez hechos volverlos a tapar. Creo que sufrí esa misma sensación y con ella la de estar en un campo de concentración por veinte míseras pesetas a la hora. Yo envidiaba a los peones que hacían el mortero o estaban para atender a un maestro albañil de los que levantaban paredes. Aquel trabajo si que era entretenido y a la vez instructivo. Entonces empecé a pensar la manera de hacerle ver al capataz que yo podría hacer de ayudante de albañil tan bien como el mejor y mientras acarreaba ladrillos de un lado para otro iba madurando mi plan o más bien, convenciéndome a mí mismo de que debía abordar el problema con el iracundo capataz. Lo dejé para el sábado, último día de la semana en el que se trabajaba y lo hice en el momento que recibía mi primera semanada que a duras penas sobrepasaba las mil pesetas. Me armé de valor y abordé al capataz:
- Señor encargado, quisiera pedirle un favor.
- Tú dirás - respondió de mala uva como hacía siempre.
- Mire, que he pensado que me podía poner de ayudante de algún albañil.
- ¿Es que no te gusta lo que estás haciendo?
- No es eso - mentí -, sino que pienso que sería más útil de ayudante que llevando ladrillos todo el día de un montón a otro.
- Lo siento, muchacho - me dijo, ahora sí con sonrisa de zorro avezado -, pero aquí se hace lo que yo mando y tú trabajo es llevar ladrillos donde yo diga.
- Pero - no me dio tiempo de continuar. Saltó como si yo fuera su presa.
- Ni peros, ni gaitas, si te interesa bien y si no, ya sabes.
- Vale, lo que usted diga - respondí sumiso y avergonzado, teniendo la sensación de que había hecho el ridículo.

11/2/07

6ª Entrega

Los días transcurrían plácidamente, ya llevábamos dos semanas en Barcelona y yo había aprendido a moverme por la ciudad sin ningún tipo de problemas. Para ir al centro, bastaba con caminar un poquito y ya estabas en la plaza de Cataluña, Las Ramblas o la plaza Real, lugar al que habitualmente acabábamos llegando en aquellos comienzos del otoño del 68 para tomar una cerveza y ver la variopinta fauna humana que por allí se movía en la frontera con el barrio de las putas, aunque eran más abundantes a la derecha de las Ramblas, sobre todo en los bares de la calle Robador y Las Tapias. Todavía no me había atrevido a inspeccionar aquella zona, más por miedo que por ganas, y lo máximo que había llegado era al límite de la plaza Real, lugar abierto y concurrido, en el que siempre había gente. En uno de mis paseos de reconocimiento del terreno, había decidido acudir la soleada mañana del doce de Octubre a un acto que se celebraba en la plaza de la universidad. En alguna parte había leído algún panfleto en el que se anunciaba el acto de desagravio a la bandera y sin saber cómo ni por qué, me encontré escuchando a una serie de oradores que desde el balcón lanzaban arengas, gritaban como poseídos e invitaban a honrar a la bandera española que días antes, hecho del cual no tenía ni idea, había sido agraviada por un grupo de estudiantes al quemarla o hacer con ella alguna salvajada. Tardé en entender lo que estaba pasando, pero me pareció prudente seguir allí entre aquella gente que escuchaba atentamente y gritaba enfurecida cuando arreciaban los ataques por parte de los oradores contra desestabilizadores. El acto culminó con el canto del Cara al Sol y la mano derecha levantada trazando un ángulo de unos cuarenta y cinco grados con respecto a la vertical imaginaria del cuerpo erguido y firme. Me quedé parado sin saber qué hacer y no levanté la mano, pues tampoco sabía qué significaba aquello y noté como los que tenía a mi lado me miraban de reojo. Tal vez la hubiera levantado si alguien antes me hubiera explicado algo, pero estar en aquella postura mientras se cantaba la canción, me parecía una tontería. La canción o himno me la sabía desde que en la escuela nos la había enseñado el maestro y me gustaba la música, pero tampoco me atrevía a cantar por miedo, supongo, a desentonar.
Cuando acabó el acto, pasó algo totalmente nuevo para mí. Unas cuantas personas formaron un grupo y enarbolando pancartas se dirigieron por la calle Pelayo hacia las Ramblas gritando desaforadamente contra el comunismo, contra el rey, que aún no lo era, y a favor de Franco. Yo, pensando que aquello estaba bien, me uní a la fiesta y, aunque rezagado y en los puestos de cola, seguí con el grupo que más que andar parecía desfilar por la rapidez con la que caminaba. Al llegar a la fuente de Canaletas, la misma en la que había bebido un trago de agua el día siguiente a mi llegada a Barcelona, observé algo raro en la gente que paseaba plácidamente por el paseo. Algunos mostraban su disconformidad con las consignas que gritaban los manifestantes y ante mi asombro, vi como la policía, que entonces se llamaba armada, me imagino que por la pistola que llevaban, se encaraba con ellos y a alguno se lo llevaban como si lo hubieran detenido. Aquello me empezó a preocupar. Más adelante, mi preocupación aumentó, cuando el que parecía hacer de cabeza de marcha le arrancó violentamente una cámara de fotos a un fotógrafo que pretendía hacer una fotografía de la manifestación y la lanzó al suelo como si fuera una piedra o un objeto inútil. Sin embargo, aún seguía en el grupo, más preocupado por lo que pasaba fuera que por lo que decían sus componentes, las caras de los viandantes reflejaban en muchos casos burla, en otros, odio y eran los menos los que aplaudían al paso de los manifestantes. En un momento, alguien quiso que cogiera uno de los palos de una pancarta que llevaba escrito "Barcelona con Franco". Algo en mi interior me dijo que no la cogiera, quizá el miedo a tener que seguir con ella toda la mañana hasta que aquello acabara, quizá un sexto sentido que me estaba diciendo que aquello no podía ser bueno. Me excusé diciendo que ya había llevado una un buen rato, cosa que no era cierta, y aunque no pareció convencerle mucho mi explicación, no insistió y yo aproveché para tomar la decisión de abandonar a aquellos voceras. Al fin y al cabo, no sabía muy bien qué hacía allí y tampoco entendía nada de lo que ellos hacían o gritaban o pretendían. Me descolgué del grupo sin que se notara y antes de que la manifestación llegara a Colón, ya la había abandonado. Los vi llegar al edificio de la comandancia militar y vi salir a la guardia con los fusiles en la mano, no sabía si a rendirles honores o a impedir que se metieran dentro del edificio oficial. Algo avergonzado y confuso di media vuelta y subí Ramblas arriba paseando y pensando en la experiencia que acababa de vivir.
Al llegar al piso aún estaba bastante nervioso y nada más entrar tuve la necesidad de contar dónde había estado y lo que me había pasado. La carcajada que provoqué entre mis superiores, sobre todo en un vasco que parecía ser el más puesto en asuntos de política y que me dijo con cierta guasonería:
- Has participado en una manifestación falangista.
- ¿Y eso es malo? - pregunté con santa inocencia.
- ¿A ti qué te parece? - me preguntó él a su vez.
- Pues no tengo ni idea.
- Los falangistas - dijo - son el mejor soporte que tiene Franco, con su ayuda y la de algunos más ha hecho lo que le ha dado la gana durante más de treinta años en este país.
- ¿Pero yo siempre había oído que gracias a él había paz en España?
- Pero la paz en las dictaduras suele llevar consigo la falta de libertades.
- Claro, y eso si que es malo.
- Malo y peligroso.
- ¿Y por qué no nos lo han explicado antes, cuando estábamos en el colegio y parecía que España fuera el último defensor de la fe católica?
- Precisamente por eso.
No entendía nada de lo que estaba pasando. Tan solo saqué la conclusión de que lo que había hecho no había sido acertado. Aquel día descubrí que vivía en un país en el que había una dictadura y que aquello a mucha gente le parecía mal, aunque tampoco sabía muy bien qué era una dictadura.
Había servido de motivo de burla y risa para algunos de mis compañeros y me volví a prometer a mí mismo ser más precavido a la hora de contar lo que me pudiera pasar.

9/2/07

5ª Entrega

El cine era uno de los muchos cines de barrio que por entonces había en Barcelona, cuando la televisión todavía no había suplantado al séptimo arte en los gustos de los españoles. Estaba lleno de gente y a cada acción victoriosa de los buenos, aplaudían a rabiar. Era como en las películas que nos pasaban en el colegio, pero sin cortes inoportunos cuando había algún beso o cosas parecidas. Fue la primer vez que vi una película en la trabajaba Buster Keaton que con el tiempo llegaría a ser uno de mis actores favoritos.
Cuando salimos del cine después de casi cuatro horas, nos conjuramos para no decir nada. Habíamos descubierto una nueva manera de evasión y pasatiempo, que nos iba a proporcionar muchas tardes de asueto y ocio, y, concretamente en mí, se iba a convertir en una obsesión. Acababa de descubrir la posibilidad de escoger la película que me interesaba ver y acababa de descubrir que el cine me gustaba más de lo que nunca hubiera imaginado.
Aquella noche cuando llegamos a la casa, comunicamos el abandono del trabajo, pero a nadie pareció importarle. Tan solo Juanjo estaba dispuesto a seguir.
Pasados cuatro o cinco días ya nos mudamos a una vivienda en el ensanche, muy cerca del paseo de Gracia y de la plaza de Cataluña. Era uno de esos pisos inmensos que se construyeron según el plan Cerdà, aunque nunca se acabara de llevar a término tal como el insigne urbanista había proyectado. Tenía la friolera de dieciocho habitáculos o cuartos, entre habitaciones, lavabos, cocina, comedor y sala de estar y un larguísimo pasillo por el que se podía pasear haciendo metros en cada recorrido. Era viejo, pero proporcionaba una cierta intimidad y aunque los jóvenes seguimos durmiendo en una gran habitación que daba a la parte interior de la manzana, ya no dormíamos en el suelo sino en literas, lo que comportaba una cierta comodidad y algo más de orden.
El día del cambio, yo había mirado el periódico y le había echado el ojo a una película que reponían en un cine en una barriada de la zona de Verdún. Creo recordar que el cine se llamaba Diamante y la película que había elegido, Un hombre para la Eternidad. Si la memoria no me falla, contaba los hechos que llevaron a Tomás Moro a la muerte por oponerse al rey Enrique y a sus componendas para legalizar sus continuos divorcios en contra de la opinión de la Iglesia de Roma. Lo que además provocó la ruptura con la Iglesia Católica y el nacimiento del Anglicanismo. Recuerdo que yo conocía la historia que nos habían explicado en el colegio, siempre de manera sesgada y parcial, y aquella película acabó por acrecentar mi fobia hacia los ingleses, que además nos habían humillado con lo de la Armada Invencible, la batalla de Trafalgar y lo del pirata Francis Drake, o al menos así me lo habían contado desde siempre. Creo que aquel día odié a los ingleses por lo que le habían hecho al bueno de Tomás, persona por otra parte, íntegra y leal, a la vez que defensora sin fisuras de los principios de una Iglesia en la que yo por aquel entonces creía de manera bastante clara, y supongo, que por la falta de conocimiento de otros puntos de vista y otras ideologías. Más tarde, con el paso del tiempo, y con la apertura a nuevos horizontes y diferentes maneras de explicar la historia, mis prejuicios cambiaron con respecto a los enemigos que históricamente lo habían sido de España, ya que entendí que lo que siempre había estado en juego había sido la idea de poder sobre los demás, y para ello, unas y otras potencias habían hecho lo que habían podido y se habrían aliado hasta con el diablo si hubiera hecho falta. De cualquier forma, mi fobia hacia los ingleses, nunca llegó a desaparecer del todo y aún hoy día sigo viéndolos como un pueblo que no me hace ninguna gracia.
Cuando llegué aquella noche, después de haberme confirmado a mí mismo que los ingleses eran unos animales de la peor calaña, pronto me di cuenta que el cambio de vivienda había sido como pasar de una chabola a un palacio. No me podía creer que existieran pisos tan grandes y con tantas habitaciones y menos aún, que yo fuera a vivir en uno de ellos, con todo lo que eso comportaba de comodidad y tranquilidad. Además, una cocinera se encargaría de hacernos la comida y atendernos, ya que nuestra misión no era la de subsistir como grupo, sino la de integrarnos en el mundo laboral y colaborar en facetas de apostolado con alguna parroquia. La idea era revolucionaria si se tenía en cuenta el pasado, pues se rompía con la tradición de muchos años consistente en preservar la fe y la vocación dentro de los gruesos muros del seminario pero sin saber nada o muy poco de lo que pasaba fuera de tan recias paredes.
Después de la llegada al nuevo piso, los primeros días fueron anodinos y los pasamos lo mejor que pudimos adaptándonos a la nueva vivienda o conociendo el barrio para hacernos al nuevo tipo de vida. Sin nada mejor que hacer, pues después de la primera experiencia laboral no parecía haber nada nuevo bajo el sol, algunas tardes acabábamos en el cine viendo cualquier programa doble y así fue como en cierta ocasión, Pepe, Alfredo, J. Antonio y yo nos pusimos de acuerdo para ir a ver "En el calor de la noche", que según la crítica era una buena película, que además de tratar el problema racial en Estados Unidos, contaba una interesante historia policiaca y detectivesca. No habíamos dicho nada a nadie por miedo a que los que gobernaban nos pusieran alguna pega o impedimento. Llegamos con la película ya empezada y nos instalamos cómodamente guiados por la luz de la linterna del acomodador, dispuestos a disfrutar con el duelo interpretativo entre Sidney Poitier Y Rod Esteiger. Sin embargo, cuál no sería mi sorpresa y la de mis amigos, cuando en el descanso al encenderse las luces de la treintena de personas que había en la sala, la mitad eran compañeros de la comunidad que como yo y mis amigos habían ido a ver la película. De nada sirvió tratar de esconderse o intentar pasar desapercibidos, todos nos habíamos visto a todos y supongo que habíamos pensado lo mismo. No pasó nada, pues entre los asistentes había también algún fraile de los que ostentaban la jefatura del grupo. A la salida, cada uno nos fuimos por un lado y nadie se quedó para no tener que dar explicaciones de la curiosa coincidencia de gustos, de horario y de personas hacia una misma película sin habernos puesto previamente de acuerdo.